—Y tú fuiste y les compraste los cuadros —concluyó Augusto la historia.
—No es tan fácil… —carcajeó Bas—. Toda Valencia sabía que esos cuadros estaban allí, así que muchas personas acudieron a las hijas a hacer sus ofertas. En este mundillo hay mucho perro viejo, y los peores eran los amigos del fallecido, que fueron a quienes acudieron las hijas a pedir consejo en primer lugar. De ese modo, todas las ofertas que les llegaron a las hijas estaban muy por debajo del precio de los dos cuadros. La historia circuló por los corrillos y solicité cita a las hijas para presentarles una propuesta. Les ofrecí un precio muy cercano a lo que valían los cuadros, unos dos millones de pesetas cada uno. Pero no solo por los cuadros, sino por todo lo que había en el local que, además, me comprometía a vaciar y retirar todas las antigüedades en menos de una semana.
—Les solucionaste su problema. Fue la propuesta más creativa que recibieron, ¿verdad?
—Así es… Al día siguiente cerramos el trato, les pagué y me llevé los cuadros. Contraté una empresa de mudanzas, vaciaron el local y guardé todas las antigüedades en un pequeño bajo que tengo. Con los cuadros en mi poder, me dediqué a tratar de vender todo el lote de antigüedades, casi por lo que me dieran. Un anticuario de Madrid se llevó todo por un millón y medio. Los cuadros me costaron lo mismo que estaban ofreciendo los viejos zorros, las hijas tenían al mes siguiente el local alquilado, y todos contentos. Eso es el mundo del arte.
11
Valencia, junio de 1974
Pasados unos meses, Augusto supo que solo había dos maneras de hacerse con una pintura valiosa. O tenías mucho dinero, o tenías un golpe de suerte. Y, a menudo, necesitabas ambas.
En su recorrido por anticuarios y galerías había oído todo tipo de historias sobre casualidades, tesoros ocultos en desvanes y viejos baúles familiares que contenían alguna sorpresa. Historias apasionantes, pero que a él no le iban a ocurrir. Solo quedaba esperar al golpe de suerte.
Y ya se sabe que la suerte es caprichosa. Tardó varios tonos en descolgar el teléfono de su despacho y, cuando lo hizo, su voz sonó como si le hubieran interrumpido. Era José María Bas.
—¿Por qué quieres algo de Sorolla?
—Vaya, buenos días… ¿Acaso importa?
—Bueno, siempre me gusta conocer las historias y las motivaciones de las personas a las que puedo ayudar.
—Cosas de familia —respondió Augusto con desgana.
—¿Cosas de familia?, ¿con un Sorolla?... Vaya familia, sí que apuntáis alto.
—Mi padre lo admiraba… quería que en la familia hubiera una obra suya. «El pintor de la luz de Valencia», decía él. Yo le prometí que lo intentaría.
—Admirar, admirar… —sonó contrariado Bas—. Todos admiramos a algún artista y no por ello nos volvemos locos. Hay algo más, ¿verdad?
Augusto quedó unos segundos en silencio. Había aprendido a no airear sus motivaciones, a no demostrar que deseaba algo porque, en ese momento, quien lo tuviera sabría que era más valioso. Pero Bas le había llamado por algo y Augusto quería saber qué era. Tendría que darle algo que le contentara.
—Mi padre decía que en los cuadros de Sorolla corre sangre de nuestra familia, que habíamos influido en él, apenas una pizca, para que llegara donde llegó. Mi padre pudo conocerlo y ver cómo trabajaba.
El que quedó en silencio en ese momento fue Bas. Parecía estar valorando lo que Augusto le había dicho.
—¿Sigues entonces con lo del Sorollita? —dijo, dando por válido lo que había oído.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó Augusto.
—Podría ser, ya sabes cómo son estas cosas… pero podría ser —Bas respondió enigmático.
—Cuéntame.
—La semana que viene, en Doña María, sale a subasta un dibujo atribuido a Sorolla. Un carboncillo.
