Gustavo Sainz - Muchacho en llamas

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Tribulaciones, aventuras y desventuras, proyectos y planes de un escritor joven, un adolescente tan enfermizo como impaciente que pretende escribir o vivir una primera novela tan compleja, energética, desesperada y obsesiva como sus propias experiencias. Todo lo revisa con atención de entomólogo, páginas de su diario personal y casi secreto, anuncios radiofónicos, párrafos subrayados en diferentes libros, letreros urbanos, canciones, apuntes de sus clases universitarias, recortes de periódicos. Nos invita así a sus ensayos de representación, a las pruebas de fuego a las que somete al realismo y a otras escuelas literarias en boga. Lo acompañamos a sus dudosas victorias y a sus innumerables, enriquecedoras y desconcertantes derrotas.

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¿Qué hacer? ¿Cómo escribir? ¿Hay que politizar la literatura? ¿Qué vale una denuncia estética de la crueldad del gobierno? Una de las páginas de Muchacho en llamas consiste sólo en interrogaciones ético-estéticas. “¿Quién me puede decir si lo que escribo vale la pena?”, se pregunta. A la deriva, Sofocles hace referencia a una afirmación de Rosario Castellanos, que en la literatura siempre hay que partir de cero (¿Roland Barthes?), sin ningún a priori. Cada uno, según ella, es responsable de su propia obra: “lo que dice es como lo dice” (121). ¿Nos propone Rosario Castellanos una litera­tura sin literatura, una suerte de expresionismo posmodernista? ¿A quién le interesaría una obra sin a priori, sin énfasis ético, estético, o moral? ¿Escribir sin el otro? ¿Valorar los acontecimientos de nuestra vida sólo con base en coincidencias? ¿No integrar la experiencia en una cultura? Sofocles lo intenta, pero sin una maduración subjetiva adecuada se pierde en “observaciones cotidianas carentes de cualquier importancia” (121). Tampoco tiene validez la tendenciosa observación de Sofocles sobre el incendio de la embajada americana, del que hace una justificación mitológica de rencores políticos (“como si hablara el Dios del Fuego”). ¿Vale la receta de Kerouac —“ábrete, escucha”, “(L)a sensación que experimentas encontrará la forma que le conviene”, “escribe lo que quieres infinitamente”, “sé amante de tu vida”, “(A)cepta perderlo todo”, “cree en la santidad de las formas de la vida”, “(R)elata la historia verdadera del mundo en un monólogo interior”, “(E)scribe para que el Mundo lea y vea la imagen precisa que tienen de él”— más que la de Rosario Castellanos?

La equivalencia que anhela Sofocles es irrealizable, porque la realidad, como dijo Borges, no está hecha de palabras. La palabra no es una equivalencia de la realidad sino un símbolo verbal, es algo que no existe. Con el ardor de la juventud, Sofocles, como Rimbaud, a quien cita, quiere que su novela sea la vida misma, riesgo y aventura. Quiere que su vida sea espontánea como la vida, desprovista de las limitaciones antivitales de la sabiduría y de los ismos. Sin embargo, como se sabe, lo histórico y lo estético nunca coinciden, no son simultáneos sino sucesivos. Lo estético, por decirlo así, es siempre anacrónico. A Sofocles le gustaría conseguir también un efecto de liberación psíquica. ¿Decirlo todo para que ya nada le sorprenda, para que ya nada le afecte, como Hladik, en “El milagro secreto”, de Borges?

Muchacho en llamas, nos dicen Sainz y Sofocles-narrador, trata de no ser un libro de confesiones de adolescente. Borges nos recuerda que hasta en Charles Dickens, el inventor de la literatura infantil, los niños no protagonizaban en la literatura por la simple razón de que eran y siguen siendo éticamente ambiguos. ¿Qué conclusión ética fidedigna podemos sacar de la conducta de un niño, de una persona no plenamente consciente de sí misma? Los tribunales, al conceder circunstancias atenuantes, reconocen implícitamente la insuficiencia ética de los menores de edad. Sofocles-narrador no quiere que su obra sea un libro de confesiones de adolescentes para no invalidarlo éticamente. Porque el propósito de Sofocles, a pesar de su rechazo ecléctico del mundo circundante, es el de insertarse en la sociedad, no alejarse de ella. Pero quiere insertarse como una entidad autodefinida, no como una entidad definida desde fuera. “Sofocles es algo así como un punto de convergencia, traspuesto sin piedad, contento simplemente por aparecer, sin justificaciones de ninguna clase” (85). Y luego: “Como si mi vida no fuera real” (84). Es una dicotomía de la que es consciente, y que tiene que resolver: “Ser de dos dimensiones, Sofocles se define siempre en otra parte” (85). Sin remediar este fallo, sin conjugar la dimensión subjetiva con la dimensión cultural, Sofocles no puede ni vivir ni escribir.

