Leena H. - Hermann Linch

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Hermann Linch, el protagonista de la novela, ha recibido de la vida una buena posición social, económica y académica. Lo tiene todo para disfrutar de la vida e incluso sobresalir, pero en su carácter no hay nada que lo lleve a descollar entre sus conciudadanos. Su vida es de lo más corriente salvo en un aspecto que lo singulariza: incapaz de vivir y disfrutar directamente de la vida adopta la posición del observador, del coleccionista que prefiere la vivisección a las relaciones vitales. Su pasión por la observación y el análisis le lleva a organizar, gracias a su poder económico, una suerte de Gran hermano televisivo, con una fuerte recompensa económica para todos y cada uno de los participantes, sus seres más queridos, poniéndolos en situaciones críticas y de enfrentamiento.
Con una estructura narrativa bien diseñada la autora va presentando y analizando el carácter de todos los personajes que intervienen en el drama.<
La acción transcurre en una ciudad imaginaria, sin rasgos que permitan ubicarla en una país determinado, para reforzar la soledad del protagonista. Leena H. consigue convertir la vulgaridad de la vida y la soledad invididual en las grandes ciudades en un tema puramente literarario con un estilo sobrio pero evocador.

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Nunca le había gustado relacionarse con sus semejantes y sin saber por qué empezó a pasar desapercibido.

Todos los días efectuaba los mismos rituales. Se levantaba temprano, desayunaba mirando en la televisión los noticieros de la mañana, después se duchaba, elegía cuál de sus trajes se iba a poner aquel día y se marchaba a la oficina caminando. Hermann adoraba caminar y perderse por las calles. Y no lo hacía por hacer ningún tipo de deporte ni por otra cuestión de salud, que era inmejorable. Solo tenía un fin en sus largos paseos: deseaba el contacto humano, observaba a la gente, la analizaba, podía saber cómo era cualquier persona solo con mirarla unos segundos a los ojos. Se convirtio en el eterno observador, él lo prefería así. De ese modo no tenía implicaciones con nadie. A veces incluso pasaba rozando el hombro de un viandante y podía sentir el calor, la energía humana que se desprendía y que le erizaba el vello.

Salía de su casa media hora antes de lo que sería estrictamente necesario para acudir a su puesto de trabajo, sólo para poder dar esos largos paseos.

Distinguía muy bien todos los tipos de persona que podía encontrarse por la mañana y también los que encontraría horas después al salir del trabajo por la tarde.

Todo el mundo en verdad le parecía interesante, porque pensaba que todos albergaban una historia personal. La estudiante que pasaba rápido, volando sobre las aceras porque llegaba tarde a clase; el trabajador que no deseaba llegar nunca a su trabajo; el abuelito que empezaba su jornada diurna en el bar de la esquina, el que llegaba a casa desde la noche anterior que había salido de fiesta. En fin, y tantos otros muchos. Tenía demasiados nombres ficticios para tantos rostros diferentes, él mismo los había bautizado. No llevaba ningún tipo de recuento acerca de lo que veía porque no lo deseaba, solo quería observarlos en el instante en el que permanecían con él, luego ya no importaban.

Por las tardes, ocurría la metamorfosis: las personas eran diferentes, la gente estaba cansada por lo general. Otros, más relajados y contentos, iban de compras, paseaban cogidos de la mano disfrutando un amor mutuo, un amor.

Hermann nunca había estado enamorado, pero, ¡en fin!, quien no sabe lo que es tampoco puede saber lo que se pierde. Le inquietaban los enamorados porque no parecían ser ellos mismos. Era más difícil de lo habitual analizarlos. Hermann siempre creyó que esta tara se debía a que no pensaban del todo por sí mismos, sino que pensaban en común.

Cuando llegaba a la oficina las cosas transcurrían de forma rutinaria, sus funciones se desarrollaban una tras otra día tras día. Él no iba a las reuniones porque había pedido específicamente no ir nunca, no le gustaba tener que relacionarse de forma tan directa con alguien, tener que interactuar de esa forma con gente que no conocía, simulando que le importaba aquello que le decían.

-Vamos a tomar algo después del trabajo, Hermann?

-No, gracias.

Siempre educado, siempre correcto. Ni siquiera era sombrío, solo solitario. Caía bien a todo el mundo. En realidad le consideraban casi un genio y, claro, los genios suelen ser solitarios, así que Hermann podía hacer todo aquello que quisiera casi sin que nadie le molestara.

No era nada maniático, no era un obsesivo compulsivo, simplemente no le gustaba demasiado hablar con la gente. No, eso no era para él. Sin embargo, estaba intrigado por la naturaleza humana.

I. CLOE

A Cloe la conoció en primer lugar. Era verano, hacía calor, demasiada.

