Leena H. - Hermann Linch

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Hermann Linch, el protagonista de la novela, ha recibido de la vida una buena posición social, económica y académica. Lo tiene todo para disfrutar de la vida e incluso sobresalir, pero en su carácter no hay nada que lo lleve a descollar entre sus conciudadanos. Su vida es de lo más corriente salvo en un aspecto que lo singulariza: incapaz de vivir y disfrutar directamente de la vida adopta la posición del observador, del coleccionista que prefiere la vivisección a las relaciones vitales. Su pasión por la observación y el análisis le lleva a organizar, gracias a su poder económico, una suerte de Gran hermano televisivo, con una fuerte recompensa económica para todos y cada uno de los participantes, sus seres más queridos, poniéndolos en situaciones críticas y de enfrentamiento.
Con una estructura narrativa bien diseñada la autora va presentando y analizando el carácter de todos los personajes que intervienen en el drama.<
La acción transcurre en una ciudad imaginaria, sin rasgos que permitan ubicarla en una país determinado, para reforzar la soledad del protagonista. Leena H. consigue convertir la vulgaridad de la vida y la soledad invididual en las grandes ciudades en un tema puramente literarario con un estilo sobrio pero evocador.

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Pero a Hermann no le entusiasmaba mucho la idea de dirigir el negocio, de estar al mando de la gran empresa familiar. Sin bien es cierto que hubiera hecho cualquier cosa para contentar a su padre no era lo que él tenía pensado hacer en su vida. De hecho, estudió en la facultad lo que realmente le gustaba: medicina. Sin embargo, en sus ratos libres tuvo que realizar varios cursos de empresariales para poder seguir con el negocio familiar. Lo único que no quería Hermann era acabar trabajando de cara al público como comercial de la firma familiar. Hermann acabó su carrera de medicina con honores y, aún así, tuvo que rechazar varias ofertas de trabajo para incorporarse por fin a la oficina central de su padre como vicepresidente de la empresa familiar. Qué casualidad, no encontraron ningún otro candidato que pudiera realizar con tino las funciones de vicepresidencia. Al menos, pensaba que era un mal menor, ya que su trabajo se realizaba de puertas para adentro. Sus padres estaban seguros de que si hubiera ejercido de médico habría sido como forense o recluido en un laboratorio de investigación con células madre. No era un hombre corriente, eso lo sabía, sabía que no había nacido para su cometido actual. Y, lo que más le preocupaba en esos momentos, era que no sabía cuál era su destino o función en la vida. Es más, creía no tenerlo.

Cierto día, sentado a la mesa que tenía frente a la ventana, decidió que su destino no se escribiría con el pasar de las horas en la empresa, con el pasar de los días en su apartamento, con el pasar de los años en su ciudad ni con el pasar de la vida en su vida.

Estaba tomando una copa. A Hermann no le gustaba emborracharse, pero le gustaba ese pequeño vaivén que sentía cuando tomaba un trago, sólo uno, porque era comedido. Creía en la moderación por encima de todo. Creía en los placeres moderados o quizá era la propia moderación y el control lo que le daba placer.

Hermann estaba bebiendo whisky de la mejor calidad. ¡Qué podía beber si no creyendo tanto como creía en la superioridad y supremacía de las clases sociales! ¡Él, que era defensor de la separación de clases, de la elegancia y de lo banal! Terminó su copa. No la apuró hasta el extremo, el hielo seguía indemne mirando el cristal que a su alrededor se mostraba como una jaula que se mofaba de él, pensando que aún le quedaban minutos, tal vez horas para dejar de ser él mismo y fundirse inevitablemente con el cristal y más tarde con el propio aire, y después, la nada.

Se fue a la cama y se durmió enseguida, tan pronto que ni siquiera oyó las campanadas del reloj lejano que marcaba ya la una de la madrugada. No es que le gustara trasnochar, pero no era consciente de la hora. Qué le importaba a él la hora si había días que sólo podía dormir dos horas y otros en los que multiplicaba por diez esa cifra.

Así pues, descansó, pero no plácidamente como sus conciudadanos, y soñó, como tantos otros días, con una realidad mejor.

Al día siguiente, se levantó, se vistió sin ánimo de ostentar, pero sí con la convicción del que se cree elegante, y después desayunó lo de siempre. A Hermann no le gustaba ir a comprar alimentos, se los traían a casa. Lo hacía tan sólo una vez por semana por obligación, por supervivencia. Porque él era un superviviente.

Recordó su sueño a lo largo del día, el hilo argumental completo llegaría luego, por el momento eran solo imágenes.

