Humberto Velásquez Ardila - Secuestro historias que el país no conoció

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Los escritos publicados sobre el secuestro extorsivo casi siempre tienen un enfoque académico, centrado en el papel que sus perpetradores han jugado en el conflicto armado colombiano; así mismo, varios de los sobrevivientes escribieron sus experiencias, las cuales quedaron como testimonios vivos de la crueldad y la humillación a las que se somete a un plagiado. Sin embargo, hacía falta el relato presentado por quienes luchan contra el delito desde el campo de la legalidad y la institucionalidad. Las crónicas que describe el libro SECUESTRO Historias que el país no conoció, cobran especial relevancia ante el nuevo comportamiento en los fenómenos delictivos que afectan al país, donde esta atroz práctica siempre es considerada como una forma de obtener recursos, para financiar otras conductas criminales y como mecanismo de presión hacia el Estado.
Es nuestra obligación evitar que historias como estas se repitan. Si bien, los operativos acompañados de grupos especializados como los GAULA son parte importante del trabajo, no necesariamente conllevan el mayor riesgo; la mayoría olvida que, la gestión que lo precede, implica una minuciosa labor de inteligencia, investigación, táctica y estrategia que buscan determinar el lugar de cautiverio y el momento preciso para actuar, dentro de un engranaje milimétrico, en el cual ninguna de sus piezas puede fallar, para alcanzar el éxito. Humberto Velásquez Ardila, testigo directo de las historias reales que conforman este libro, combatió el terrible flagelo del secuestro, que hoy sigue llamando la atención no solo del país sino del mundo entero, por la extrema degradación y las atrocidades a las que son sometidas las víctimas; su práctica jamás podrá justificarse, en ninguna forma

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Ingresé a los grupos Unase el 9 de diciembre de 1994, como investigador y detective de la base, cumpliendo diferentes labores antisecuestro, hasta octubre de 2010, cuando salí de allí a ocupar otro cargo. Fueron casi dieciséis años y son mis vivencias de aquel tiempo las que reflejo en los siguientes capítulos.

CAPÍTULO 2

Secuestro de un político

PARA EL AÑO DE 1995, la presencia de las Farc en el departamento de Cundinamarca no tenía aún la dimensión que cobró en los años posteriores. El gobierno de Ernesto Samper no había cumplido un año cuando ya se veía que el periodo presidencial sería complejo. Para el caso que nos ocupa, la región del Tequendama se encontraba gravemente afectada por la presencia del Frente 42 de las Farc, denominado Manuel Cepeda Vargas, bajo el mando de alias “Giovanny”, “el Campesino” y ¨el Negro Antonio”, quienes delinquían y azotaban las poblaciones de municipios como La Mesa, Anapoima, Viotá, San Antonio, Tena, Tibacuy y Mesitas, entre otras. El municipio de Viotá se caracterizaba por tener una línea política del PCC (Partido Comunista Colombiano) muy fuerte. A pesar de existir diferencias entre los habitantes de la región con los cabecillas de las Farc que delinquían en esta zona, era un terreno abonado para que los bandidos mantuvieran allí a los secuestrados y exigieran el pago de extorsiones a los habitantes de la región e incluso de la capital de la República.

Comencemos con la historia de don Julio César, prestante político de la región, secuestrado por el Frente 42 de las Farc, el 7 de julio de 1995, en una finca de su propiedad ubicada en zona rural de Anapoima, cuando junto con su mayordomo recorría sus tierras. Fue abordado por hombres armados que lo obligaron a acompañarlos, y huyeron hacia la zona montañosa aledaña al municipio de Viotá. Aun cuando inicialmente se dijo que había sido plagiado para enviar un mensaje al gobierno nacional, días después comenzaron las llamadas extorsivas a su familia, entre ellas a su hijo, en las que exigían por su libertad la suma de diez millones de dólares.

El secuestro fue ampliamente repudiado por la clase política del país, ya que el señor tenía una amplia trayectoria como miembro del partido liberal, había sido ministro y senador y era líder político de la región del Tequendama. La comunidad organizó marchas pidiendo por su salud y por su libertad.

