Javier Alandes - Las tres vidas del pintor de la luz

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Año 1879. Un joven Joaquín Sorolla trata de buscar su estilo en la Real Academia de San Carlos de Valencia.La llegada de un nuevo profesor a la escuela y la rivalidad con Marcos Galarreta, otro de los alumnos, serán la semilla del genio con el que Sorolla asombrará al mundo entero pocos años después. Año 2017. Augusto García acaba de fallecer y el bien más preciado que deja a sus herederos es un carboncillo de Sorolla adquirido cuarenta y dos años atrás. Un estudio del cuadro arroja una sorpresa inesperada para sus familiares, que se plantearán todo lo que creían saber sobre su padre y abuelo. ¿Por qué Augusto tenía una obra de Sorolla? ¿Qué relación le unía al universal pintor? ¿Cuál es la historia de ese cuadro?Javier, el nieto mayor de Augusto, iniciará una búsqueda para dar respuesta a todas esas preguntas, tratando de enlazar la vida del joven Sorolla con la de su abuelo recién fallecido. Una búsqueda que desenterrará una vieja historia de la familia y cambiará su existencia para siempre, descubriendo los secretos que ocultaba la vida de su abuelo y la del propio Joaquín Sorolla, el pintor de la luz.

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Las luces se apagaron y se encendió un proyector de diapositivas. Loma pasó a enumerar los detalles del dibujo, comparándolo con otros carboncillos de Sorolla con certificado de autenticidad. Las diapositivas se dividían en dos partes: en la izquierda, aparecían detalles de otras obras de Sorolla, y en la derecha, se comparaban esos detalles con los del carboncillo que se subastaría la semana que viene. La presentación fue impecable y para Loma el veredicto era claro. Era un Sorolla auténtico, y se atrevía a fecharlo entre 1878 y 1881, la época académica de Sorolla, mientras se formaba en San Carlos.

La ronda de preguntas denotó dos cosas: una, que Loma no tenía miedo a lo que pudieran preguntar, y dos, que sabía por dónde iban a ir los tiros. Le preguntaron por el nombre de la obra, a lo que Loma contestó que «si el propio Sorolla no le puso nombre, ¿quiénes somos nosotros para hacerlo?».

Una mano se levantó al fondo de la sala, y su propietario se puso en pie. Nicolás Vallejo era el editor de Galería, una conocida revista en el mundo del arte. Era sabido su espíritu crítico con la moda de los nuevos ricos de hacerse coleccionistas de grandes firmas. Desde hacía unos años había una burbuja artística donde se habían vendido obras de dudosa procedencia y, sobre todo, de dudosa autenticidad, a precio de oro. Muchas de esas obras, al igual que el carboncillo de Sorolla, al no tener certificado de autenticidad, se apoyaban en el informe positivo de un experto.

Vallejo le tenía ganas a Loma. Tenía la teoría de que si la obra tenía fundamentos para ser auténtica y había suficientes ceros por medio, Loma la daba como buena.

—Señor Loma… Nicolás Vallejo, de la revista Galería —dijo Vallejo de manera innecesaria, ya que Loma y él eran viejos conocidos. Pero el golpe surtió efecto en el resto de asistentes a la charla—. ¿Puede hablarnos de la firma?

—El viejo amigo Vallejo —respondió Loma con una sonrisa y cierta ironía—. ¿Qué desea saber de la firma?

—Bueno, nos ha hecho una maravillosa presentación comparando la técnica y elementos de este carboncillo con otras obras de Sorolla, pero no nos ha hablado de la firma ni la ha comparado con otras.

—Gracias por la pregunta, Vallejo —dijo Loma con cara de haberse preparado el tema—. Ya sabe usted que la firma de Joaquín Sorolla es un asunto controvertido. En el estudio grafológico que presenté hace unos años ya demostré que en los cuadros de Sorolla se pueden encontrar hasta cinco firmas distintas. La inicial y el apellido, la inicial y los dos apellidos, con fecha o sin ella, con un punto después de la J o sin él. E incluso demostré que existían hasta distintas caligrafías en sus cuadros. Es bien sabido que, en algunas ocasiones, antes de una exposición, Sorolla, que era poco amante de la firma, ponía a sus hijos a firmar sus cuadros. Como ve, Nicolás, la firma en Sorolla es un asunto delicado.

—Pero… —insistía Vallejo— ¿cree que la firma de este carboncillo se puede atribuir a Sorolla?

