¿Será posible evitar la adversidad?
Sabemos que si no experimentamos, no crecemos. Si no sentimos, no aprendemos.
Entonces, ¿qué hacer? ¿Se debe mirar en otra dirección? ¿Hay que cambiar de rumbo o cerrar los ojos e imaginar que nada malo existe?
¿Realmente habrá una forma más simple de andar en el viaje de la vida, o son necesarios los golpes para aprender?
¿Crees que es posible colocar tus ojos más allá de la realidad que estás experimentando ahora, aun cuando te encuentras en medio de un problema del cual no ves la salida?
Pienso en mi madre, quien ha pasado por situaciones difíciles, pero esto, en vez de frenarla o estancarla, le ha dado un doble impulso que le ha permitido evolucionar y sacar lo mejor de sí misma. Suele ser ejemplo para los demás. Muchos se preguntan cómo es posible que se mantenga tan joven, reluciente y con tanta paz, una paz que transmite al instante, en los primeros minutos de plática con ella.
La he visto triste pero nunca sin esperanza. La he visto con angustia pero nunca sin confianza. La he visto llorar, pero más veces la veo amar, y con ese amor del bueno, del que ya casi no se da.
Sé que hay muchas personas como ella en este mundo, pero también soy consciente de que la mayoría no se desenvuelve así.
¿Qué hay en aquellos a quienes parece que ningún huracán los hace caer hasta el fondo? ¿Qué tienen esas personas que, a pesar de los terremotos de su vida, se mantienen de pie?
Todos tenemos problemas de diversos tipos, sabores y colores. A veces las cosas no salen como esperábamos, y de pronto la vida cambia. Cuando la adversidad toca la puerta, quisiéramos ir a escondernos a otro lado o regresar después de un rato para ver si ya se fue a visitar otra casa. Pero resulta que no, que sigue ahí, como si el reloj no se moviera.
Por ejemplo, los siguientes casos fueron tragos amargos para quienes los vivieron; les costó su estabilidad, tranquilidad y paz por mucho tiempo.
Guardó su computadora portátil, cerró el cajón del escritorio, y cuando estaba a punto de salir de su oficina, su jefe lo abordó en la puerta para hablar con él un momento. Ya eran las siete de la tarde, la hora acostumbrada para la salida.
Jaime conocía bien a su director, y ese tipo de encuentros no eran habituales. Al ver su rostro, comenzó a sospechar que algo no marchaba bien. Su jefe le pidió con amabilidad que se trasladaran juntos a su oficina, donde los esperaban otras cuatro personas. Le comunicarían una noticia que daría un giro a todo:
–Tu relación laboral con esta empresa ha llegado a su fin; sin embargo, queremos agradecerte por…
En ese momento todo se nubló para Jaime, y ya no escuchó más. Tomó sus cosas y salió del edificio. Los primeros cuestionamientos daban vueltas en su mente: ¿Cómo se lo digo a mi esposa?, ¿cómo les explico a mis hijos que a su padre ya no lo necesitan más en el trabajo?, ¿cómo voy a pagar la hipoteca? A esta edad, ¿quién me contratará de nuevo?
Esa noche llegó a casa destrozado anímicamente; se desahogó con su mujer, pero aun así no pudo dormir. No concebía que, después de haber entregado más de veinte años de su vida a la empresa, hubieran decidido despedirlo. Además, se encontraba frente a un gran problema que impactaba a toda su familia, y parecía que todas las puertas estaban cerradas.
Jaime debía resolverlo de alguna manera. Tenía buenos amigos con cargos importantes en diversas empresas, pero de cualquier forma lo paralizaba el panorama. 
Cuando Antonio vio los resultados de los exámenes médicos, su vida se le hizo pedacitos. Su corazón se apachurró ; no sabía hacia dónde voltear. El diagnóstico no era alentador. Desesperado, increpó a Dios. Tenía cáncer y le quedaban pocos meses de vida. Sus planes iban desintegrándose cual hoja al fuego.
Lo más doloroso fue que, en los últimos días de su enfermedad, ni siquiera su esposa estuvo ahí. Ella no soportó el proceso y decidió abandonar el barco . 
El viernes 13 de octubre de 1972, mientras el estudiante Carlitos Páez documentaba su equipaje en el aeropuerto de Uruguay, solo pensaba en ganar el próximo partido de rugbi en Chile, desconectarse de la rutina y pasar un buen rato con sus amigos. Por supuesto que no imaginó que el avión fuera a estrellarse minutos después en la cordillera de los Andes, ni que pasaría 72 días aislado, a treinta grados bajo cero y con un hambre insoportable. Mucho menos vislumbró que se enfrentaría a la disyuntiva de comer carne humana o morir de inanición. 
Leticia recibió el golpe de la infidelidad que su esposo llevaba escondiendo desde hacía más de cinco años. Su vida se paralizó. Todo se vino abajo: sus hijos, su autoestima, su estabilidad, su confianza. No sabía hacia dónde volverse ni en quién apoyarse. Aparecieron la angustia, la decepción y la culpa, que nublaban su futuro. 
Sergio sintió frustración al ver que su empresa iba hundiéndose poco a poco, día tras día. Aquel transatlántico que tantas glorias le había dado en el pasado a su padre, el fundador, iba haciéndose más y más pequeño cada vez debido a la falta de ventas, a los constantes cambios en el mercado y, desde luego, a una mala dirección de su parte. La principal preocupación de Sergio ya no era generar más ganancias, sino sobrevivir al menos durante los próximos meses. 
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¿Qué hay en aquellos a quienes parece que ningún huracán los hace caer hasta el fondo? ¿Qué tienen esas personas que, a pesar de los terremotos de su vida, se mantienen de pie? |
¿Qué tienen en común estas historias? ¿Cuál es el hilo conductor? En todas existe una crisis que sacude a sus protagonistas y les roba su tranquilidad.
Algo que no podemos evitar es que, de pronto, la vida nos cambie los planes por un accidente, un despido, una enfermedad terminal, el fracaso de un negocio, un fraude, una deuda, una ruptura, el fallecimiento de un familiar…
Toda nuestra historia cambia con un evento inesperado, una mala noticia, una llamada telefónica, un encuentro, una discusión o, simplemente, por estar en el lugar equivocado. Es como un iceberg que aparece de pronto e impide que sigamos navegando en aguas calmadas.
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