Terriers
Constanza Gutiérrez
© Editorial Hueders
© Editorial Montacerdos
© Constanza Gutiérrez
Primera edición: junio de 2017
Registro de propiedad intelectual N°278.130
ISBN edición impresa 978-956-365-047-1
ISBN edición digital 978-956-365-214-7
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Diseño: Valentina Mena
Imagen de portada: Francesca Mencarini
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SANTIAGO DE CHILE
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CHIQUITA LINDA
De vez en cuando, sin ninguna razón, corría la cortina de la ventana del bus. Nunca iba a adivinar dónde íbamos -¿quién adivina dónde está parado en el desierto y de noche?–, pero la espera me tenía impaciente. Llevábamos demasiadas horas sentadas en ese bus y a diferencia de mi mamá, que casi no abría los ojos cuando viajábamos, yo no podía dormir. Después de toda una vida viendo los paisajes verdes de Valdivia, esa tarde se me habían presentado extensas montañas azuladas que iban volviéndose café a medida que nos acercábamos. Los azules eran sorprendentes: claros, oscuros, como petróleo, como lirios. Todo lo que quería era descubrir los colores nuevos que podía ofrecerme la noche del desierto, pero parece que la noche es la misma en todos lados y tuve que conformarme con mirar el techo del bus esperando a que pasara algo.
No tengo claro si íbamos a pedir o a agradecer algo. Mi mamá hablaba poco y no me atreví a preguntar. Tampoco veía que tuviésemos mucho que agradecer ni pedir. Lo que teníamos se lo debíamos a ella, que trabajaba todo el día. Lo que no, se lo debíamos también, por ser tan fría y distante. De haber tenido cosas que solucionar hubiésemos podido hacerlo desde nuestra propia ciudad, pero supongo que a veces hay que cambiar de aires, y la idea de no volver a casa se me apareció ahí, en ese bus, pero lo olvidé como se olvida todo lo imposible: con resignación.
Llegamos a Iquique como a las diez. Comimos pescado frito en un restorán y después caminamos para tomar otro bus –uno mucho menos cómodo– hasta La Tirana. Tres jóvenes de lentes oscuros pusieron música con sus celulares y mi mamá ya no pudo dormir más, pero tampoco se dignó a conversarme. Me aburría horriblemente. Antes de partir, con el motor andando, subió una señora a entregar mascarillas junto a un folleto. Le entregaba una a cada persona, y yo esperaba ansiosa a que llegara a nuestro asiento, pero apenas nos extendió la mano, mi mamá movió la cabeza en señal de negativa. La señora quedó perpleja y pude ver que el papel que acompañaba las mascarillas era propaganda política. Un médico de la zona que se candidateaba para diputado; sonreía junto a la foto de la ex presidenta, que también era candidata.
–Pero si es gratis –insistió la señora.
–No, muchas gracias.
La señora de los folletos subió los ojos todo lo posible e hizo una especie de rebuzno. Me dio pena no sonreír-le, así que lo hice encogiéndome de hombros, cosa que mi mamá vio, pero prefirió obviar. Más allá, y a pesar de la ley seca, la gente empezaba a sacar latas de cerveza escondidas en bolsas. Una señora de polera verde le ofreció una Báltica a su compañero de asiento y se fueron todo el camino cuchicheando, las cabezas cada vez más cerca. A ratos, la luz del bus se apagaba. Pasábamos largos tramos en la oscuridad y luego volvía. Todo el camino fue igual. En uno de los lapsos con luz subió un hombre de chaqueta roja con el logo del gobierno. “¡Las vacunas!”, gritó, y todos entendimos que había que sacar el carnet de vacunación. Detrás, una mujer repartía jabones en gel gritando: “¡Solo para niños y tercera edad! ¡Solo para niños y tercera edad!”, pero la mitad de la gente reclamó. Señoras no tan viejas se abalanzaron a exigirle un jabón gel como si se tratara de anillos de diamantes. “Es que nosotras también necesitamos”. Al final, la mujer entregó todos los jabones sin respetar el límite de edad y cuando llegó a mi puesto ya no le quedaban. Tampoco es que me importara, pero yo sí cumplía con el único requisito.
El hombre de los carnet miró a mi mamá, luego a mí y de nuevo a mi mamá: “¿Y esta niña es suya?”. Es una pregunta que le han hecho muchas veces, aunque siempre en tono de broma. Generalmente, después viene el comentario que a mi mamá le cae como patada en la guata: “Tan bonita que le salió”. Hace unos años, cuando yo tenía siete, me explicó:
–Eres rubia. La gente se pone tonta con las rubias.
En ese tiempo no supe qué pensar y en realidad tampoco sé qué pensar ahora. Siempre me molestó que no nos pareciéramos, que ella fuese morena y yo rubia, y estoy segura de que a ella tampoco le gustaba. Esa vez no contestó el chiste, solo recibió nuestros carnet de vuelta. Un poco más allá volverían a detener el bus para lo mismo, la pregunta se repetiría y mi mamá, porfiada, volvería a permanecer en silencio.
Hacia el final del viaje la señora de polera verde, ya borracha, se paró y sentó junto a nosotras, en el brazo del asiento de al frente. El bus estaba a oscuras, íbamos a saltitos por el camino mal pavimentado y la mujer apenas se equilibraba. Acercó mucho su aliento de cerveza a mi cara –supongo que no medía distancias– y pude ver sus dientes sucios, cariados, y también los restos del rouge que no retocaba hacía horas. Me ponía nerviosa. Preguntó lo que pueden preguntarse dos viajeros que se cruzan: de dónde veníamos, si habíamos visitado el norte antes y cuánto tiempo nos quedaríamos. Mi mamá contestó con monosílabos.
Aprovechó de comentar, riéndose como una hiena, todo el aparataje del Gobierno. Según ella, este nuevo brote de influenza era un invento del Estado para controlar la cantidad de gente que venía a la fiesta. “Es que ustedes no han venido antes, no saben, pero aquí violan chiquillas, desaparecen niños, mueren personas, queda la embarrada. Pero ahora no, porque vino como la mitad de la gente que viene siempre”. Mi mamá la ignoraba y a mí me tenía los pelos de punta lo mucho que se acercaba solo para alejarse al rato y volver, simulando confidencialidad al decir algo que, según ella, era peligroso y poco sabido. Mi mamá miraba hacia al frente fingiendo estar muy pendiente del auxiliar del bus y de nuestra parada, pero yo sé que la señora no le gustó nada. La conozco.
–¿Qué les pasa a los niños desaparecidos?
–Se los llevan. Nadie sabe. Pero tú no te preocupes, estás con tu mamá.
Pasó un rato quejándose de su compañero anterior, el jovencito con el que la vi tomando una lata de cerveza, que se había bajado varios kilómetros antes. Decía que era un idiota y que le había costado mucho sacarle alguna palabra, porque era hombre y a los hombres solo podías sacarles algo con cerveza. Cuando dijo eso mi mamá puso cara de indignación y me pidió que me pusiera la chaqueta, porque ya nos bajábamos. La mujer se apuró en invitarnos, el día siguiente, a bañarnos en las cochas, aunque nosotras sabíamos que estaban cerradas por ser foco de contagio de la influenza, así que solo dimos las gracias. Se despidió muy efusiva, y cuando mi mamá ya se había bajado del bus y a mí solo me quedaba un último escalón, repitió su invitación: “¡Vayan a las cochas!”.
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