1 ...6 7 8 10 11 12 ...16 Aquí el agustinismo de Boisguilbert adquiere una inflexión específica: el «estado de inocencia» no es el adánico, sino posterior; es la fase que sigue inmediatamente a la Caída. La «infancia del mundo» tuvo en la sociedad la forma de un reino de igualdad entre los hombres, que duró milenios gracias a la limitación «de las necesidades» y la igualdad de todas las profesiones [42]. Pero para Boisguilbert este estadio es primitivo, y tras la inocencia llegará el estadio «limpio y magnífico»:
Con el tiempo el crimen y la violencia se hicieron comunes, el más fuerte no quería hacer nada, sólo gozar del fruto del trabajo de los más débiles. [Así,] hoy los hombres se dividen en dos clases […] [43].
La intención de la ley natural es «que todos los hombres vivan cómodamente de su trabajo o del de sus ancestros» [44]. En el caso de Boisguilbert (a diferencia de los liberales de hoy) no se trata exactamente de que haya una ley divina que ampare a empresarios y rentistas por igual: de hecho, él excluye a los últimos explícitamente, y entiende por herencia de los ancestros «la acumulación de los granjeros o mercantes, que permiten a su propietario ser un emprendedor y utilizar el servicio del trabajo asalariado» [45]. Recapitulando: hay una providencia divina que sustenta un orden social que es, por ley natural, desigual, pero que, pese a la corrupción rentista, y si los agentes actúan maximizando sus intereses y egoísmos, empleando el trabajo de otros, tenderá hacia un equilibrio próspero. Estamos a un paso de la mano invisible. Sólo queda secularizarla, y acercar un poco más en el tiempo la utopía:
[al] introducir un estado de inocencia entre la Caída y el estado desarrollado […] las condiciones para lograr el equilibrio económico quedan ya establecidas, como si todavía se estuviera en este estado de inocencia, es decir: equilibrio general sin una clase ociosa. El modelo próspero no es por tanto una descripción veraz de la sociedad que Boisguilbert tenía ante sí. De hecho, es sólo un modelo que debe ser alcanzado. De tener éxito, habría que acercarse lo más posible al estado primitivo, pero sin ser nunca realmente capaces de retornar a él: la naturaleza del hombre es corrupta, y la evolución es irreversible [46].
Desde luego, podría pensarse que, en su expresión más maximalista, este credo cristiano y liberal sería contradictorio con la monarquía absolutista y, entre otras cosas, su fiscalidad «agresiva». Sin embargo, no lo es. Para los súbditos, los impuestos «son una obligación impuesta por el mismo Dios», que además en principio deben tener una cierta «progresividad», si quieren seguir respetando la autoridad divina [47]. Y, sin embargo, Boisguilbert tiene claro que la tributación es sólo una medida excepcional. El rey debe ser capaz de proveer por sí mismo las arcas del Estado, y los tributs son legítimos sólo en circunstancias extremas [48].
Antes de seguir, hay que señalar otros afluyentes teóricos del liberalismo que pasan por su obra y llegarán al periodo clásico del liberalismo económico: en primer lugar, el mecanicismo «liberal», o la utopía de la autorregulación (que veremos en otro capítulo), cuyo lema para Boisguilbert es «qu’on laisse faire à la nature» [49]: en asuntos de comercio debe dejarse obrar a la naturaleza y la providencia. En este ámbito los sujetos son
partes de un reloj que participan del movimiento común de la máquina, de modo que la perturbación de uno sólo de ellos es suficiente como para detenerla completamente [50].
Y, en segundo lugar, la concepción individualista-metodológica de los agentes económicos. Quizás por su proximidad familiar al dramaturgo católico Pierre Corneille, Boisguilbert incluye en sus textos también numerosas referencias al teatro; adelantándose casi tres siglos a Goffman o Garfinkel, o a Gary Becker y el filósofo Daniel Velleman, o un poco menos al lui de El sobrino de Rameau, describe a menudo a los agentes económicos como puros actores teatrales, interpretando papeles diversos, siempre observados por aquel Deus absconditus de Pascal, del jansenismo o de los pensadores de Port-Royal. Todo esto, bien es cierto, aunque Boisguilbert sitúe finalmente al teatro propiamente dicho, y al gremio de actores, en el último escalafón del aporte a la estabilidad y equilibrio económico del país [51].
