Olivier Guez - El siglo de los dictadores
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A pesar de haber actuado en diferentes partes del mundo, tuvieron características comunes: arengaron a sus pueblos, inventaron celebraciones espectaculares y manipularon las propagandas y los medios de comunicación. El objetivo era depurar y someter al enemigo y, en nombre de la purificación, desataron la muerte.
Los capítulos de este libro analizan a los dictadores en el poder, aquellos que en sus orígenes no eran nada, pero se convirtieron en líderes carismáticos que ejercieron una violencia sin precedentes. Olivier Guez nos entrega un libro impactante que desnuda las maniobras políticas, las vidas personales y la imagen pública de los tiranos que gobernaron durante todo el siglo xx.
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Al fijar en kilómetros de película en color la intimidad del dictador, Eva Braun, que disponía de una cámara 16 mm semiprofesional,27 no escapaba a esa pasión hitleriana por el cine y la fotografía. Con la diferencia de que, en el caso del Führer, ese testimonio estaba destinado a permanecer secreto.
“Casado con Alemania”, como le gustaba decir y como lo sugería la propaganda, Hitler le dedicaba supuestamente todo su tiempo a su país y hasta ignoraba la palabra “ocio”. “El Führer instituyó las vacaciones para el pueblo, no para él”: esta frase se repetía una y otra vez en los noticiarios filmados que elogiaban las realizaciones del régimen. ¿Qué habrían pensado los que miraban esos films si hubieran sabido que ese mismo Führer pasaba la mayor parte de su vida de vacaciones? Huyendo de las obligaciones oficiales (salvo las reuniones gigantescas que le gustaban, como el congreso del partido, en Núremberg, cada segunda semana de septiembre hasta 1938), Hitler, que parecía ignorar el cansancio en las campañas electorales –hasta el punto de tener hasta cinco reuniones públicas por día, en los cuatro puntos cardinales de Alemania–,28 fue, a partir de 1933, un “dictador perezoso” (Ian Kershaw).
Devoraba los libros (por gusto), pero detestaba leer informes. Reunía a sus colaboradores (aunque muy pocas veces a sus ministros) cuándo quería y dónde quería, pero solo por su conveniencia personal. Hay que leer el relato de una jornada de Hitler reconstruida por Claude Quétel para comprender que había adaptado su vida pública a sus hábitos de bohemia, adquiridos durante la década de 1910, y no a la inversa. Es cierto que, en los momentos más críticos de la guerra, se reunía con sus generales a la medianoche, pero no lo hacía para actuar lo más cerca posible de la situación, sino porque su jornada comenzaba a mediodía y se encontraba increíblemente desfasado con respecto al ritmo de la mayoría de los hombres de Estado, que solían estar activos desde la madrugada. Desayuno a las once y media de la mañana, almuerzo a las tres de la tarde, té a las seis y cena raramente antes de las diez de la noche, sesión de cine u obligación de asistir a un interminable monólogo del Führer hasta las dos o tres de la mañana: todos los que vivían o trabajaban a la sombra de Hitler salían del tiempo ordinario para entrar a otra dimensión. Una anécdota lo resume todo: cuando el 6 de junio de 1944, el estado mayor de la Wehrmacht tuvo la confirmación, a las 5.30 de la mañana, del desembarco aliado en Normandía, el Führer se había acostado una hora antes. Entonces esperaron hasta las 10 de la mañana para despertarlo. ¡Y lo despertaron porque el mariscal Keitel insistió!
En esa fecha, Hitler solo era la sombra de sí mismo, como puede verse en los films de Eva Braun que lo muestran por última vez, a principios de julio de 1944, en la terraza del Berghof. Tenía solo cincuenta y cinco años, pero estaba encorvado y con su bigote encanecido: era ya un anciano al que le molestaba la luz y que apenas podía disimular el temblor de su mano izquierda y su dificultad al caminar, que sugerían un principio de la enfermedad de Parkinson. Todas estas cosas se intensificaron después del atentado del 20 de julio de 1944, del que salió indemne, pero que lo sumió en una profunda depresión nerviosa. Esta solo se “trató” con las anfetaminas prescriptas por su médico personal, el doctor Morell, un notorio charlatán: ni siquiera Himmler, que sospechaba que quería envenenar al Führer, pudo hacer nada para alejarlo, porque el paciente se había vuelto adicto a sus tratamientos.
¿Una dictadura “policrática”?
Así como, en la personalidad de Hitler, la exaltación y la hiperactividad alternaban con largos períodos de inercia y diletantismo que sorprendían a su entorno, la organización del Estado hitleriano desconcierta a los historiadores por su estructura al mismo tiempo totalitaria y anárquica (“policrática”, dice el historiador Martin Broszat). Por eso se plantea el debate, nunca resuelto, entre “funcionalistas” e “intencionalistas”: los primeros sostienen, siguiendo a Broszat y a Hans Mommsen (nieto de Theodor, famoso historiador alemán de la Antigüedad romana), que se produjo una creciente radicalización de Hitler y de su régimen bajo el efecto de las circunstancias, que llevaron automáticamente a la “guerra total” y a la Shoá; los segundos, que siguen a Raul Hilberg y Lucy Dawidowicz, consideran que el exterminio de los judíos fue propiciado por Hitler desde el comienzo de su actividad política. Uno de los últimos biógrafos del Führer, Ian Kershaw, encontró un punto medio: la interpretación funcionalista vale plenamente para la política interior, mientras que en política exterior prevaleció el intencionalismo. La dictadura hitleriana fue, sin duda, policrática en su funcionamiento. Cada miembro del triunvirato que secundó a Hitler, es decir, Goering, Himmler y Goebbels, tenía su propia esfera de intervención, subdividida en innumerables compartimentos, cuyos perímetros cambiaban según la influencia de los diferentes “bonzos” del Partido. Entre ellos, los 32 Gauleiter (gobernadores) que conservaron hasta 1945 un acceso directo al Führer siguiendo un ritual casi feudal de apelar a la autoridad suprema contra los poderes intermedios.
