Gunnar Kaiser - Bajo la piel

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Bajo la piel es una novela muy ambiciosa, original y atrapante sobre un exquisito bibliófilo y posible asesino serial, en la que se cuenta un itinerario épico que comienza en la ciudad alemana de Weimar en 1918, con la historia del paciente cero de la más devastadora pandemia de gripe de la historia de la humanidad, y termina en la arruinada Argentina de los años noventa; pasando por el surgimiento del nazismo en Berlín, la persecución en Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial, la cultura de Nueva York de los años sesenta y la vida comunitaria en Israel, muchos años después.
El narrador, Jonathan Rosen –un judío norteamericano descendiente de alemanes– comienza la historia a sus veinte años, cuando se muda a Nueva York para estudiar Literatura en la Universidad de Columbia, en 1969.
Al mismo tiempo que Jonathan queda flechado en un bar de Brooklyn por la que considera su «chica definitiva», conoce al enigmático dandy, misógino y manipulador Josef Eisenstein, treinta años mayor que él, que se le anticipa en la conquista de la chica y termina siendo el maestro de Jonathan en el arte de seducir a través de la cultura y el intelecto.
La novela cuenta cómo la ciudad de Nueva York vive fascinada por la cultura pop y al mismo tiempo horrorizada por los asesinatos seriales de mujeres muy jóvenes, arrojadas a orillas del río Hudson y del East River por el «Desollador de Williamsburg».
A medida que pasa el tiempo, Jonathan sospecha que su mentor oculta un secreto muy oscuro.
Un salto cronológico lleva a conocer la historia inquietante y provocadora de Josef Eisenstein, nacido en Alemania a fines de la segunda década del siglo XX y que por sus características –amoral, obsesivo, posible asesino– recuerda a otros célebres personajes de grandes novelas de la literatura alemana, como los protagonistas de El tambor de hojalata, de Günter Grass, y El perfume, de Patrick Süskind. Josef Eisenstein, a través de su historia de deseo y obsesión, resulta igualmente original, controvertido e inolvidable.
La crítica también relaciona este libro con La verdad sobre el caso Harry Quebert, del suizo Joël Dicker.
Bajo la piel, obra que reúne elementos de la novela de iniciación, de ficción criminal, de relato de guerra y de narración psicológica, entre otros, es la primera novela del escritor alemán Gunnar Kaiser.

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Durante dos semanas el Dr. Eisenstein estuvo reñido con él y con el mundo, habló de complot e intrigas. En la mañana a la que nos referimos aquí, empero, decidió no otorgarle al asunto más importancia de la que merecía. Si esa república creía poder renunciar a hombres como él, entonces era de prever que no fuera a durar mucho. Él, por su parte, volvería a dedicarse a la ciencia y a cultivar su vida social. Ya en marzo pudo volver a sacar a la luz sus antiguos manuscritos, pues para preparar materiales completamente nuevos para sus clases había regresado demasiado tarde de Francia. Ahora finalmente podría comenzar también con ese proyecto que abrigaba, desde hacía tanto tiempo, de redactar una nueva y decisiva Historia de la lengua alemana.

Molesto le resultaba, por lo demás, todo el caos que provocaban ahora en Weimar y que ese día lo obligaba a emprender un más largo camino a casa. Policía en cada esquina, los representantes de la prensa venidos de la capital y luego el ejército gris de los diputados. Sacudiendo la cabeza pasó por delante de las vallas que se veían bordeadas de honorables ciudadanos de cuellos alzados y un par de tontos de la academia con blusas constructivistas, que cerraban el paso a la plaza del Teatro Nacional donde un total de doce guardias de mascarilla custodiaban las escalinatas, y entró en el Schützen, un local que desde que el hombre tenía memoria servía bebidas a los cocheros de la Plaza del Teatro. Allí bebió una taza de té y le encargó a un muchacho que le llevara a la Parkstrasse la leña que habían acordado allí mismo unos días antes. El muchacho, un rubio flacucho de como máximo doce años, no era el más saludable, como pronto pudo comprobar el Dr. Eisenstein. Tosía y jadeaba tanto que Eisenstein estuvo a punto de liberarlo de la carga, darle las cáscaras de papa acordadas y llevar él mismo el atado a su casa. El cargo de conciencia ya se le estaba haciendo casi insoportable cuando doblaron en la esquina del Frauentor y divisaron los estucos de la fachada de la casa familiar. El doctor le dijo al pobre y simple muchacho que dejara la carga delante del portal, él mismo la subiría.

Llegado a las habitaciones del primer piso, también Eisenstein sudaba ahora del esfuerzo al que su delgado y delicado cuerpo de sabio no estaba acostumbrado, y sudaba tanto que, contra todo sentido común, pensó que el muchacho lo había contagiado y que la enfermedad ya se había declarado: una incubación de cinco minutos, bromeó para sus adentros, ¡impresionante! Pero más allá de si su agotamiento era algo normal o no: ya con el riesgo de que aquel muchacho lo hubiera podido contagiar de tuberculosis, peste neumónica o de la misma influenza que media Weimar sufría desde hacía siete días, bastaba. Decidió entonces saludar a su esposa sólo desde lejos. Cuando la vio durmiendo en su cama, recordó su estado, pero María, que recibió la leña que había traído, le comunicó la buena nueva. Y así fue como también le hizo una visita a su hijo recién nacido, visita durante la cual se cuidó extremadamente de no tocar a la nodriza ni acercarse a menos de diez pasos al bebé, el que en el último rincón de la sala le pareció como una larva transformada en crisálida. Ya llegaría el momento en el que el bebé se convertiría en una mariposa, pensó. Luego se dirigió con gesto satisfecho a su estudio y se puso a trabajar.

