Franz Kafka - El desaparecido

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El desaparecido: краткое содержание, описание и аннотация

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Texto de iniciación en un doble sentido: con El desaparecido, Franz Kafka comienza su camino en la narrativa a gran escala y en la escritura «verdadera», que acaba de ejercitar en su breve relato «La condena». También para su protagonista empieza una nueva vida en un nuevo territorio, el continente americano. Quien quiera entender la narrativa de Kafka, verá en este libro el inicio de temas, constructos, estilos y espacios que predicen lo que vendrá.
Quien quiera saber de Karl Roßmann y sus peripecias en el gran país del progreso del capital, tendrá en esta novela motivo de deleite y de reflexión. Ambos verán a través de las páginas de El desaparecido que en la escritura de Kafka reina el cálculo, la lógica (dialéctica) y la desesperación, todo bajo el halo de una inquietud del yo por conocer, ordenar y entender, tal como lo exploró su época, en la ciencia y en la filosofía. Kafka se muestra ya en esta primera novela como el gran estilista que fue, de la palabra y del pensamiento. Mariana Dimópulos

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–No tiene por qué tolerarlo –dijo Karl exaltado.

Ya casi había perdido la sensación de estar sobre la superficie inestable de un barco, sobre la costa de un continente desconocido, tan en casa se sentía en la cama del fogonero.

–¿Ya estuvo con el capitán? ¿Fue a reclamarle por sus derechos?

–Bah, váyase, mejor que se vaya. No quiero tenerlo aquí. No me escucha lo que le digo y me da consejos. ¡Cómo voy a ir a ver al capitán!

Cansado, el fogonero volvió a sentarse y apoyó la cara en ambas manos.

“No puedo darle ningún consejo mejor”, se dijo Karl. Y sintió, en general, que hubiera preferido buscar su maleta en lugar de dar aquí consejos que pasaban por tontos. Al entregarle la maleta para siempre, su padre le había preguntado en broma: “¿Cuánto tiempo la tendrás?”. Y ahora esa maleta cara quizá ya se había perdido de veras. Su único consuelo era que su padre difícilmente pudiera enterarse de su situación, aun si se ponía a investigar. Todo lo que podía decirle la compañía naviera era que había llegado hasta Nueva York. Lo que apenaba a Karl era que casi no había usado las cosas que había en la maleta, aun cuando hacía tiempo que hubiera necesitado por ejemplo cambiarse la camisa. Había ahorrado en el sitio incorrecto; justo ahora que, al principio de su carrera, hubiera precisado presentarse con ropa limpia, tendría que aparecer con la camisa sucia. Qué perspectiva más bella. De lo contrario, la pérdida de la maleta no hubiera sido tan enojosa, ya que el traje que tenía puesto era mejor que el que estaba en la maleta, que en realidad solo era un traje de emergencia que la madre había tenido que remendar justo antes de la partida. Ahora recordó también que en la maleta había un pedazo de salame de Verona que su madre le había empacado como aporte adicional, del que sin embargo solo había podido comer una mínima parte, porque durante el viaje había estado sin ningún apetito y la sopa que se repartía en la entrecubierta le había resultado más que suficiente. Ahora le hubiera gustado tener el salame a mano para ofrecérselo al fogonero. Porque era fácil conquistar a ese tipo de gente dándole alguna pequeñez, eso Karl lo sabía por su padre, que conquistaba a todos los empleados de menor rango con los que tenía relación comercial repartiéndoles cigarros. Karl solo poseía ahora su dinero como para regalar y, ya que quizá había perdido su maleta, prefería por el momento no tocarlo. Volvió a pensar en la maleta. Realmente no podía entender por qué la había vigilado con tanta atención durante el viaje, al punto de casi no poder dormir, para ahora dejar que se la quitaran con tanta facilidad. Recordó las cinco noches en que había sospechado continuamente que el pequeño eslovaco que dormía dos literas a su izquierda le había echado el ojo a su maleta. Ese eslovaco solo estaba al acecho de que Karl, vencido por el cansancio, finalmente se durmiera por un momento, para poder arrastrar la maleta con la larga vara con la que siempre andaba jugando o practicando. De día tenía un aspecto de lo más inocente, pero no bien caía la noche, se levantaba de tanto en tanto de su cucheta y le echaba una mirada triste a la maleta de Karl. Podía reconocerlo con toda claridad porque siempre había alguien aquí o allá que, con la inquietud del emigrante, encendía una lucecita, a pesar de que el reglamento del barco lo prohibiera, para intentar descifrar los folletos incomprensibles de las agencias de emigración. Si la luz estaba cerca, Karl podía dormitar un poco, pero si estaba lejos o reinaba la oscuridad, entonces debía permanecer con los ojos abiertos. El esfuerzo le había producido un profundo agotamiento, y ahora tal vez había sido completamente en vano. ¡Ese Butterbaum, si alguna vez volvía a cruzárselo!

