Gustavo Sainz - A la salud de la serpiente. Tomo II

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A la salud de la serpiente. Tomo II: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta violenta y convulsa historia del año 1968 está planteada como una aventura del lenguaje y la creación. Busca romper los límites estrechos y tradicionales de las formas narrativas a través de una mezcla de autobiografía, confesión, juegos de correspondencia y testimonios, una caprichosa estructura bajo la cual Gustavo Sainz entrega su visión y experiencia de un año fundamental para los mexicanos que sobrevivieron a 1968. Recuerdos imprecisos, dolidos, difuminados trastornan el retrato de la juventud (casi) feliz, ejercicio del placer y el poder de la escritura y recuento vivido de aquellos meses. Esta extraordinaria novela es el corte de caja literario de toda una generación.

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Y así fue

con un beso y un abrazo

nos acoplamos

y así también fue

me las ingenié para decir no

con otro verso y un tropiezo

besos

y la tercera copla

textos enigmáticos que despertaban el amor y la curiosidad del Personaje que No Escupía en las Escupideras, que insistía en ver todo lo que ella hubiera escrito, en rescatar, encontrar, subrayar, pasar en limpio jirones de esa escritura tan extrañamente literaturizada, y así habían sobrevivido una buena época, comunicándose por escrito más que oralmente, pues Viviana casi no hablaba, cumplía rígidos y austeros votos de silencio para pagar una indescriptible culpa, que a veces trataba de explicar pero que explicaba en un estilo tan rebuscado, críptico, y al mismo tiempo tan alejado de las más elementales reglas de sintaxis, que el Personaje que No Escupía en las Escupideras no había logrado entenderla a pesar de los años, a pesar de haber vivido a su lado casi cuatro años, o más bien de haber sobrevivido, sí, sobrevivimos, porque sus amigos, sí, mis amigos, tenía muchos amigos le decía Viviana mientras iba a dejarla hasta su casa muy al principio de su relación (pero no le contó que le dieron la espalda, que dos o tres murieron cuando apenas cursaban la Preparatoria, que los más no sabían jugar ajedrez, ni dibujar, ni tratar con cuidado sus revistas y libros, ni la comprendían del todo, ni la aceptaban, ni querían oírla, fingían oírla más bien, fingían jugar, fingían interés en visitarla y la deseaban pero no se atrevían a decirle nada, luego vinieron los abusos de confianza, las malas interpretaciones, los intereses creados, los infundios, las puñaladas por la espalda, las competencias disimuladas o no, las coartadas, los celos, la falsa solidaridad, las excomuniones, los desprecios)…,

