En resumen: la revolución de los jóvenes del siglo XX buscaba la justicia social; la de los del siglo XXI persigue la autenticidad.
Insistimos en el carácter individualista de la búsqueda emprendida por las nuevas generaciones, donde las figuras de líderes o de conducciones grupales en torno a propuestas ideológicas sobre el tema en general no interesan. Todo esto, con las desventajas que recién señalábamos propias de aquellas identidades más frágiles, con poca tolerancia a la incertidumbre, que terminan canalizando la agresividad en grupos que tienden a despreciar al resto de la sociedad. Estos adolescentes acaban en sectas fanáticas, poseedoras de “la verdad”, con respuestas rígidas e irracionales, o en tendencias autodestructivas como las drogas, la promiscuidad, la violencia, el suicidio abierto o solapado.
Pero la mayor parte de los adolescentes de hoy —criados en la importancia de una relación familiar afectuosa, preocupada de su educación, de su bienestar emocional y psicológico, con un padre más cercano y una madre menos sobreprotectora y, por lo tanto, desarrollados con una identidad más sólida, más sana y menos reprimida que las generaciones pasadas— quiere llevar a la práctica lo que les ofreció un pensamiento elaborado durante el siglo XX, el cual las generaciones anteriores no hemos sido capaces de implementar, encandilados aún por las ideologías “salvadoras”. La proposición que se ha ido cristalizando a fines del siglo XX y comienzos del XXI, es la del camino de realización personal a través del conocimiento del mundo interno, que solamente puede ser llevado a cabo por medio de las interacciones afectivas profundas, íntimas y comprometidas con un otro. Entre estas relaciones, las más importantes son las familiares —paternales, filiales, fraternales— de amistad y, por sobre todo, dado el carácter especial que ocupa en el concierto social, la relación de pareja.
La revista francesa Psychologies , en su número de febrero del 2003, trae un artículo que titula “Mariage d’amour ou amour du mariage?” (¿Matrimonio por amor o amor por el matrimonio?) (98). Allí, el sociólogo François de Singly, propone una reflexión ante un curioso fenómeno acontecido el año 2002 que sorprendió a los franceses:
Hacía veinte años que Francia no había visto lo siguiente: trescientos mil matrimonios celebrados el año pasado... Si nuestros ancestros se decían “sí” para alejarse del grupo familiar, satisfacer los deseos de la familia o de la sociedad, tener autorización para realizar la sexualidad, ¿qué empuja a los jóvenes de hoy a este consentimiento? ¡el amor! “Es el regalo más hermoso que me ha hecho Juan!”, confiesa Sandrina, de 28 años. El día que me dijo me quiero casar contigo, valió por todas las declaraciones de amor imaginables.
De Singly destaca el hecho de que en una época donde abundan la infidelidad, la separación y el divorcio, existen parejas que subrayan su voluntad de querer comprometer su amor, “en las buenas y en las malas”, a ojos de todos. Y la ceremonia del matrimonio es un óptimo medio. El anhelo de fundar una familia (expresado en la idea de “encargar un hijo”) también moviliza a la pareja hacia la decisión de casarse. Otra razón es la que ilustra el testimonio de Martín (28 años): “Nos casamos para ser una pareja diferente. De esas que duran toda la vida”.
En este mismo volumen de la revista Psychologies , el psicoanalista Jaques-Antoine Malarewicz menciona: “Los jóvenes están más conscientes que nunca de la fragilidad de la pareja actual, y de que una forma de fortalecerla es por medio del matrimonio”. En opinión del especialista, el aumento continuo del divorcio no constituye un freno para el sueño del “amor para siempre” en las parejas actuales. “Por el contrario —afirma— es porque ven amenazada su relación por este fenómeno por lo que quieren asignarle el compromiso del matrimonio”.
No se debe confundir esta actitud con una vuelta a los comienzos del siglo XX. En esos años el matrimonio era una obligación, una necesidad. Hoy es una elección entre varias opciones. Para el sociólogo De Singly, es por esta libertad de elección que el matrimonio va teniendo cabida en forma creciente en la juventud. “Hoy se dice ‘sí’ para toda la vida, pero sabiendo que el matrimonio no es más una cadena perpetua y que, en el peor de los casos, se puede disolver.”
Para el psiquiatra, psicoanalista y terapeuta de pareja Robert Neuburger, hoy el matrimonio ha adquirido un verdadero compromiso simbólico. La pareja quiere estar junta, pero libre. Buscar seguridad y libertad, dos exigencias tal vez paradójicas, pero que hoy los jóvenes, al casarse, persiguen con autenticidad.
Este es el desafío para las nuevas generaciones: construir relaciones personales de calidad. Especialmente, construir una relación de pareja auténtica, comprometida, que integre todos los elementos importantes de la vida personal, las pasiones, los instintos, el deseo sexual, en una unión simétrica, en libertad y profunda. Asimismo, en el compromiso de una preocupación por el cuidado afectivo y la crianza de los hijos dentro de un clima de armonía, y donde ambos padres se dediquen a su desarrollo emocional y cognitivo.
Por todo lo anterior, forma parte de nuestra responsabilidad el ayudar a los jóvenes en este camino de búsqueda.
Aunque para algunos puede resultar un poco árido, me parece importante revisar el pasado biológico que nos condiciona a un tipo de comportamiento, como también la influencia de la cultura que promueve determinadas conductas. Una vez precisadas estas variables, estaremos en condiciones de entender la curiosa e interesante aspiración del hombre a casarse para toda la vida.
Que el matrimonio fuera un compromiso para siempre era un asunto sobre el cual se estaba en general de acuerdo hasta mediados del siglo XX. Sin embargo, por distintos motivos que pasaremos a examinar, la pregunta de ¿por qué para toda la vida? está en boca de casi todo el mundo a partir de la década del 60. En nuestra sociedad, si bien alrededor de un 85% de personas se muestra de acuerdo con que el matrimonio sea para toda la vida (32 y 84), dicha postura proviene de un sostener la tradición, y no de un argumento personal. Por otra parte, el 15% que se cuestiona esta alternativa tampoco fundamenta su posición.
Las respuestas a aquella pregunta se han construido desde los valores de la sociedad —de fuerte raigambre religiosa, y para el caso de la sociedad chilena de la religión católica— a través de la institución de la Iglesia.
Sin embargo, desde la modernidad, toda cuestión que dice relación con aspectos de la existencia humana, exige —sin excluir una inspiración religiosa— una respuesta científica, ya sea de orden psicológico, etológico, sociológico o histórico. O sea, necesitamos construir un modelo que responda a esta interrogante desde una concepción antropológica basada en los datos y observaciones que las ciencias humanas nos proveen.
Como toda hipótesis científica, aquella respuesta será transitoria, y se modificará en virtud de nuevos antecedentes y de nuevos progresos en la ciencia. Quiero decir que lo sostenido en este libro es pertinente al momento actual; no sabemos si será adecuado para formas de organización sociales y culturales futuras. En todo caso, a pesar de su carácter hipotético, dicha respuesta es necesaria: enriquece los aportes valóricos que cultiva la sociedad y limita el carácter a veces peligrosamente ocurrencial de estos, lo cual podría estar reñido con la naturaleza humana. Ayuda a una exégesis realista de la palabra de Dios para los grupos religiosos que administran en forma significativa los valores morales de un pueblo, y, al proponer modelos antropológicos coherentes, exige a la comunidad construir una sociedad más humana (20, 21 y 23).
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