Aquel día María fue entonces la única que tocó el necesitado cuerpo de Josef después de que este dejara el vientre de su madre. Y todo el tiempo en que la gripe asolara aquellas tierras habría de continuar siendo así.

2

Ya haya sido debido a la influenza que seguía causando violentos estragos, y de la que los habitantes de la ciudad no podían decir si peor que los males que había traído consigo no eran las masas de diputados que desde hacía semanas abarrotaban las calles, las plazas y los restaurantes de la ciudad, o simplemente por la ya considerable avanzada edad de la nodriza y la longitud del hilo de la vida que le había sido otorgado, el hecho es que: una semana después del nacimiento de Josef, María falleció en paz y con una sonrisa en los labios en la chaise longue donde había pasado los días y noches anteriores velando por el pequeño Josef.

–¿Pero qué pasa? –preguntó el Dr. Eisenstein cuando entró a la habitación del niño. Su esposa, preocupada ante la ausencia de los ruidos que todas las mañanas le llegaban desde la habitación contigua hasta su lecho de parturienta, había encontrado muerta a María y enseguida lo había llamado. Él puso los brazos en jarretera y sacudió la cabeza, igual que si le hubieran jugado una mala pasada y ahora no tuviera más que identificar al culpable para darle un sermón. Indeciso, permaneció tieso en la postura que había adoptado.

–Quizás deberíamos haber calefaccionado el cuarto del niño –dijo Fanny.

El Dr. Eisenstein sacudió de nuevo la cabeza, esta vez por la suposición de su esposa de que el frío en la habitación hubiera podido tener algo que ver con el deceso de María.

–Demasiado calor tampoco es bueno –dijo.

–Tenemos que sacarlo de aquí –dijo Fanny aparentemente preocupada por la salud de su bebé de una semana. Pero tampoco ella se movió.

–Correcto.

Ambos estaban tensos a la espera de lo que el otro dijera. El Dr. Eisenstein no estaba seguro de a qué se había referido su esposa cuando había dicho “sacarlo”: si a su hijo o al cadáver de la gobernanta. Lo que fuera, pensó, lo uno o lo otro, algo debía pasar. Pero ni él ni Fanny abandonaron su inmovilidad. Después de todo lo que se decía sobre el riesgo de contagio no querían tocar a la vieja María. Fanny todavía estaba amamantando, lo que significaba que María la había ayudado a sacarse la leche con una bomba para dársela luego al niño en mamadera. Si el niño ya se había contagiado o no era algo que los padres no se atrevían a decir. Todo parecía tranquilo en su cunita, nada de tos, nada de estornudos, nada de afiebrados gemidos. ¿Quizás ya...? ¡Pero no... ahí! La manta se movía aún, ascendía y descendía ligeramente. El niño dormía tranquila y profundamente.

Tras medio minuto de silencio que uno hubiera podido interpretar como de duelo, los padres de Josef se voltearon, salieron de la habitación donde para bien o para mal su hijo debía permanecer aún un pequeño rato junto a la muerta, cerraron firmemente las puertas tras de sí y, una vez que el señor de la casa se hubo ocupado de los trámites necesarios, volvieron a entregarse a sus ocupaciones.

Muchachas jóvenes no escaseaban. Pero Eisenstein resolvió que era importante que la nueva no sólo estuviera absolutamente sana, fuera eficiente y resistente, sino que también fuera capaz de obediencia absoluta. Al fin y al cabo, su tarea consistiría en mantener a Josef estrictamente alejado de todo contacto corporal con otros así como también en no entrar ella misma en ningún contacto con otros; al menos hasta que no se hubiera aplacado la ola de gripe. Ah, sí, y tenía que ser una shikse.

Así pues, a los diez días del nacimiento de Josef y tres del deceso de María del vecino Schöndorf llegó a la casa de los Eisenstein la joven de veintiún años Henriette Condé, una grácil reformada francesa de mirada tímida que ya había demostrado sus dotes como niñera con sus tres hermanas menores, a las que había criado junto con su madre en la casita de jardín donde habitaban.

Para Henriette, de cuya sana constitución el doctor se cercioró personalmente, el empleo significaba la posibilidad de alimentar a su familia, sobre todo porque el joven padre no le pagaba en contante sino en especias: todas las semanas le hacía llegar a su casita de Schöndorf una canasta con dos docenas de huevos, un cuarto kilo de papas, un repollo y un embutido de Schmalkalden. Ella comía en la cocina después de llevarle su sopa de harina, su bizcocho tostado y su cerveza de malta a la señora de la casa a la cama, pasaba las noches en la misma chaise longue en la que había dormido su antecesora y desde allí sólo perdía de vista al pequeño Josef cuando tenía que cerrar sus ojos.

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