ni Tanzania ni el adn ni los megatones ni los lavaplatos eléctricos ni el valium ni la televisión descartaron nuestra infancia decía Viviana, o preguntaba, podía estar haciendo una pregunta ¿cómo saberlo?, porque nunca preguntaba nada directamente, no hablaba con ninguna sencillez, ni claridad, hasta para decir las cosas más sencillas, frases elementales de sujeto, verbo y predicado, se complicaba, hablaba en una especie de tono de poesía simbolista, o postmoderna, y además con pedantería, gozando las complicaciones, la estupefacción del escucha, al pie del arco donde el año reincide, por ejemplo, mi cuerpo litigoso, suave y tierno, cada vez más sombracanes, gárgolas sangrías, él retoma más y más eso yo desconozco, yo la mallarmeana o tirrene servil, sí, apenas empezaba, interponía el Personaje que No Escupía en las Escupideras, por dotar de algún sentido a la conversación, para simular que se trataba de una conversación, por cierto que en aquella época decían Tirón Pedogüer y nada más había un canal en los aparatos de televisión en blanco y negro y sólo unas horas cada día, de cuatro a diez de la noche, detenía el volkswagen frente a su casa (aunque esto era un decir, era un departamento al frente de una fila interminable de otros todavía más pequeños y que semejaban una vecindad, y además no era suya, sino de sus padres, y tampoco de ellos, porque la alquilaban y siempre andaban atrasados con el pago de la renta), y pese a los obstáculos, freno de mano, volante y palanca de velocidades (luces de otros autos, ruidos de toda clase, voces, palabras de niños que rodeaban el coche y se burlaban de ellos), conseguía besarla, más o menos intensa, apasionada, frenéti­camente, y luego un poco para dejar pasar su enfebrecida ansiedad, para dejar de estremecerse y tranquilizarse, intentaban hablar de sus problemas, de sus proyectos, de las dificultades de Viviana para bailar de­terminada música, del reloj estrambótico de su menstruación, de sus deseos siempre insatisfechos, de sus absurdos votos de silencio y las extrañas manías alimenticias que la llevaban a comer por colores según los días, los lunes sólo cosas amarillas, los martes verdes, los miércoles rojas, y así, él improvisando un recuerdo concéntrico (¿o sería mejor decir antropocéntrico por no decir obnubilado?), adonde destacaba su gran capacidad para la ternura y la comprensión, la armonía de su cuerpo, así como cierta proclividad al erotismo desprejuiciado, esto es, que le dijo lo mismo repetidas veces, que por qué no se iba a vivir con él de una vez por todas, y se dejaban de subterfugios y ambivalencias, y ella arrugaba el entrecejo como si hubiera mucho sol y estuviera tratando de enfocar su vista, curioso dijo, o extraño, o dijo otra de esas frases incomprensibles que eran como si desarrollara 15 o más ideas simultáneamente, sin separar las frases sino al contrario, mezclándolas, y uno podía distinguir ocasionalmente cierto sentido, algo que tenía que ver por ejemplo con lavar el coche, o con la escuela de baile, o con el ballet de Martha Graham, o con verse al día siguiente, actividad que ella aludía con frases como y el primer rayo ya no está sobre el evangelio de san Juan o abierto sobre la vertiente, y bostezaba, y él lavaba el coche personalmente cada mañana, al amanecer para transportarla, lo estacionaba en alguna zona sombreada de la calle y le pedía ayuda a algún vecino, o al teporocho que se encargaba de la portería del edificio de enfrente, terminaban aprisa, su sirvienta preparaba entonces la comida y él se sentaba frente a la máquina de escribir (una olivetti paquidérmica que había comprado con dinero prestado por Vicente Leñero, 3 500 pesos que tardó como una década en poder pagar), y pensaba en Viviana (y algunos peligros y la mayoría de sus terrores nocturnos se esfumaban como por pase mágico) o en los anteojos de Lourdes, porque salía con ella cuando Viviana apareció, la propia Lourdes se la había presentado, y en su sueño habían aparecido los anteojos de Lourdes (no sobre su nariz sino abandonados sobre un buró, como si los miraran cuando hacían el amor, un brillo en forma de estrellita, rutilante, deslumbrador), o en todas esas inquietudes que surgían hirviendo de él y se alzaban como sueños ajenos, a lo mejor lo que pretendía hacer en aquella época era una obra autónoma mediante la cual lograría comunicar un Yo que se bastaba por sí mismo, un como equilibrio fuera del tiempo, una salud artificial, pero se distraía (y vaya si se distraía, era pura dispersión