En el combate contra la «filosofía cristiana», por tanto, los philosophes ejercieron retiradas, flanqueos, y escaramuzas, utilizando las mismas armas de sus adversarios cuando les fue oportuno:
Los primeros escritores cristianos habían ganado su batalla […] adaptando a las necesidades y experiencias del mundo antiguo (que, como el siglo dieciocho, necesitaba enmendarse) la vieja temática griega del ciclo de declive y renacimiento. La idea clásica de una edad de oro, o una época dominada por un felizmente inspirado Licurgo o Solón, fue interpretada por los teólogos cristianos en los términos de su propia historia bíblica […] La «Caída del hombre» [de esa edad de oro] era más comprensible si podía atribuirse a un primer acto de desobediencia [72].
…y si a la edad dorada, ya pasada, se le añadía una edad dorada por venir. El peso crucial de esta escatología cristiana era insuperable para los philosophes ilustrados; sin una Ciudad de Dios aguardando en el futuro, era imposible apuntalar la mejora de la humanidad (129). En esto media, entre otras, la disputa de los antiguos y los modernos, en el siglo XVII. Pero una vez liberados también del peso de la antigüedad clásica, la utopía terrenal estaba por fin al alcance. Esta, eso sí, sería una empresa cooperativa, realizada en común por los hombres…
¿Todos los hombres? ¿Y qué hay de aquellas mujeres y hombres que estaban alejados de toda prosperidad material? ¿Les aguarda a ellos esa Ciudad de Dios? ¿Qué tenían que decir los philosophes dedicados a aquello que se llamará ciencia económica? ¿El libro de la naturaleza, y sus leyes, guardan algún artículo dedicado a la prosperidad general, o todo se apostaba al advenimiento de la nueva Ciudad? «Busca en los escritos de los nuevos economistas, y les encontrarás exigiendo la abolición de restricciones artificiales al comercio y la industria, para que los hombres sean libres de seguir la ley natural del interés propio» (52): bastaría con seguir esa ley, y esperar.
En el libro de la naturaleza, por tanto, está escrito aquello que emanaba antes de la autoridad divina, esté ella presente o haya «abandonado la tierra» (como decía Lukács), y parece que esta dictaba que el interés propio traería esa Ciudad de Dios. El caso es que, con este titubeante paso del libro divino al libro natural, Adam Smith podrá afirmar con tranquilidad, sin preocuparse especialmente de los detalles teológicos, que la propiedad privada es «sagrada e inviolable» [73]. Las temáticas teológico-morales parecen enterradas y el hombre simplemente «tiende» de manera natural al intercambio comercial y este, con los debidos caveat, a la prosperidad general. Todo parece tan laico como la cuasi-apócrifa manzana de Newton. Pero en realidad el enfoque sólo se ha desplazado y la Maldad pervive, escondida en la idea de «interferencia», ya sean gobiernos, terratenientes medievales, gremios, o incluso otros economistas, quienes obstaculicen los «hábitos de la economía […] cultivados por motivos de interés propio», esto es, «cualidades dignas de elogio, que merecen la estima y aprobación de todos» [74]. Contra Mandeville o Hutcheson, Smith no equiparará el interés propio al vicio, sino que lo considerará una virtud.
¿Y cómo es que, contra la intuición medieval, es el interés propio y no la benevolencia o la caridad lo que produce el bienestar de todos? Pues, dirá Smith, eso es gracias a la «mano invisible de Júpiter» [75], o dicho de otro modo, «la Providencia» [76], la intervención del «autor de la Naturaleza» [77], que «parece haber tenido como propósito originario […] la felicidad de la humanidad».
