Bram Stoker - Drácula y otros relatos de terror

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Drácula y otros relatos de terror: краткое содержание, описание и аннотация

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El conde Drácula es uno de los personajes literarios más famosos de todos los tiempos y fruto de la imaginación del autor irlandés Bram Stoker (1847-1912). Un inmortal vampiro deja los oscuros rincones de su castillo en Transilvania para emprender una macabra aventura en Inglaterra, dejando a su paso muerte, miedo y cambiando para siempre la vida de todos aquellos que se cruzan en su camino.Hace su primera aparición en las páginas de la novela homónima, «Drácula» (1897) y pronto despierta en el público universal un apetito voraz por las leyendas vampíricas, inspirando a su vez a numerosos imitadores y dejando tras de sí un legado cultural que llegaría hasta nuestros días. Bram Stoker escribió otras novelas y relatos, antes y después de «Drácula», y aunque no consiguieron alcanzar el mismo nivel de fama, en ellos demostró un dominio de diversos temas y géneros.En el presente volumen, acompañando a su obra cumbre, «Drácula», se encuentran reunidos nueve de sus mejores relatos de terror, repletos de su característica atmósfera gótica y de escenarios perfectos para explorar los límites del horror humano. Contiene ilustraciones inéditas de Alejandro Díaz.

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(Pegado al Diario de Mina Murray)

De nuestro corresponsal en Whitby.— Acabamos de padecer la peor tempestad de estos últimos años, la cual ha comportado consecuencias extrañas y singulares. Hacía bochorno, circunstancia de momento, nada anormal pues estamos en el mes de agosto. El sábado hizo un tiempo magnífico y ayer, gran cantidad de excursionistas domingueros vinieron a visitar los bosques de Mulgrave, la Bahía de Robin Hood, el molino de Rig, los pueblecitos pesqueros de Rinswich, Staither y los alrededores de Whitby. Los vapores Emma y Scarborough recorrían de punta a punta toda la costa, transportando a cientos de visitantes de arriba a abajo. Hasta el atardecer, hizo un día fabuloso, y a media tarde el guardacostas y un viejo pescador del pueblo ya anunciaban la llegada de ciertos nubarrones que venían del noroeste y adivinaron una inminente tempestad. Al anochecer, el viento se calmó y a medianoche sufrimos un calor bochornoso, el viento dejó de soplar, y esta asfixia generalizada que antecede a la tormenta y que tanto afecta a las personas más delicadas. En el mar se veían pocas luces, pues incluso los pesqueros que normalmente navegan pegados a la costa, mantenían su rumbo mar adentro; se destacaban solo algunos pesqueros. La única embarcación visible era una goleta extranjera con todas las velas desplegadas, que al parecer, navegaba hacia el oeste. La temeridad o la ignorancia de sus oficiales fue tema de debate para muchos de los espectadores y desde la costa se les intentó avisar que corrían un grave peligro. Antes de que oscureciese del todo, lo vimos con las velas dando gualdrapazos mientras se balanceaba en el ondulante oleaje.

Poco antes de las diez, la quietud del aire se hizo angustiosa; el silencio creció tanto que el balido de una oveja o el ladrido de un perro podían oírse perfectamente. La banda de música del rompiente, ahora desafinada en medio de aquel increíble y armónico silencio de la naturaleza. Pasada la medianoche, se escuchó un ruido extraño que llegaba del mar y por encima de las negras nubes, retumbaba, aún débilmente, algún trueno.

De pronto, sin avisar, estalló la tormenta. Con una velocidad inusitada la naturaleza entera pareció entrar en convulsión. Las olas se levantaron con una furia sin igual, y en pocos minutos tomaron la forma de un rugiente y devorador monstruo. Olas de blancas crestas azotaban las playas arenosas con frenesí y subían impacientes por los arrecifes; otras chocaban con los muelles, azotando los faroles de ambos lados del puerto de Whitby. El viento y el trueno rugían con la misma fuerza e intensidad, soplando con tal furia que resultaba casi imposible mantenerse en pie aun si te agarrabas con fuerza a los postes metálicos. Se tuvo que evacuar el puerto de inmediato, para evitar que aumentaran las catástrofes de aquella noche. Para empeorar la situación, extensos bancos de niebla procedentes del mar cubrían rápidamente el rompeolas. Eran blancas y húmedas nubes que avanzaban como fantasmas, tan frías que no costaba imaginar que esos espíritus de los difuntos y de los desaparecidos en el mar se hallaban allí presentes, tocando con sus dedos mojados, a sus hermanos vivos. Más de uno quedó entristecido al pasar y verse envuelto por la espesa niebla. Sobre el mar, presenciamos un espectáculo de luces impresionante protagonizado por relámpagos que eran seguidos por los truenos, con los que el cielo retumbaba bajo la fuerza del temporal.