Doña María era el nombre coloquial que se le daba a la Galería Mendiguren, una respetable casa de arte que, ocasionalmente, hacía subastas. Creada en los años cuarenta por Gregorio Mendiguren, un industrial vasco que vino a asentarse a Valencia con una flota de camiones que daban servicio a la industria siderúrgica, inicialmente sirvió para apoyar a artistas noveles, siendo su hija María quien estuvo al frente desde el principio. Pasados los años, y ya conocida como Doña María, la galería había perdido parte de su esencia de apoyo a artistas desconocidos y, centrándose en firmas de renombre, el negocio iba viento en popa.
Que José María hubiera empleado la palabra «atribuido» ya sabía Augusto lo que significaba. La obra carecía de certificado de autenticidad y, normalmente, se apoyaba en el informe «imparcial» de algún experto, que afirmaba que la obra era auténtica con una gran probabilidad. Mal asunto con un Sorolla.
—¿Qué precio de salida han puesto? —quiso saber Augusto.
—Ahí está la cosa. No tiene precio de salida.
—Mala señal.
—¿Mala señal?, ¿por qué? —le respondió Bas.
Que una obra no tuviera precio de salida en una subasta hacía que el propietario no conociera de antemano el precio mínimo que iba a obtener. Cualquiera en su sano juicio, y más teniendo un Sorolla, fijaría un precio mínimo y, desde ahí, que fuera subiendo. Que no hubiera precio de salida presagiaba que el cuadro no era auténtico y se conformaban con cualquier cosa.
—¿Quién no pondría precio a un Sorolla?
—Normalmente es así, Augusto, pero apunta a que es un caso especial. El carboncillo es propiedad personal de doña María, y viene acompañado de un informe favorable de Loma de Atienza. Y ya sabes lo que pesa un informe firmado por él. Que no haya precio de salida hace que muchos curiosos y compradores menores se atrevan a participar y que a los compradores profesionales se les pueda descontrolar el tema y quieran zanjarlo.
—¿Hay algún precedente?
—Ahí está el tema. Hace dos meses, en Madrid, un dibujo atribuido a Goya multiplicó por diez el que iba a ser su precio de salida. Hacía ocho años que una subasta no recibía tantas pujas, y la accesibilidad a esta hizo que compradores aficionados se calentaran y el precio subiera por las nubes.
—Peor me lo pones —le dijo Augusto—. No se sabe si es auténtico y va a pujar mucha gente. El panorama es ese.
—No desesperes —le tranquilizó Bas—. Disfruta con el viaje y olvídate del destino. Doña María se ha traído a Loma de Atienza para que dé una charla defendiendo su informe. El dibujo estará expuesto y escucharemos a Loma. ¿Tienes un plan mejor para mañana?
La galería se quedó pequeña para escuchar al experto. Loma de Atienza era catedrático de Historia del Arte, especializado en pintura española del siglo XIX y primer cuarto del XX. Era, además, una autoridad en Sorolla, habiendo publicado numerosos artículos y análisis de sus obras. Al no existir certificado de autenticidad, un informe positivo de Loma era casi lo mismo.
Cuando llegó la hora del comienzo de la charla, en la galería no cabía un alma. En la mesa de ponencias se sentaron doña María y Loma, y a su derecha estaba la obra en un caballete, convenientemente tapada para que nadie pudiera verla. El caballete estaba rodeado por una cinta, para que nadie pudiera acercarse a él, y dos trabajadores de la galería lo custodiaban.
Doña María dio comienzo al acto agradeciendo la asistencia, e hizo una breve presentación de Loma. Dijo que iba descubrir la obra y que Loma expondría su veredicto sobre la autenticidad de la misma. Lo hizo con la calma de quien ya sabía qué deparaba ese informe. Viendo toda aquella gente, la cabeza de doña María era una caja registradora anotando ceros.
Un murmullo recorrió la sala cuando doña María retiró la tela. Un anciano, desnudo, sentado en un bloque de piedra. Las piernas giradas hacia su derecha y el rostro de frente al observador, mirando al suelo. El puño del bastón, su única posesión, descansaba sobre su sien. Cabello ralo, piel flácida, barba espesa. El hombre que camina hacia el final de sus días, derrotado por la vida. Era maravilloso.
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