Juan Carlos Pablo Ballesteros - Educación, filosofía y política en la Argentina 1560-1960

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Las acciones de las personas que inciden en los acontecimientos importantes de un país responden generalmente a determinadas ideas, que directa o indirectamente pertenecen a la filosofía predominante en su época. Éstas son trasmitidas por la educación -en sentido amplio- tanto formal como informal. El análisis de estas ideas y acontecimientos en los que intervienen en forma conjunta la filosofía, la política y la educación es lo que da contenido a este libro. Su perspectiva es histórica, pero para que la historia sea «maestra de la vida», como proponía Cicerón, el estudio de los hechos pasados debe ser fecundo para comprender el presente. En la década de 1920 la Argentina era en muchos aspectos uno de los países más importantes del mundo, con una prosperidad que parecía no tener límites. Realmente da pena ver la mediocridad y la poca significancia de nuestro país actual. ¿Qué pasó? ¿Qué sucedió antes y después de aquellos años que llevó a la degradación a un país que tenía riquezas naturales envidiables y una población medianamente culta, con un desarrollo científico en ciernes? Las causas son muchas, pero se destacan dos entre las más importantes: una clase alta irresponsable, que fruto de su instrucción antepuso su bienestar personal al bien común, y el enfrentamiento de parcialidades irreconciliables durante doscientos años. Parafraseando a Lincoln la Argentina es una casa dividida, una «sociedad de opositores» según la expresión de Ernesto Sábato. Este trabajo intenta mostrar la evolución de las ideas y de las instituciones, desde la época hispánica en adelante, que intervinieron en la educación de las personas y en la formación de una comunidad política nacional. Lamentablemente en general quienes condujeron estos procesos fracasaron porque no hubo un diálogo intelectual verdadero y porque sus posturas políticas no siempre tuvieron por objeto el bienestar general y la unidad nacional.

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Con los Borbones, a partir de 1700, el sistema jurídico sufrió profundas modificaciones, orientadas por el espíritu ilustrado y absolutista de los nuevos gobernantes.

El siglo XVIII en España y América

El siglo XVIII en España comienza con un cambio significativo: en 1700 asume como rey Felipe V, bisnieto de Felipe IV y nieto de Luis XIV de Francia, con lo que se inicia el gobierno de los Borbones. La influencia de las costumbres francesas comenzó a predominar en la corte española, pero la situación general del país no varió bruscamente, aunque puede advertirse la centralización y el absolutismo que tan mal terminará en Francia en 1789. En la primera mitad del siglo se destaca la figura casi solitaria del benedictino Benito Jerónimo Feijóo (1676-1764) que fue profesor en la Universidad de Oviedo por unos cuarenta años. Tuvo una actitud crítica sobre el nivel intelectual de la España de su época, que atribuía a la mediocridad de los que enseñaban, el rechazo de toda novedad y el sentimiento generalizado entre filósofos, teólogos y científicos de que las nuevas ideas no eran más que curiosidades inútiles. Feijóo podría considerarse en parte como un “ilustrado”, aunque no llegó a formular ningún sistema superador al que objetaba. En lo que respecta a la religión, se mantuvo en la ortodoxia, si bien criticaba la inclinación de los españoles de su tiempo a las falsas reliquias y milagros.

En España, desde la segunda mitad del siglo, comienza a advertirse con mayor claridad la presencia de las ideas ilustradas y es muy marcado el intento de reformar la sociedad desde una administración cada vez más centralista. También en el siglo XVIII se acentúa la decadencia de España como potencia política y militar, aunque este proceso ya había comenzado en los tiempos de Felipe IV, a mediados del siglo XVII.

En el orden de las ideas, en religión, economía, política y filosofía, principalmente desde 1750 se produce el enfrentamiento entre el pensamiento tradicional, en franca decadencia en su manifestación de la escolástica tardía, que se limitaba a reiterar las interpretaciones cada vez más alejadas de las fuentes que le habían dado brillo a comienzos del siglo XVI, y las ideas iluministas, la mayor parte de ellas de origen francés, pero que, hasta Carlos III, no incidieron mayormente en la vida cotidiana. El Iluminismo, sobre todo el de origen francés, se caracterizó por un optimismo en el poder de la razón que independizaba al hombre de dogmas y religiones, adhiriendo en política al republicanismo. En España la ilustración no tuvo todas estas características, sobre todo porque a diferencia de los otros ilustrados europeos, los españoles casi todos pertenecieron al gobierno, por lo que no renunciaron a los principios monárquicos y no manifestaron abiertamente su rechazo a la Iglesia católica. Algunos incluso se mantuvieron devotos en su catolicismo. Entre estos ilustrados a la “manera española” se encuentra Pedro Rodríguez, conde de Campomanes (1723-1803), apasionado por el progreso de las artes y de la industria. Fue ministro de Hacienda de Carlos III y algunas de sus medidas lo enfrentó con la Iglesia, ya que sostenía que había que entregar a agricultores no propietarios las tierras sin cultivar de la Iglesia. Sus ideas educativas fueron coherentes con estos principios económicos. En 1774 publicó su obra Discurso sobre el fomento de la industria popular, y en 1775 Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento. También debe mencionarse, en la segunda mitad del siglo, a Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), quien quiso vincular los valores de la tradición con las nuevas ideas de libertad y de bienestar económico. Era partidario de reformas que se apoyaban en el pensamiento de los fisiócratas Quesnay y Turgot, que consideraban a la tierra como principal fuente de riqueza, y en el liberalismo de Adam Smith.