En ese momento resonaron a lo lejos, dentro de la calma hasta ahora perfecta del camarote, unos golpecitos breves, como de pies infantiles, que se fueron aproximando con sonido creciente hasta convertirse en la marcha tranquila de hombres. Iban en fila, como resultaba natural en el angosto pasillo, y se oía un tintineo como de armas. Karl, que había estado a punto de estirarse en la cama para entregarse a un sueño libre de todas las preocupaciones por maletas y eslovacos, se levantó de un salto y tocó al fogonero, para que al fin prestara atención, ya que el principio de la hilera parecía haber alcanzado la puerta.

–Es la banda de música del barco –dijo el fogonero–, estuvieron tocando arriba y ahora van a empacar. Ya está todo listo, podemos irnos. ¡Venga!

Tomó a Karl de la mano, descolgó a último momento una imagen enmarcada de la Virgen que estaba en la pared sobre la cama, se la metió en el bolsillo superior, alzó su maleta y abandonó apresuradamente el camarote junto a Karl.

–Ahora iré a la oficina y les diré a esos señores mi opinión. No queda ningún pasajero, así que ya no hay que andar cuidándose.

El fogonero repitió esto de diferentes maneras y quiso aplastar al paso una rata que se le cruzó en el camino con un golpe lateral del pie, pero que solo logró empujarla más rápido dentro del hueco que había alcanzado justo a tiempo. Sus movimientos en general eran lentos, porque si bien tenía piernas largas, eran demasiado pesadas.

Pasaron por una sección de la cocina donde algunas muchachas con delantales sucios –se los rociaban adrede– limpiaban vajilla en grandes cubas. El fogonero llamó a una tal Line, la tomó por la cintura y la llevó consigo un trecho, con ella haciendo fuerza coquetamente contra su brazo.

–Es el momento de la paga, ¿quieres venir? –preguntó él.

–¿Para qué molestarme? Mejor tráeme el dinero –respondió ella, se escurrió por debajo de su brazo y se escapó de prisa.

–¿Dónde pescaste a ese bonito muchacho? –llegó aún a exclamar, pero sin esperar respuesta.

Se oyeron las risas de todas las muchachas, que habían interrumpido su trabajo.

Ellos siguieron su camino y llegaron a una puerta que tenía arriba un pequeño frontispicio sostenido por unas pequeñas cariátides doradas. Para ser un decorado de barco se veía bastante suntuoso. Karl notó que nunca había estado en esta zona, que seguramente había estado reservada durante el viaje a los pasajeros de primera y segunda clase, pero ahora, antes de la gran limpieza del barco, habían retirado las puertas de separación. De hecho, ya se habían cruzado con algunos hombres que llevaban escobas al hombro que habían saludado al fogonero. Karl estaba sorprendido por el gran ajetreo, en su entrecubierta había notado poco de todo eso. A lo largo de los pasillos corrían también los cables de las líneas eléctricas y todo el tiempo se oía una pequeña campana.

El fogonero llamó respetuosamente a la puerta y cuando se oyó el “¡Pase!” instó a Karl con un movimiento de la mano a que entrara sin miedo. Cosa que Karl hizo, aunque se quedó junto a la puerta. Ante las tres ventanas de la habitación vio las olas del mar, y observando sus alegres movimientos el corazón empezó a latirle como si no se hubiera pasado cinco largos días mirando ininterrumpidamente el mar. Grandes barcos entrecruzaban sus caminos, cediendo al embate de las olas lo que les permitía su peso. Si uno entrecerraba los ojos, los barcos parecían balancearse por su sola masa. En sus mástiles llevaban banderas angostas pero largas que, si bien tensas por la marcha, igual seguían agitándose a un lado y al otro. Sonaron unos cañonazos de saludo, seguramente provenientes de barcos de guerra. Los cañones de uno de ellos que pasó no muy lejos, brillantes por el reflejo de su revestimiento de acero, parecían como acariciados por la marcha segura, lisa y aun así no del todo horizontal. Desde la puerta podía observarse solo a lo lejos los pequeños barquitos y botes entrando de a grupos en los espacios que quedaban entre los barcos grandes. Detrás de todo eso estaba Nueva York, que miraba a Karl con las cien mil ventanas de sus rascacielos. En efecto, en esta habitación uno sabía dónde estaba.

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