Fijémonos en algunos de los títulos provisionales de su novela: Mi vida entre los humanos, Los perros jóvenes o El proyecto. El primero indica una alienación total. Sírvanos de ejemplo el episodio de la detención de Sofocles, auténtico, aunque veteado de leves variaciones estéticas: se imagina que Tatiana se lo imagina. “Me atraparon al mediodía, naturalmente por un delito que no cometí” (44), dice relegando el incomprensible episodio al pretérito. El mediodía, la hora sin sombra, que diría Borges, simboliza la inocencia de Sofocles, su neutralidad ética. A la pregunta “¿Por qué estoy detenido?”, Sofocles, desde la óptica social, presenta las siguientes acusaciones: “No escuchar. No odiar. No hablar. No protestar. No mencionar el nombre de mi amada en vano. No competir. No envidiar. No hacer afirmaciones terminantes. No vengarse de los enemigos. No condenar a los demás. Contemplar. No quitar la vida. No ser bonito o feo, sino útil o inútil” (46). Sofocles tiene la penosa conciencia de que la sociedad lo aceptaría sólo a cambio de un extremo, de una deshumanización integral. No es difícil comprender el entusiasmo de Sofocles por la cita de Henry Miller: “¡Basta de crucifixiones! ¡Viva la resurrección!” Los conflictos de Sofocles con la sociedad reglamentada son más bien generacionales que políticos. Sólo in-directamente su rebelión reviste intención política. Lo que Sofocles no quiere es que la sociedad, a cambio de su sumisión, lo desrealice. No ha de sorprendernos que en la cárcel, este símbolo brutal de la alienación, todo le parezca absurdo, ficticio. Sin embargo, la experiencia en la cárcel le proporciona a Sofocles un consuelo genérico, que nos recuerda una famosa frase de Terencio: “No puede sucederme nada que no sea un acontecimiento humano, nada fuera de mis posibilidades” (58).

El segundo título, Los perros jóvenes, indica una actitud menos intransigente, de compromiso, más consonante con la realidad. Los perros y los humanos, sin renunciar a su identidad fundamental, tienen, vital y afectivamente, una relación simbiótica. Las historias de perros con que Sainz salpica su novela experimental muestran las distinciones entre el instinto y los hábitos adquiridos, y la dinámica de la interdependencia. La idea encapsulada en el título de Los perros jóvenes anticipa el compromiso que el propio Sofocles, aunque a regañadientes, hace al final. Porque su deseo vehemente, reiterativo, utópico, no es convertirse en un perro, sino en un lobo, en un animal independiente, provisto de defensas, de impulsos no domados, de libertad incondicional. Al final, la sociedad lo acepta, no como lobo sino como perro.

Parte de la justificación de su rechazo de la “sabiduría” de los adultos estriba en su convicción, reforzada por su experiencia personal, de que los adultos no han resuelto nada, de que, como los dioses de la mitología griega, no han llegado a ninguna síntesis moral. Su padre y su madrastra se sospechan, se insultan y se incriminan mutuamente, con acopio de crisis de nervios. “Es impresionante —comenta Sofocles—, su disposición para la violencia verbal” (25). ¿Qué aprender de ellos, se pregunta y nos pregunta Sofocles? La edad adulta para él no es otra cosa que una impostura moral, un disfraz ético indigno de imitación. Comprendemos ahora por qué se baña tan a menudo. Éticamente, Sofocles no aprende nada de su padre. Sofocles es penosamente consciente de sus relaciones extramaritales. “Me dan ganas de llorar” (26), dice Sofocles después de un episodio de confusión moral con su padre. Un ciego amor filial los une. Entre Sofocles y su madrastra no existe ni siquiera este lazo.

¿Lo literario? El descenso desordenado de los montañeros del Popocatépetl representa, metafóricamente, el descenso de Sofocles de las engañosas certezas teóricas. Percibimos un eco borgeano, del principio de “El milagro secreto”, y una frase de Cortázar en Rayuela acerca del sistema zen de tirar al arco en esta observación de Sofocles: “A veces me imagino lo literario como un blanco móvil, y el escritor es como un arquero zen que debe escribir con una venda sobre los ojos, que sería como disparar sus flechas en la oscuridad, y de vez en cuando alguien acierta, coinciden escritura y blanco. Pero nadie sabe dónde está el blanco, ni cómo ni con qué hay que disparar” (220). Es, por tenue que sea, una esperanza. La tensión de Sofocles se mantiene más o menos constante, y las insatisfacciones de su vida se reflejan en su diario, en sus novelas ­hipotéticas. La catástrofe y el fragmento —dos formas de discontinuidad, de autenticidad descontextualizada— caracterizan su narrativa. El aforismo complementa esta tendencia, puesto que le permite introducir reflexiones filosóficas sin necesidad de darles coherencia de sistema. “Si a la obra de arte no le falta nada, es que le sobra algo” (163), dice sin contextualizar.

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