Hubo escenas de grandeza sublime y de un fascinante interés. El imponente mar lanzaba con cada una de sus olas grandes masas de espuma hacia el cielo, que la tempestad parecía arrebatar y elevar al espacio. De vez en cuando se podía ver un bote de pesca, buscando albergue y muy rara vez veíamos unas blancas alas de algún pájaro marino que era castigado con furia por la tempestad. En la cima del acantilado más oriental, un nuevo reflector barría con su luz la superficie del mar. Gracias a él dos botes de pesca lograron evitar el peligro de estrellarse contra los rompientes, poniéndose a salvo en el puerto. Cada vez que esto ocurría la multitud recibía con júbilo a las embarcaciones. El reflector no tardó en descubrir otra vez una goleta con todas las velas desplegadas, al parecer la misma que había sido avistada aquella misma tarde. El viento soplaba ahora en dirección al este y los curiosos que observaban desde el acantilado se estremecieron al comprobar el terrible peligro que corría aquel navío. Entre este y el puerto se extendía el gran arrecife donde tantos buenos barcos habían zozobrado y mientras el viento soplaba en la misma dirección era imposible poder llegar de alguna forma al puerto. Faltaba ya poco para la pleamar, pero las olas eran tan enormes que podían verse los fondos arenosos. La goleta, con las velas al viento, avanzaba tan velozmente que era lógico que encallase en cualquier momento. Entonces apareció otra avalancha de bruma marina más grande que las anteriores; una masa de niebla gris y húmeda parecía envolverlo todo, impidiendo ver algo; tan solo podía oírse el rugir de la tempestad, el continuo retumbar de los truenos y el estruendo de las poderosas olas traspasando aquella muralla húmeda con más potencia que nunca. La luz del reflector estaba fija, enfilando la boca del puerto, donde se aguardaba la colisión, que todos esperaban conteniendo la respiración. De repente, el viento cambió hacia el nordeste, disipando la niebla marina; entonces, entre los dos malecones, saltando de ola en ola a una velocidad de vértigo, la misteriosa goleta pudo pasar y refugiarse en el puerto. El reflector siguió hasta el final su proeza hasta que, un sentimiento de terror invadió a los curiosos, al divisar un cadáver ligado al timón, con la cabeza colgando, y balanceándose terriblemente de un lado a otro con cada sacudida del barco. No se veía a nadie más en la goleta. La gente quedó aterrorizada al darse cuenta que el barco había conseguido ponerse a salvo ¡sin otro timonel que la mano de un muerto! ¡Parecía algo diabólico! Sin embargo, todo ocurrió en breves segundos. La goleta no paró; cruzó impetuosamente el puerto y chocó con violencia contra el banco de arena, produciéndose un ruido tremendo de astillas, cuerdas, berlingas, y el maderaje se vino abajo con estrépito, y de repente, de forma extraña, un gigantesco perro apareció en cubierta, saltó desde la proa a la arena y echó a correr.

El animal enfiló el escarpado acantilado, y después desapareció en la oscuridad.

El primero en subir a bordo fue el guardacostas, mientras la luz del reflector se quedaba fija en el barco encallado. El hombre fue hacia popa y cuando llegó a la rueda del timón se inclinó para examinarla, pero retrocedió con rapidez, como paralizado por una repentina emoción. Esta reacción despertó la curiosidad de los espectadores, algunos de los cuales echaron a correr hacia allí, sin embargo no se les permite subir a bordo, por órdenes severas tanto del policía como del guardacostas, que se hallaban allí controlando la situación; pero en mi calidad de corresponsal, se me permitió entrar y ser de los pocos, no sé si privilegiados, en ver al muerto. No era de extrañar que el guardacostas quedara sorprendido, pues no se contempla algo así todos los días: el cadáver se hallaba atado por los brazos, uno encima del otro, a uno de los radios de la rueda del timón. En la mano llevaba un crucifijo colgando de un rosario, todo ello atado con cuerdas. El pobre desgraciado debía estar sentado en algún momento, pero los gualdrapazos y las sacudidas lo arrastraron de un lado a otro, hasta el extremo de que las cuerdas le fueron desgarrando la carne hasta el hueso. Un médico, J. M. Caffyn, declaró que el hombre guardaba en los bolsillos una botella, muy bien tapada con un corcho para proteger un pequeño rollo de papel, que resultó ser unos apuntes del diario de navegación. El guardacostas declaró que el hombre debió atarse con sus propias manos, haciendo los nudos con los dientes.

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