Franz Kafka - El desaparecido

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El desaparecido: краткое содержание, описание и аннотация

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Texto de iniciación en un doble sentido: con El desaparecido, Franz Kafka comienza su camino en la narrativa a gran escala y en la escritura «verdadera», que acaba de ejercitar en su breve relato «La condena». También para su protagonista empieza una nueva vida en un nuevo territorio, el continente americano. Quien quiera entender la narrativa de Kafka, verá en este libro el inicio de temas, constructos, estilos y espacios que predicen lo que vendrá.
Quien quiera saber de Karl Roßmann y sus peripecias en el gran país del progreso del capital, tendrá en esta novela motivo de deleite y de reflexión. Ambos verán a través de las páginas de El desaparecido que en la escritura de Kafka reina el cálculo, la lógica (dialéctica) y la desesperación, todo bajo el halo de una inquietud del yo por conocer, ordenar y entender, tal como lo exploró su época, en la ciencia y en la filosofía. Kafka se muestra ya en esta primera novela como el gran estilista que fue, de la palabra y del pensamiento. Mariana Dimópulos

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Entretanto, la vida del puerto seguía transcurriendo frente a las ventanas: pasó un barco de carga chato con una montaña de barriles, que debían estar maravillosamente acomodados para no salir rodando, y dejó la habitación casi a oscuras; pequeñas barcas a motor, que de haber tenido tiempo Karl se habría puesto a observar en detalle, pasaban con un zumbido en línea recta, siguiendo los movimientos espasmódicos de las manos de hombres erguidos ante sus timones. Aquí y allá aparecían de pronto curiosos objetos flotantes en el agua intranquila, pero que enseguida quedaban cubiertos otra vez y se hundían ante la mirada absorta; gracias a la ardua labor de los marineros junto a los remos, los botes pertenecientes a los vapores transoceánicos avanzaban llenos de pasajeros, que iban inmóviles y expectantes tal como los habían apretujado allí dentro, aunque algunos no podían evitar girar la cabeza hacia los escenarios cambiantes. Un movimiento sin fin, una inquietud que se transmitía del intranquilo elemento a las personas desamparadas y sus obras.

Todo reclamaba rapidez, claridad, una descripción bien precisa: ¿y qué hacía el fogonero? Hablaba frenéticamente, hacía tiempo que sus manos temblorosas ya no podían sostener los papeles sobre el alféizar de la ventana; se le ocurrían todo tipo de quejas sobre Schubal, cada una de las cuales hubiera bastado en su opinión para enterrar a ese Schubal por completo, pero lo que lograba mostrar al capitán era solo un triste remolino caótico de todas juntas. El caballero del bastón de bambú hacía rato que había empezado a silbar débilmente en dirección al techo, los señores de la administración portuaria retenían al oficial en su mesa y no daban señales de querer soltarlo nunca más, era evidente que el jefe de caja se abstenía de intervenir como hubiese querido solo por la calma que mostraba el capitán. El auxiliar, en posición de firme, esperaba a cada momento una orden del capitán referida al fogonero.

Karl no pudo seguir inactivo. Se acercó al grupo despacio, pero pensando con la mayor velocidad cómo abordar el asunto de la manera más hábil posible. Ya iba siendo tiempo, solo un ratito más y volarían de esa oficina. El capitán era tal vez un buen hombre y tenía ahora, según le pareció a Karl, algún motivo especial para mostrarse como un patrón justo, pero a fin de cuentas no se trataba de un instrumento que se pudiera usar hasta gastarlo, que era lo que estaba haciendo el fogonero guiado por la infinita indignación que llevaba adentro.

Karl dijo entonces al fogonero:

–Tiene que contarlo de manera más simple y clara, porque así como lo está haciendo ahora, el señor capitán no puede apreciarlo. ¿O conoce él a todos los maquinistas y auxiliares por su apellido o incluso por su nombre de pila como para poder saber de inmediato de quiénes le está hablando solo porque usted los menciona? Organice sus quejas, diga la más importante primero y las otras en orden decreciente, tal vez entonces no sea necesario ni mencionar la mayoría. ¡A mí me lo ha contado con tanta claridad!

Si en Estados Unidos se podían robar maletas, también se podía mentir un poco, pensó a modo de disculpa.