Hasta la batalla de Inglaterra del verano de 1940, fatal para su prestigio, fue Goering, por otra parte, sucesor designado del Führer, quien dispuso indiscutiblemente del mayor poder de decisión. Fue el responsable máximo del Plan Cuatrienal, que se encargó, a partir de 1936, del rearme de Alemania: el Reichsmarschall aprovechó para tomar personalmente el control de 228 emplazamientos siderúrgicos, cuya importancia económica era tan grande como las ganancias ilícitas que le procuraban. Sin hablar de los ingresos que obtuvo personalmente de la confiscación de bienes de los judíos, que se hizo sistemática después de los pogromos de la Noche de los Cristales de noviembre de 1938.29
Con la ocupación del continente, que alcanzó su punto culminante entre el verano de 1942 y el verano de 1943, fue Himmler quien se convirtió en el hombre más poderoso del momento. No solo porque era el amo absoluto del universo concentracionario que garantizaba el orden interior de la “fortaleza Europa”, sino también porque movilizó a sus millones de prisioneros, transformados en esclavos, en beneficio de la industria de guerra alemana. Estos, vigilados por las SS, desempeñarían un papel fundamental en la producción de gasolina y de caucho sintético, pero también en el ensamblaje de las armas secretas de los últimos meses de la guerra, los cohetes V2 en particular.
En cuanto a Goebbels, que detestaba cordialmente tanto a Goering como a Himmler, su papel como responsable de la propaganda se volvió esencial cuando se trató de sostener la moral de la retaguardia al producirse las primeras derrotas y los bombardeos masivos que se abatieron sobre las ciudades alemanas a partir de 1943. Fue sobre todo él quien convenció a Hitler de evitar hasta el límite de lo posible racionar a la población… con la perspectiva de intensificar el saqueo de los territorios ocupados y hambrear a sus habitantes, especialmente en Polonia y Rusia.
Para que su autoridad se viera fortalecida, Hitler dejaba que los tres hombres y sus seguidores se enfrentaran, e incluso azuzaba a veces a unos contra otros, como lo atestiguan sus conversaciones durante las comidas, religiosamente recogidas por Bormann.
Pero se buscaría en vano la menor influencia de este trío –o del insignificante ministro de Relaciones Exteriores, Joachim von Ribbentrop– en la conducción de la política exterior, científicamente desarrollada a partir de 1933 según los preceptos decretados en Mein Kampf : revisión (al principio, pacífica) de las fronteras heredadas del Tratado de Versalles; obstinada búsqueda de un entendimiento con Inglaterra para establecer su hegemonía sobre el continente en detrimento de Francia; y finalmente, la conquista de un Lebensraum (“espacio vital”) en el Este. Desde ese punto de vista, la tesis intencionalista parece evidente. Sobre todo porque seguir un plan no excluía la improvisación e incluso, por su carácter exorbitante, la huida hacia adelante, que se convirtió rápidamente en una carrera hacia el abismo después de las batallas de Stalingrado y luego de Kursk (1943), que signaron la derrota en el Este. Cuando Hitler, encerrado en el búnker de la Cancillería en ruinas, un mes antes de su suicidio, se hizo llevar la maqueta del museo más grande del mundo, que había diseñado con la idea de hacerlo construir en Linz cuando volviera la paz, ilustró perfectamente las palabras de Martin Broszat: sin estar en condiciones ya de llenar él solo el “vacío institucional que había creado deliberadamente”, no podía hacer otra cosa que “destruir su obra política volviendo a poner en juego todos sus logros en una loca carrera en busca de un objetivo imaginario, cuyos contornos no estaban establecidos”. Alejado de la realidad, pero al mismo tiempo influyendo sobre ella hasta el punto de arrastrar al pueblo alemán en su caída y de seguir siendo, hasta su último aliento, “indiscutido, inflexible, despiadado, como lo había sido en sus días más brillantes” (Charles de Gaulle), antes de morir, Hitler se dio el lujo de poner en escena su propia desaparición. Una vez realizada su obra de destrucción, Wotan podía bajar a la tierra. “Esta noche, ustedes llorarán”, les dijo con una extraña sonrisa a los últimos ocupantes del búnker, el 29 de abril de 1945. Luego les anunció, con una copa de champán en la mano, que se disponía a casarse con Eva Braun y que ambos se suicidarían al día siguiente. Así lo hizo el 30, hacia las tres y media de la tarde, al término de un almuerzo de despedida preparado por su fiel cocinera austríaca, Constanze Manziarly…
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