tanto si escribía como si no), pensaba en Viviana, en sus mallas de baile, y veía a Viviana todavía adolescente y atractivamente esquizofrénica reclinada en su gran, hermoso escarabajo rojo deslumbrante, y subía a su departamento en un tercer piso, siempre con la imagen del coche en la memoria, 330-PI, piojos iracundos murmuraba, 300 pianos indecentes cuando entraba en su departamento, Viviana ya viviendo a su lado, un convenio sencillo, la invitó a una reunión de cumpleaños y al principio no iban a invitar a nadie más pero se corrió la voz y cayeron más de cuarenta amigos y conocidos, la cena fue casi medieval, seguida de una desvelada, desentonando canciones y controlando borrachos, y después de tres días y haciendo cuerpos a un lado para poder encontrarse, se preguntaron ¿por qué no vivir juntos a partir de entonces?, curándose la cruda, y cuando él la invitó a salir en busca de un libro, y le explicó que como todos los de ese autor era una mezcla de lenguajes académicos, jergas especializadas, neologismos, dialectos, cultismos, barbarismos, y ella aceptó acompañarlo en el volkswagen, como si nada más él buscara pretextos para manejar, porque en segundo lugar, curiosamente, también estaba ese recuerdo de estar al lado de Viviana tantas veces en un volkswagen, el mismo siempre rojo, casi siempre limpio, brillante bajo la luz solar, él manejando y mirándola de soslayo, en coche quizá para no estar en casa, en coche para no enfrentarse a sus caóticos discursos, en coche para separarla de los demás y no compartirla, en coche para tener el pretexto de detenerse y abrirle la puerta, bajar, mezclarse con la gente, tomarla del brazo, y visitar con ella una librería cerca del Zócalo y la siguiente hasta lo más intrincado de San José Insurgentes, y Viviana al principio lo esperaba fuera, de espaldas al aparador de las librerías, tantos títulos y tantas carátulas la mareaban y luego le dolía la cabeza, aunque ella nunca se quejaba, el Personaje que No Escupía en las Escupideras se lo imaginaba, Viviana sentada en la banqueta a esperarlo, respirando espléndidas bocanadas de smog, mientras él compraba libros como El hombre que quería a su mujer, Los comediantes, Aquellos adorables tipos raros, La Madonna dei Filosofi y El cortesano del sol, y a la salida ocasionalmente el problema mexicano por excelencia, tres mil ochocientos treinta movimientos para escapar de la pequeña trampa en que los habían colocado un buik modelo 39 y un ford 62, digamos, y una vez en el penúltimo movimiento, chíngale, que le pega al volkswagen rojo rutilante, que fue como pegarle a su ego, pero no descendieron allí sino hasta llegar a su edificio absolutamente malhumorados, un sí es no es jodidísimo, ver el golpe resultaba igual a Horrenda Desesperación, él como espectro de sí mismo rechinando los dientes, Viviana instándolo a la calma, sacudiendo la cabeza, que no podía jorobarse hediondo el gozo de alimañas, que avergüenza la jodida felpa cocopleonástica, las instancias del vértigo y el ascoplo de sorbentes abolladuras sin mí ni yo al después, y que apenas tú ya otro con su tú en ti o sinmigo se animisbiaban al soliloquio vértigo hasta morder la tierra, sin saber cómo, incurriendo en argumentos más vagos y dilatorios antes de entrar en una especie de somnolencia, porque alternaba así momentos de normalidad juvenil, de expresiones, emociones, pasiones, intereses, visión del futuro, conciencia de la situación, con un ausentismo tajante, denso, que la hacía semejante a una zombie, y del que salía preguntando si había terminado determinado tiempo, si habían transcurrido 24 horas, digamos, o tres semanas, o dos meses, porque si había transcurrido ese lapso entonces ya podía romper su voto de silencio o su voto de aislamiento y ya podía volver a su cotidianidad de lecturas y salidas y tardes frente a la máquina de escribir y películas o visitas a los amigos, sin ninguna duda y con furor discreto y disimulado el accidente del volkswagen, tratando de organizar su discurso sin ramificaciones innecesarias, con causas y consecuencias, acuérdate Balmori, porque te preocupaste y luego reíste a placer ¿y por eso se neurotizan?, gruñó Balmori, y fueron a su coche, un Mercedes del año del caldo, y mira, me pegó un tranvía y ¿sabes cuánto me dieron?, no ¿cómo voy a saberlo?, ¿cuánto te dieron por el golpe?, cien pinches pesos, y a Lourdes le describió la actitud de Viviana, entre balbuceos y meopas, que como siempre que estaba despierta era empecinadamente burguesa (porque dormida era igual