Karl lloraba ahora, mientras besaba las manos del fogonero. Tomó después la mano inmensa, casi inanimada, y se la apretó contra sus mejillas, como un tesoro del que se viera obligado a prescindir. Para entonces el tío senador ya se había acercado y lo apartó, aunque ejerciendo la violencia más leve.
–El fogonero parece haberte hechizado –dijo, echándole una mirada de inteligencia al capitán por encima de la cabeza de Karl–. Te sentiste abandonado, luego te encontraste con el fogonero y ahora le estás agradecido, es algo muy loable. Pero, al menos por mí, no lo lleves demasiado lejos y considera tu posición.
Del otro lado de la puerta se armó barullo, se oyeron gritos, incluso pareció como si empujaran a alguien con brutalidad contra la puerta. Entró un marinero, algo desencajado, que llevaba atado un delantal de mujer.
–Hay gente afuera –exclamó, dando codazos a su alrededor como si aún estuviera en medio del gentío.
Al fin volvió en sí y quiso cuadrarse ante el capitán cuando descubrió el delantal de mujer, se lo arrancó y lo tiró al suelo, exclamando:
–Esto es asqueroso, me ataron un delantal de mujer.
Luego entrechocó los tacones y saludó. Alguien intentó reír, pero el capitán dijo con severidad:
–Eso es lo que yo llamo buen ánimo. ¿Quién está afuera?
–Son mis testigos –dijo Schubal adelantándose–, ruego encarecidamente se los disculpe por su comportamiento inapropiado. Cuando la gente ha concluido el viaje por mar, a veces se vuelve como maniática.
–Haga que entren de inmediato –ordenó el capitán y, volviéndose enseguida hacia el senador, dijo cortés, pero apresurado–: Tenga usted la bondad, estimado señor senador, de seguir junto a su señor sobrino a este marinero, que los llevará al bote. No hace falta que exprese el placer y el honor que me ha deparado haberlo conocido en persona, señor senador. Espero tener en breve la oportunidad de retomar con usted nuestra interrumpida conversación sobre la situación de la flota estadounidense, y acaso volver a ser interrumpidos de manera tan amena como hoy.
–Por el momento me basta con este solo sobrino –dijo el tío, riendo–. Acepte entonces mi mayor agradecimiento por su gentileza, y adiós. No sería para nada imposible, por lo demás, que en nuestro próximo viaje por Europa –apretó a Karl afectuosamente contra sí– podamos pasar juntos un tiempo más prolongado.
–Sería una sincera alegría para mí –dijo el capitán.
Ambos caballeros se estrecharon las manos, Karl apenas si pudo alcanzarle fugazmente la propia al capitán sin decir palabra, porque a este ya lo reclamaban las quizá quince personas que habían entrado guiadas por Schubal, algo sobrecogidas, pero haciendo mucho barullo. El marinero le pidió permiso al senador para tomar la delantera y separó al gentío en dos para ellos, que lo atravesaron con facilidad entre las reverencias de la gente. Daba la impresión de que estas personas, todas por cierto de buen ánimo, consideraban la pelea entre el fogonero y Schubal como un divertimento cuyo carácter ridículo no cejaba ni ante el capitán. Karl notó que entre ellos estaba también la muchacha de la cocina, Line, quien, guiñándole divertida un ojo, se ató el delantal que había arrojado el marinero, que era el de ella.
Siguiendo al marinero salieron de la oficina y doblaron por un pequeño pasillo, que tras algunos pasos los llevó a una puertita, de la que bajaba una breve escalera hasta el bote preparado para ellos. Los marineros del bote, al que su guía se subió enseguida de un solo salto, se pusieron de pie y saludaron. El senador justo le estaba advirtiendo a Karl que bajara con cuidado cuando Karl, todavía parado en el escalón superior, estalló violentamente en llanto. El senador le tomó el mentón con la mano derecha y lo apretó fuerte contra él, mientras lo acariciaba con la mano izquierda. Así bajaron despacio escalón por escalón y entraron bien juntos al bote, donde el senador le buscó un buen lugar frente a él. No bien se alejaron un par de metros del barco, Karl hizo el inesperado descubrimiento de que se encontraban justo del lado del barco hacia el que daban las ventanas de la sala de pago. Las tres ventanas se hallaban ocupadas por los testigos de Schubal, que saludaban y hacían señas con la mayor amabilidad, hasta el tío agradeció y un marinero logró el portento de elevar un besamanos sin dejar al mismo tiempo de remar a la par del resto. Fue realmente como si ya no existiera ningún fogonero. Karl miró con atención al tío, cuyas rodillas casi rozaban las propias, y dudó que ese hombre pudiera reemplazar alguna vez al fogonero para él. También el tío apartó su mirada y se quedó observando las olas que mecían el bote todo alrededor.
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