El café estaba frío, no recordaba siquiera haberlo vertido en la taza desde la extraña cafetera que lo miraba todavía aullando y resoplando pequeñas nubes de humo. Él sonrió para sus adentros, parecía que alguien allá dentro del recipiente metálico pedía ayuda. Todo eran señales, señales de humo de un hombrecillo imaginario. El humo, al final, también se extinguió y el mensaje quedó incompleto. Dejó de sonreír, no era propio de él, y salió de casa para enfrentarse con el día a día laboral.

-Buenos días señor Hermann, tengo preparados aquellos documentos encima de su escritorio. Aquellos de los que hablamos por teléfono.

- ¡Qué alegría verlo por aquí Claus! ¡No sabía que vendría!

Claus no era sólo el abogado del padre de Hermann, sino también su hombre de confianza, el que le había criado desde pequeño y que a la muerte de su mentor no podía hacer otra cosa que seguir en el puesto. Así que, pese a su edad, se mantenía como abogado personal del joven empresario, aunque la empresa tuviera sus propios letrados.

Cuando llegó a su despacho, sintió un vacío, pero no se debía al gabinete, sino a que él sufría la penosa ausencia de su padre; y el vacío que dejaba su rápido ascenso en la jerarquía de la empresa. No quería dejarse arrastrar por los recuerdos y más pronto que tarde se sentiría como un niño perdido sin recuerdos. Cuando se hizo mayor, se siguió protegiendo como el niño que fue y se distanció de su entorno y de la realidad. Lynch pensaba que todo vínculo humano y afecto finalmente conducían al dolor.

Sin pensarlo, salió del despacho corriendo y alcanzó a Claus.

-¿Tendría la bondad de comer hoy conmigo, señor Claus?

-Claro, Hermann.

-No quería importunarle, si tiene que volver a casa y estar con su familia yo…

-No, me quedaré, no me conlleva ningún esfuerzo, además no hemos vuelto a hablar desde…

-Ya, no quiero hablar de eso ahora, Claus. En otra ocasión. Le aviso cuando acabe de trabajar.

- Bien, señor Linch, por supuesto, estaré esperando su llamada.

¿Cuántas horas habían pasado? ¿Se habían eternizado los minutos desde la pérdida? ¿Querría alguna vez recordarlo? No, no ahora, tal vez luego.

Se sentó de nuevo en su asiento de presidente de la empresa y volvió al trabajo que detestaba, pero que por desgracia otros deseaban, y, sintiéndose culpable por ello, pero sólo a medias. emprendió, ahora sí, su jornada laboral.

No repetiría el error de su padre, se lo decía constantemente. Algún día llegaria a tener una familia por la que volver a casa, alguien que se preocupara por él y deseara su llegada al apartamento, alguien al que poder alimentar, cuidar y que siempre le guardara fidelidad. Los hijos, a veces, son desagradecidos, y eso Hermann lo sabía porque era un claro ejemplo de humillación familiar. No sentía apego por todo aquello que sus padres habían logrado para él, de hecho no sentía nada.

Atendió todas las llamadas de condolencia, habló sereno, pero en su corazón, o cualquiera otra cosa u órgano que tuviera dentro, lloraba.

-Sentimos mucho la repentina pérdida de su padre, señor Linch -un comercial le hablaba compungido, alguien que ni siquiera conocía, pero que no perdió la ocasión-, el dolor será inmenso en estos momentos, pero no queremos que por ello deje de reconsiderar nuestro acuerdo con su padre.

-Está bien, miraré la carpeta más adelante.

-Hermann, nosotros estamos contigo, avísanos cuando quieras hablar, ya sabemos cómo eres, lo que necesitas, necesitas estar solo, pero queremos que sepas que cuando lo requieras, puedes hablar con nosotros.

Esto último, en realidad, no era una conversación telefónica como tal, sino un mensaje de voz en el impersonal correo del móvil del compungido hijo del antiguo presidente de la empresa, esto es, en su propio teléfono.

Eran, si Hermann aun llegaba a reconocerlos, dos antiguos amigos suyos que, en alguna ocasión y solo del modo que Hermann permitió, pudieron llegar a conocer a este peculiar individuo. Sus nombres eran Cloe y Set.

PRIMERA PARTE

Hermann Linch era un hombre bastante insignificante. Desde pequeño había sido quizá el niño más insignificante de la guardería, del colegio y, posteriormente, de la universidad. No tenía nada que le hiciera especial, no tenía ningún rasgo significativo, nada de marcas, nada de cicatrices, nada que pudiera identificarle como el ser único que era. Y por tanto, en el estado insustancial en el que se encontraba, tampoco era una persona que fuera a llevar piercings o tatuajes, cambiar su color de pelo o cambiar cualquier otro rasgo de su anatomía.

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