La competencia investigativa y judicial recaía en el grupo Unase Cundinamarca, integrado por el Ejército Nacional, la Fiscalía General de la Nación y el DAS. Yo apenas llevaba seis meses de experiencia en la actividad cuando mi jefe inmediato me asignó este delicado caso, «adelantar las labores de inteligencia para determinar la ubicación del secuestrado». Era una ‘misión de trabajo’ como se denominaban en nuestra institución. El contacto con la familia lo adelantaba el comandante del grupo y el coordinador de Policía Judicial del DAS. El fiscal y los investigadores nos dedicábamos a obtener la información y a realizar labor de inteligencia sobre el plagio. Siempre en un secuestro se manejan dos frentes de trabajo: un proceso de negociación que permite ganar tiempo y recolectar evidencias que serán utilizadas en procesos de judicialización posteriores, con las que también se busca adelantar procedimientos operacionales de rastreo de comunicaciones y ubicación de lugares desde donde provengan las llamadas extorsivas; el otro frente de trabajo lo conforman las actividades de inteligencia e investigación que permitan dar con la ubicación del secuestrado, su rescate y la captura de los responsables. Las comunicaciones extorsivas se hacían con radios de alta frecuencia HF que tenían que comprarse en los San Andresito de Bogotá y eran utilizados por radioaficionados. A través de un campesino de la región hicieron llegar una hoja escrita a mano con las claves a utilizar y las frecuencias y días en que se haría el programa de negociación. Cada una de las partes adoptaba un nombre ficticio; para este caso inicialmente se utilizaron ‘Pantera’ para el negociador de la familia y ‘Leopardo’ para los secuestradores. Aún no había equipos celulares.

En ese momento, recién llegado al grupo, junto con otro compañero del DAS, nos dedicamos a hacer la inteligencia. El objetivo era determinar el lugar donde tenían al secuestrado, quiénes lo tenían y demás datos que pudieran encaminar de manera efectiva el rescate. En poco tiempo ya sabíamos que estaba en manos del grupo terrorista Frente 42 de las Farc y que debía permanecer cautivo en el sector denominado Peñas Blancas, en la zona rural de Viotá. Era un secuestro complejo y el enemigo era fuerte.

Acudimos a la Dirección General de Inteligencia del DAS, que funcionaba en el emblemático edifico de Paloquemao en Bogotá, sede a la que en las comunicaciones cifradas que utilizábamos como detectives siempre nos referíamos como «La fábrica» o como «23 América». Allí mantenían reclutadas muchas fuentes humanas y había colaboradores en diversos lugares. Así que ante la necesidad de esclarecer este caso se hizo contacto con el grupo de Fuentes Humanas de esa Dirección, a quienes se recomendó buscar informantes que tuvieran acceso a ese blanco y a esa región. En menos de dos días nos llamaron para presentarnos a dos personas del sector y al agente de control. En las reuniones iniciales no mostraban el rostro, siempre se tapaban con pasamontañas. Tenían acceso a la región, conocían muy bien el terreno y les proveían alimentos a los guerrilleros, pero nunca habían visto al secuestrado. Llevaban productos como queso, pan y leche. Sin embargo, no estaban seguros de poder llegar a la ubicación del plagiado.

Las fuentes humanas, que comúnmente se conocían como informantes, eran colaboradores que brindaban información a la institución, relacionada con hechos que afectaban la seguridad ciudadana o la seguridad nacional. Eran manejados siempre por un oficial de inteligencia, o máximo dos. Se reunían en lugares externos, no acudían a oficinas de la entidad y generalmente solo entregaban datos a los agentes de control, ya que les tenían confianza y sabían que con ellos no corrían riesgo de fugas de información. Sobre estos colaboradores civiles que no tenían ninguna relación laboral con el Estado, se adelantaban procesos de selección y se les verificaba su confiabilidad. También tenían una ficha biográfica abierta y contaban con un código alfanumérico que los identificaba. Sus aportes siempre les generaban el pago de dineros que estaban contemplados en el presupuesto de la entidad. Así mismo, cuando se les asignaba una misión, se les daban recursos que les permitieran cubrir los gastos normales de manutención, transporte e incluso actividades de recreación como jugar billar, tomar alguna cerveza o trago, ya que en estos ambientes era donde se obtenía la mayor parte de la información.

Es así como con los bajos recursos que en ese momento contaban los Unase, y luego de que presentáramos a las dos fuentes humanas ante el comandante del grupo, se les dio algún dinero para que se fueran a la región, con unas instrucciones muy precisas. En lo posible debían volver con la ubicación del secuestrado. Tenían que saber cuál era la capacidad de los secuestradores, dónde lo tenían cautivo, cuál era la mejor ruta de acceso, quiénes eran los cabecillas, quién negociaba, averiguar cómo estaba su salud y todos aquellos pormenores que pudieran llegar a afectar una operación de rescate.

De manera paralela se venían trabajando otros casos, y por esto se coordinó otro operativo en un lugar de la región del Sumapaz. Se trataba del caso de un ciudadano transportador que era mantenido en la zona rural del cañón del Sumapaz, entre Pandi e Icononzo. Este operativo se realizó e infortunadamente, por las condiciones del terreno, los secuestradores del Frente 25 de las Farc lograron llevarse al secuestrado. No obstante, un guerrillero cayó muerto en el enfrentamiento, pero no se consiguió el objetivo del rescate. Estando allí, en pleno cañón del Río Sumapaz, me encontraba junto al mayor Flórez, cuando le avisaron que era importante hablar con los informantes del caso de don Julio, porque ya tenían la forma de llegar al sitio donde él se encontraba cautivo y que su situación de salud no era la mejor.

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