que casi todas las mujeres), y ella aulló de berrinche, un lío, abrió la portezuela en plena marcha, el Personaje que no Escupía en las Escupideras frenó, y la pequeña Lourdes descendió, vio el golpe y se enojó aún más columpiando su cabeza de arriba a abajo al mismo tiempo que sujetaba sus anteojos (su hermosa cabeza), y entonces, ya como quien dice en Pleno Viaje hacia la Histeria, patearon (transeúntes azorados, ateridos, con los ojos frenéticos mirando ¿mirando qué?, mirándolos), todos los malditos volkswagens que estaban estacionados (inanes) en esa calle hasta abollarlos (joderlos) más o menos como el suyo, chíngale, y luego descansaron, el Personaje que no Escupía en las Escupideras la fue a dejar hasta Tlatelolco y la besó, pero después de todo ese desgaste físico no pudieron seguir (¿a qué podrían seguir?, ¿desnudarla allí en plena calle, aunque fuera dentro del coche?, y la calle no era precisamente solitaria, su calle estaba siempre llena de jóvenes que bebían cerveza o jugaban tochito o baraja o dados, y mecánicos haciendo talacha a media banqueta, y amas de casa camino de la panadería o de vuelta con sus botellas de leche, sin hablar de multitud de edificios con ventanas indiscretas y vecinas chismosas), y además era miércoles, había semanas llenas de miércoles y le tocaba pasar por Viviana a la escuela de danza atrás del Auditorio, pero curioso otra vez, curioso por tercera vez, porque no era de Lourdes de quien necesitaba hablar, no era del volkswagen del que quería hablar, sino de Viviana, sólo que era difícil hablar de Viviana, no había por dónde empezar, no había comienzo, era como si siempre hubiera estado a su lado, inadvertida, y de pronto hubiera empezado a notarla, hasta la víspera del viaje a Iowa, la noche que desapareció, o peor, como si su lenguaje fuera ineficaz para hablar de esa muchacha atlética y confusa, como si fuera insuficiente, o peor, todavía peor, como si fuera ajeno, como si el lenguaje no le correspondiera, las espaldas rotas por la plegaria catarro, empezaba Viviana por ejemplo, salazón infecta en lo vivo del caldero, la ruda melena de los acantilados es como si hubiera sellado mi entrada con rayas y nubes, una llama en cada dedo enmascarado, él tratando de reír, un poco por irresponsabilidad, un poco por cobardía (temía ponerse a tratar de entenderla), ahora sí que le gustaba cuando callaba porque estaba tan ausente, y se refugiaba escribiendo, y como no podía con la novela inició un guión de cine que podría llegar a vender, sobre todo si lo ayudaba su antiguo amigo Macotela, que estaba relacionado con productores particulares y estatales, Viviana tratando de corregir la primera versión, prometiéndole hacerla lucir, relucir, oigo el grito perdido del que vende silencio, decía, porque ahora el fulgor del instante, hay que conjugar acantilado hasta el fin de vocablo alrededor de las pagazas, ¿por qué sin estrofas de almíbar son músicos igual, tantos qués móviles que gravitar?, es lo único que me asemeja al quehacer imperecedero del Manco de Lepanto explicaba él, un poco harto de tanta faramalla, pero a la vez seducido por su amor surrealista, cortazariano, girondiano, paciente en su impaciencia, como esperando un entendimiento que si no estaba allí iba a llegar, seguro que iba a llegar, y ella reía, sí, reía cada vez que él hablaba, a lo mejor le resultaba incomprensible por compensación, demasiado escueto, desprovisto de retórica, de barroquismos, de churriguerías y sonreía, sí, reía, se rascaba, se levantaba, meneaba, inclinaba, hacía como si, repetía, iba, estornudaba, decía, bostezaba, farfullaba, alzaba los pies, tomaba asiento, bebía, se quejaba, cerraba los ojos, los guiñaba, pedía, sonreía, sacudía la cabeza, esbozaba una leve inclinación, levantaba el dedo meñique, jadeaba, estiraba las piernas, lo miraba, hacía un amago de caricia, replicaba, entretejía sus manos, chasqueaba los dedos, se enderezaba, gruñía, respondía puntualmente, estornudaba, se aquietaba, ceceó, ­consagró, cubileteó, volvió a toser y a estornudar, abría mucho los grandes ojos, se pasaba los dedos por un lado de su nariz, en fin, y por las noches acostumbraba hojear la libreta adonde el Personaje que no Escupía en las Escupideras llevaba el control del coche porque, de pronto, si Viviana se encontraba un espacio inesperado, un desliz, en cualquier parte de cualquier cuaderno o libro o margen, la sorpresa del poema, como si sólo pudiera ser coherente escribiendo,

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