Ambos tuvieron un encuentro casual en una piscina de un club para familias adineradas, para hijos de familias pudientes a los que no les importaba veranear, año tras año, en el mismo lugar con las mismas gentes y contarse los unos a los otros las mismas cosas de época estival.

Él había estado nadando en esa piscina desde que llegó, ella no. Cloe llegó, se quitó su vestido blanco y expuso su pequeño bikini también blanco, y luego de un largo silencio general todas las miradas se tradujeron en comentarios en una voz no tan baja como la conveniencia sugería.

-Esa, ¿a qué viene aquí?

-La familia de ella está arruinada, no sé qué pinta en el club.

-Querrán resurgir de sus cenizas mandando aquí al ave fénix a ver si logra embrujar a alguno de nuestros jóvenes.

-Es una cualquiera, una paria.

Y tantos y tantos comentarios que Hermann se reía internamente (y no de otra forma, porque su naturaleza se lo impedía). A la vez que la sonrisa crecía en su interior, la curiosidad por aquel ser le devolvió momentáneamente a la vida. El hastío del verano había acabado.

No es que la deseara como mujer, porque Hermann aún con dieciocho años no deseaba nada, ni mujer ni hombre, sólo sentía una inmensa curiosidad que le pasmaba ante aquel ser maravilloso. Un ser tan perfecto, tan lleno de curvas, de baches, de montañas y valles, de inmenso mar en su mirada y más mar en su ondulado pelo castaño. Perfecta, y perfecta más aún por ser detestada. Rebosante curiosidad, solo curiosidad al diseccionar por partes a ese nuevo ser humano y ver que todas ellas estaban donde deben estar y encajaban como perfectas piezas en esos puzles corporales que somos las personas y después un pensamiento truncado por el sonido de su voz:

-Hola

Tan directa, tan perfecta.

-Hola, soy Linch, bueno, Hermann para los amigos.

-¿Soy tu amiga?

-Ahora sí.

-¿Por qué debería ser tu amiga?

-Porque te he conocido y eres perfecta para ello.

-¿De qué me conoces tú si se puede saber?

-De mirarte.

-Me parece que eres un conquistador.

-Nada más lejos de mi intención, mi interés es académico.

-¿Académico? ¿Por qué?

-Me gusta descubrir de qué están hechas las cosas.

-¿De qué estoy hecha yo?

- No tú exactamente, sino lo que representas.

- Oye, de verdad que no me interesa este juego, hace calor en casa y pensé darme un baño, nada más. No me gusta el cariz que está tomando esta conversación y no quiero nada contigo.

- No lo estás entendiendo, no me interesas más de lo que me podrían interesar los componentes de la idea del sufrimiento, de la felicidad y en este caso de los componentes de la perfección.

Cloe le dirigió una larga mirada, bajando pesadamente sus párpados, como asintiendo. Y sin más, sin hablar más, se tiró a la piscina. Nadó durante veinte minutos y luego fue a buscar a Hermann, que estaba esperándola pacientemente en el borde de la piscina. Ella le miró y supo que aquel muchacho era diferente y que, en realidad, aquello no tenía por qué ser malo.

Mientras tanto, Hermann había estado analizando cómo un ser terrestre podía ejecutar tan suavemente movimientos en un medio acuático y se imaginó que si el cuerpo de aquella muchacha se lo permitiera, podría volar igual de grácilmente como nadaba, y así, tan perfecta en el agua y el aire, se instauró en su mente.

Cloe sabía que Hermann realmente sentía una admiración por ella que superaba lo carnal, que no tenía nada que ver con ello y no sabía si la idea le preocupaba o le agradaba, porque nunca antes la había sentido y menos en un muchacho.

Así que, en realidad, los dos exploraban y aprendían y así sucedió y se sucedieron los días hasta que llegó Set. De momento los dos jóvenes continuaban su rara amistad. Ya no iban al club porque Cloe no deseaba sentirse presa de las miradas y Hermann quería que estuviese cómoda cuando hablara de ella y de su pasado, porque sólo así él podía descubrir todo lo bueno que había en aquel ser perfecto.

Salieron, conocieron a más gente, él se mantenía en la distancia, pero Cloe no, porque sin saberlo era una cazadora nata y, como tal, hubieron otros, otros muchos hombres que acompañaron a los dos amigos de bar en bar, a la playa, a la piscina, al cine o a cenar. Ahora bien, él la miraba a ella y la veía tal y como era, ellos no. Ellos veían algo que Hermann era incapaz de ver. Cosas del destino y de la mala suerte, Cloe deseaba que él viera lo que los otros, y que los otros vieran algo de lo que él veía en ella.

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