No estamos lejos de Adam Smith, que por lo demás tenía en su biblioteca un ejemplar de la obra capital de Boisguilbert, Le détail de la France. Y como decía Marx, puede considerársele el fundador de la economía política clásica, junto a William Petty: pero la apreciación relativa de Marx, al considerarle un pionero de la economía, no debe llevar a exageraciones. Marx era bien consciente (y así lo señala en la Crítica de la economía política y en Teorías de la plusvalía) de que Boisguilbert era una figura siempre intermedia, un resto del pasado que auguraba desarrollos muy posteriores. Por eso, aquella frase sobre «el monstruo monetario», tan comentada, no le llevó a engaño:
Bajo Luis XIV, [Boisguillebert, sic] denuncia al dinero como la maldición universal que deja exhaustas las verdaderas fuentes de producción de la riqueza; sólo con su destronamiento, nos dice Boisguillebert, el mundo de las mercancías, la riqueza real y el disfrute general de la misma podrán volver por sus viejos y buenos fueros. No estaba todavía en condiciones de comprender que la misma magia negra financiera que arrojaba hombres y mercancías en la retorta alquímica para hacer oro, hacía que al mismo tiempo se evaporaran todas las relaciones e ilusiones que frenaban el modo de producción burgués [52].
ESTAMPAS TURÍSTICAS (II)
El 5 de julio de 1795 París estaba en pleno debate constitucional; la Convención había aplastado la revuelta jacobina un mes antes y en dos meses se aprobaría una nueva constitución con los votos de un millón de franceses. En Inglaterra cundía la preocupación por las turbulencias políticas al otro lado del canal. La inquietud era patente y los debates constantes. Sin embargo, esta es la entrada del diario de Thomas Robert Malthus:
5 de julio. Domingo. Desayuno en Asgarth. Me he perdido dos veces intentando llegar; la gente del campo indica según los puntos cardinales y siempre empieza sus frases por Bien. —¿Por favor, el camino a Askrig? —Bien, debes tomar el primer camino que gira hacia tu derecha, y atravesarás un pequeño pueblo. Pasado el pueblo te diriges más o menos al este y al final giras por un largo pasto hacia el norte […]
Cena en Askrig, un pueblo del mismo tipo que Midlam. He visto una muy hermosa cascada a media milla del pueblo, antes de cenar [53].
Según los biógrafos, y contando tanto diarios como escritos y sermones, sencillamente en la vida del joven pastor inglés no existía la Revolución Francesa [54]. En aquellos días, la casi paradigmáticamente aburrida existencia del futuro autor del Ensayo sobre el principio de población se adornaba con las estéticas vistas de la campiña inglesa. En sus excursiones (abandonada ya la afición juvenil a la caza), Malthus se armaba con las mejores guías de viaje (que aprovechaba para corregir y criticar) y algo de literatura: sorprende, pese al adusto carácter de Malthus, que en esos días se dedicase a leer precisamente Memories and anecdotes de Philip Thicknesse, un estrafalario escritor conocido por raptar a sus amantes y por haber acabado sus días siguiendo la moda entre los nobles ingleses: haciéndose construir, en la parcela de su vivienda, un bucólico refugio en el que acabar sus días como «ermitaño de jardín». Algo de esas lecturas se filtra entre las entradas del diario de Malthus:
Crummock es un lago aceptable, sin un solo junco, y en su parte más baja, si se mira hacia Buttermere, están las mejores vistas. La hija de mi anfitriona volvió por la tarde del mercado y trajo con ella esa hermosa cabellera. […] Finalmente llegué a una pequeña casa con una chica muy guapa en la ventana, que al ver que la miraba con melancolía, salió a recibirme… [55]
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