Los cambios de orden intelectual que se produjeron en España obedecieron más a la falta de renovación del pensamiento tradicional que a la pujanza de ideas nuevas. En Teología poco se había adelantado, perdiéndose incluso la frescura de los sistemas de Suárez y de Vitoria, repetidos en manuales cada vez menos fieles a sus pensamientos originales. Tomás de Aquino había caído en un olvido total, y apenas se transmitían algunas ideas pretendidamente tomistas en la formación del clero. Al adelanto del conocimiento científico realizado en otros países de Europa en el siglo XVII, España lo ignoró casi totalmente. A esto debe agregarse la notoria decadencia de las universidades españolas peninsulares. Vicente Sierra escribió al respecto: “No se puede negar que la Universidad española llega a un alto punto de decadencia a mediados del siglo XVIII.”39 Hubo un rechazo de renovación de los estudios universitarios, como si se poseyeran verdades absolutas que no podían actualizarse. Cuando en 1770 Carlos III ordenó a las universidades que elaboraran nuevos planes de enseñanza, la Facultad de Derecho de Salamanca contestó que no necesitaba ninguna modificación, ya que le bastaba con ser el baluarte inexpugnable de la religión.40 Sin embargo, en 1788 Salamanca incorporó a sus estudios la matemática y el método experimental, y las cátedras de derecho agregaron a los juristas clásicos el análisis de las obras de Samuel Pufendorf, Montesquieu y hasta Rousseau, al punto de que de Salamanca salió la mayor parte de los legisladores que redactaron la Constitución liberal de Cádiz en 1812 (conocida popularmente como La Pepa). Como había sucedido en otros países de Europa en el siglo XVI y XVII, los pocos adelantos científicos y las nuevas ideas se habían discutido fuera de las universidades, en academias, correspondencias y tertulias particulares.

La realidad americana no era exactamente así. A diferencia de la metrópoli, tanto dentro como fuera de las universidades el pensamiento se enriquecía frecuentando los textos originales de Tomás de Aquino, Vitoria, Suárez y los autores modernos, cuyas obras circulaban en los ambientes de jóvenes intelectuales tratando de no llamar demasiado la atención de las autoridades, que gracias al centralismo borbónico ya no eran locales sino en su mayoría peninsulares. Comienza de ese modo una fractura entre Hispanoamérica y el afrancesamiento de la monarquía. España ya no vivía en continuidad con su propia tradición sino bajo la influencia de ideas políticas y económicas que le llegaban desde fuera, con lo que su prestigio fue cada vez menor para los criollos. Pero el aspecto más significativo fue que la consideración por parte de la monarquía de las provincias americanas modificó su finalidad: el objetivo religioso se fue olvidando y el buen trato de los indios –aunque fuese meramente declarativo– quedó subordinado a conveniencias políticas y económicas. Así la monarquía cortó los vínculos con la tradición pero no pudo reemplazarla por nada que estimulase la adhesión de los criollos, al mismo tiempo que las antiguas provincias de ultramar se transformaron en dominios. Carlos III comenzó a llamarlas colonias, de acuerdo al modelo inglés y francés, considerándolas meros factores de enriquecimiento de la metrópoli.

Los americanos en general fueron reacios a modificar su condición anterior, la de vasallos de la Corona y no la de súbditos de un Estado que ahora no los reconocía como iguales sino como gentes inferiores que no podían gobernar sobre sus propios asuntos. La antigua distinción entre españoles americanos y españoles peninsulares ya no era reconocida por la nueva administración del Estado. Así, fue el rechazo del despotismo ilustrado, totalmente ajeno a las necesidades americanas, y el nacionalismo criollo, más que la Ilustración, el agente que activó las revoluciones hispanoamericanas.41 Quedaron así diferenciadas dos Españas, cada vez más distintas: la metropolitana y la americana, siendo la americana más española que la otra.

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