¡Si tan solo hubiera ayudado! ¿No era ya demasiado tarde? El fogonero se interrumpió de inmediato tras oír la voz conocida, pero sus ojos, inundados por las lágrimas de la honra viril mancillada, los recuerdos horribles y el extremo desamparo actual, ya ni siquiera podían reconocer bien a Karl. ¿Cómo iba a cambiar –se dio cuenta de pronto Karl, en silencio, frente al que había callado–, cómo iba a cambiar de repente su discurso si le parecía que ya había expuesto todo lo que había para decir sin recibir el menor reconocimiento, al tiempo que sentía que no había dicho nada y no podía exigir a estos señores que volvieran a escucharlo todo? Y justo en un momento así aparecía Karl, su único partidario, con la intención de darle buenos consejos, pero mostrándole en cambio que todo, todo estaba perdido.

“Si me hubiera acercado antes, en lugar de mirar desde la ventana”, se dijo Karl, bajando la vista frente al fogonero y golpeándose con las manos las costuras del pantalón como signo de que era el fin de toda esperanza.

Pero el fogonero malinterpretó esto, sospechando seguramente que Karl se hacía algún reproche oculto a sí mismo y, con la buena intención de disuadirlo, empezó como coronación de sus acciones a pelearse con Karl justo en el momento en que los hombres junto a la mesa redonda hacía rato que estaban indignados por el ruido inútil que los molestaba en su importante trabajo, en que el jefe de caja empezaba lentamente a considerar inentendible la paciencia del capitán y se inclinaba por estallar de inmediato, en que el auxiliar, de nuevo volcado por completo hacia la esfera de los señores, medía al fogonero con miradas furibundas y en que el caballero del bastón de bambú, a quien el capitán le echaba de cuando en cuando una mirada amable y que estaba harto del fogonero y hasta asqueado de él, sacó un pequeño anotador y, ocupado a todas luces en cuestiones completamente diferentes, hacía oscilar la mirada entre el anotador y Karl.

–Ya lo sé, ya lo sé –dijo Karl, al que ahora le costaba defenderse de la chorrera de palabras que le dirigió el fogonero, que igual le reservaba una sonrisa amistosa en medio de toda la disputa–. Usted tiene razón, tiene razón, nunca lo dudé.

Por miedo a que le pegase, le hubiera gustado agarrarle las manos gesticuladoras, aunque más ganas tenía de llevárselo a un rincón y susurrarle un par de palabras apaciguadoras que nadie más tuviera que oír. Pero el fogonero había perdido el control sobre sí mismo. Karl empezó incluso a sentir una especie de alivio ante la idea de que, llegado el caso, el fogonero podría someter a los siete hombres presentes con la fuerza de su desesperación, aunque sobre el escritorio, como le mostró una mirada en esa dirección, había un complemento con muchos, demasiados botones de la línea eléctrica: una mano que los oprimiera podía hacer que se rebelara el barco entero, con todos sus pasillos llenos de personas hostiles.

En ese momento, el hombre del bastón de bambú, por lo demás tan desinteresado, se acercó a Karl y le preguntó, en tono no muy alto, aunque claramente por encima del griterío del fogonero:

–¿Cómo se llama usted?

Como si alguien hubiera estado esperando ese comentario al otro lado, tocaron a la puerta. El auxiliar miró al capitán, que asintió. Acto seguido, el auxiliar se dirigió a la puerta y abrió. Afuera apareció un hombre de contextura mediana cubierto por una vieja chaqueta de corte imperial, no apto por su aspecto para el trabajo con las máquinas pero que sin embargo era… Schubal. Si Karl no lo hubiera reconocido en los ojos de todos los presentes, que expresaron un cierto alivio, del que ni siquiera el capitán estaba exento, lo habría tenido que notar, asustado, en el fogonero mismo, que cerró los puños en los extremos de sus rígidos brazos como si esos puños fueran lo más importante y estuviera dispuesto a sacrificar por ellos todo lo que tenía en la vida. Allí se concentraba ahora toda su fuerza, hasta la que lo mantenía erguido.

De modo que ahí estaba el enemigo, alegre y contento en su traje de domingo, un libro de contabilidad bajo el brazo, probablemente con el detalle de los sueldos y los permisos de trabajo del fogonero, y que ahora miraba a uno por uno a los ojos, admitiendo abiertamente que lo primero que quería comprobar era el estado de ánimo de cada uno de los presentes. Los siete ya eran sus amigos, porque si bien antes el capitán había tenido o quizá solo fingido tener ciertas objeciones contra él, después del disgusto que le había causado el fogonero no parecía albergar la menor queja respecto a Schubal. No había severidad que alcanzara contra un hombre como el fogonero, y si algo podía reprochársele a Schubal era que con el correr del tiempo no hubiera podido quebrar la resistencia del fogonero, de modo tal que este se había atrevido hoy a aparecer frente al capitán.

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