—Sin duda. Pensemos que este carboncillo es de la época académica. Un artista joven, buscando su estilo, su forma de expresarse. Debió producir muchos de estos dibujos. Muchos de ellos, en poder del Museo Sorolla, están incluso sin firmar.

—¿No cree usted que esos trazos rectos de la firma y la sobriedad de la S mayúscula, que parece casi una cursiva con esa inclinación, no parecen corresponder con la habitual grafía del maestro?

—Amigo Vallejo… —Loma rió entre dientes—, creo que quiere ver fantasmas donde no los hay. ¿Ha probado a hacer una firma de trazos rectos con un pincel? No podemos pretender que las firmas con instrumentos y materiales distintos sean iguales. La de usted siempre es igual porque, aunque hable de arte, solo utiliza plumilla. Y, a veces, sería preferible que no la utilizara. —Loma sonrió satisfecho, levantando la carcajada del público y haciendo quedar a Vallejo como un necio.

Vallejo ni se sentó. Cogió el abrigo del respaldo de su silla y se fue de la sala. Como estaba en las últimas filas, al menos pudo ahorrarse la mofa del público una vez cerró la puerta.

—Damas y caballeros —tomó la palabra doña María—, como han podido comprobar, el informe del señor Loma de Atienza es impecable, confirmando la autoría de Sorolla. La obra se subastará en esta misma sala dentro de una semana, sin precio de salida. No se permitirán pujas telefónicas, solo presenciales. Y el comprador del cuadro obtendrá, por el mismo precio, el informe original que el señor Loma de Atienza ha realizado. Les veo la próxima semana —se despidió la dueña de la galería.

Cuando abandonaron la sala, Augusto acompañó a Bas hasta su coche. La verdad es que estaba satisfecho por haber acudido a la charla, y se sentía un poco confuso.

—¿Por qué crees que ha querido dejarle en ridículo?

—Bueno, estos dos ya han tenido unos cuantos enganchones. Vallejo ha dudado algunas veces del trabajo de Loma y este no se lo perdona.

—Pero la mejor manera de golpear a Vallejo sería con hechos y demostraciones, no burlándose de él. Callarle la boca con argumentos. Pero si se le calla con desacreditaciones, Vallejo seguirá. Y algún día le pillará.

—Es posible —repuso Bas—, pero es que el mundo del arte está lleno de egos. El mayor sueño de un gran ego es el axioma de la verdad: «esto es verdad porque lo digo yo». Y Loma se cree en posesión de ello.

—Pero con esa actitud, Vallejo no va a parar hasta sacar algún trapo sucio. Quizá nunca lo encuentre. Pero si algún día si lo encuentra, la carrera de Loma habrá terminado. Y lo que es peor… todo lo que haya hecho hasta ese momento no tendrá ningún valor. Me parece poco inteligente por su parte.

Augusto era quien era por todo lo que su padre le había enseñado. No era partidario de las posiciones encontradas, de los agravios y los desplantes. Francisco le había enseñado que hacerse el tonto era una buena estrategia. Parecer inofensivo, extremadamente educado y dar la impresión de no saber muy bien qué hacer. Aparentar que siempre estás pidiendo consejo, que quien está delante de ti sabe más que tú y te está haciendo un favor. Cuando no pareces representar un peligro, el otro baja la guardia. Y al bajar la guardia, te da información que, de otro modo, no habrías conseguido. Es ahí cuando asestar el golpe, cuando ganar esa guerra. Recordaba las frases que su padre le decía para aprender a templar los nervios y morderse la lengua en algunas ocasiones: «Sacrifica alguna batalla, el objetivo es ganar la guerra. No menosprecies a nadie, cada uno está peleando por cosas que no conocemos. A la gente con poder les gusta hablar de sí mismos, tienes que saber aprovechar eso». No, Loma no había estado inteligente. Pero ese era su problema.

Pensaba en el Sorolla. Después del informe de Loma ya era imposible acceder a él. Vendrían coleccionistas y marchantes de toda España, e iba a alcanzar un precio muy alto. Una lástima, era el Sorolla adecuado. Era el Sorolla que cerraba el círculo. Loma lo había fechado entre 1878 y 1881, la época en la que su abuelo era aprendiz de bedel de San Carlos, la época en la que conoció a Sorolla. Quizá hasta su abuelo había visto ese carboncillo. Quién sabe, a lo mejor estuvo presente cuando lo dibujó. Un dibujo en el que habían fijado sus ojos a la vez Sorolla y su abuelo. Un dibujo que quizá habían compartido.

El círculo se cerraba allí, en esa hoja de papel. En esos pocos centímetros.

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