Y es que, por mucho esfuerzo que dediquemos a colocar a Adam Smith del otro lado del proceso secularizador, no sólo él sigue siendo un deísta más o menos cristiano, sino que su «sistema no se mantiene en pie sin la presencia de un demiurgo creador» y sin la «teleología y el argumento del diseño, que eran pilares intelectuales de la época de Smith» [78]. De hecho, si se repasan las concepciones de la época respecto a las propiedades invisibles del mundo y su conexión con la creación e intervención divinas, queda claro que «casi con total seguridad, cuando [sus] lectores encontraran la expresión de Smith, la entenderían como una referencia a la actividad oculta de Dios en la economía política, lo pretendiera Smith o no» [79]. Dicho sea de paso: si entendemos la centralidad de esa teleología y ese «diseño inteligente» podremos comprender también el peso que siguen teniendo en el imaginario liberal cristiano en pleno siglo XXI, por ejemplo, en el de la Iglesia de Lakewood, de la que hablaremos más adelante.
La posición teológica de Smith es heterodoxa, sin duda, e incluye un espectro ecléctico que va desde el teísmo ilustrado de la época, hasta Aristóteles, los estoicos o el misticismo de Newton. Pero sigue siendo cristiano en un sentido amplio y, en todo caso, mantiene firmemente la creencia en una causa primera y última de la Creación, y sobre ellas el gobierno de una benévola Providencia, un «arquitecto divino» que ha diseñado con inteligencia el mundo y la regularidad en la naturaleza, a la que trasciende y a la vez es inmanente [80]. En su obra hay suficientes pasajes de los que extraer argumentos para la existencia de dios, en todas las formas filosóficas clásicas, pero la que más nos interesa ahora, por su vínculo con la argumentación económica de Smith, es aquella presente en la Teoría de los sentimientos morales: si la naturaleza ha producido seres dotados de un tipo u otro de moralidad, debe haber un origen ético trascendente de nuestra naturaleza moral [81].
Su posición, además, queda lejos de la de su amigo Hume –por mucho que se haya dicho al respecto– pues si Hume negaba las causas últimas del mundo y toda demostración de la voluntad divina, y defendía que el orden del universo proviene de una autorregulación interna «Smith postula una teleología monista, generada externamente, en la que el universo queda retratado como una unidad única interdependiente y diseñada, más que como una colección de microsistemas autónomos» [82].
Aquí llegamos al punto crucial: si se afirma que «la mano invisible» opera dentro de los principios de la naturaleza, ¿entendía Smith por «naturaleza» un conjunto de causas pura y simplemente inmanentes al mundo material y social? No exactamente, pues estas funcionan como las partes de un reloj, «a las que no adscribimos deseos o intenciones, sino al relojero»:
Cuando por principios naturales nos vemos llevados a avanzar hacia tales fines, que una razón refinada e ilustrada nos recomendaría, estamos muy legitimados en imputar a esa razón, respecto a su causa eficiente, los sentimientos y acciones por medio de los cuales promovemos esos fines, e imaginar aquella como la sabiduría del hombre, cuando en realidad es la sabiduría de Dios [83].
Si como citábamos antes, el «autor de la Naturaleza» busca la «felicidad de la humanidad», y esta depende de la «prosperidad material», el crecimiento y riqueza de la que Adam Smith es testigo en su época (y en su clase) es la prueba de que esa «mano de Júpiter» acompaña a aquellas sociedades en las que el interés propio rige la actividad social, y no es frenado por grupos espurios. Hay un «orden espontáneo», un «vasto equilibro generado y mantenido por leyes naturales de origen divino» que se reflejan en disposiciones inscritas en los hombres: la simpatía modera el vicio y las interacciones humanas y genera una justicia espontánea; el egoísmo y la avaricia producen una abundancia universal; el instinto de intercambio comercial produce la división del trabajo y la abundancia que esta genera; las desigualdades de riqueza son benéficas a largo plazo; la preferencia natural por los productos nacionales benefician al propio país, etcétera. Por tanto, la única tarea de los individuos es seguir sus impulsos inmediatos y desistir de alterar el orden divino espontáneo [84].
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