Antonio José Antón Fernández - El sueño de Gargantúa

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Recordamos la utopía desde una sola mirada: sociedades paritarias y felices sin diferencias ni clases sociales. Si hubo futuros trazados desde posiciones liberales, no se nos ocurre otra forma que la distopía: futuros de pesadilla, sin libertad y con diferencias de clase abismales. Pero esto no explica su fertilidad e influencia. Si el liberalismo hizo de los sueños de la izquierda una distopía, ¿pudo ser porque quien soñaba era él? En estas páginas se analizan esas promesas, para aclarar el ocaso neoliberal de todo futuro, y de nuestro capitalismo sin horizonte.
"Todos deberían leer El sueño de Gargantúa: si ignoras su moraleja, tarde o temprano pagarás el precio en tus propias carnes."
Slavoj Žižek

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No en vano, escribiría más tarde, en su Ensayo, que «las tentaciones de caer en el mal son demasiado fuertes como para que las resista la naturaleza humana» [56]. De hecho, este es el eje central de la obra de Malthus: la tensión entre sexo y hambre, o más apropiadamente, entre reproducción y medios de subsistencia. Y como sacerdote y economista liberal, todo girará una vez más alrededor de la Biblia. Volvamos al Génesis 1:28 («fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla»), y comprobaremos la difícil y ambigua relación del malthusianismo con el tema teológico de la Caída.

Estando por naturaleza inclinada a la pereza y el vicio, la humanidad necesita el impulso del hambre para civilizarse; sin embargo, con la civilización y el desarrollo demográfico y productivo que se siguen de ella, esta vuelve a chocar con las barreras naturales que los recursos limitados imponen al crecimiento, de modo que, una vez más, el hambre y la miseria ejercen un papel de estabilidad y contención. Por ello mismo la distribución de riqueza, en la medida en que sirve de alivio a la carestía y abre la puerta de nuevo al vicio (la reproducción descontrolada), está destinada a empeorar la condición general de la sociedad. Las ayudas y subsidios, ya sean a ancianos, madres, o pobres, sólo incrementan la pobreza. En resumen, y dicho con un vocabulario tan propio de Malthus como del neoliberalismo más reciente:

El auxilio a los pobres […] efectivamente incrementaba los precios, con el resultado de que muchos de los trabajadores pobres verían disminuida su capacidad para sufragar su subsistencia, acabando, de hecho, atrapados en un círculo vicioso de dependencia […] El principio de población llevó a Malthus a defender que los legisladores no pensaran sólo en lo que podría llamarse el lado de la «demanda» –en modos para disuadir a la gente de tener hijos que no podían alimentar, y que a su vez demandarían más recursos– sino también en que afrontaran el lado de la «oferta», en los modos en que los recursos naturales –predominantemente los agrícolas– podían maximizarse [57].

Y es que, si se les daba algo más allá de la mera subsistencia, lo emplearían «en general, en la cervecería» [58], y por supuesto, en fornicar. Si a partir de Génesis 3:17 el trabajo es un castigo perenne, Malthus sortea todo el debate sobre la Caída y la Redención, y lo transforma en parte del plan divino [59], que destina al hombre al sudor y el dolor en condiciones de miseria. No hay progreso, sino una tensión eterna, que condena a los hombres a un mismo destino. ¿A todos los hombres? No necesariamente, pues de todo el Mal previsto en la Creación, en algún lugar tiene que encontrarse el Bien intrínseco a ella: este está en «las partes medias» [60]–y aquí tenemos un posible origen de otro mito liberal, el de la clase media– que disfrutan del bienestar merecido, entre la pereza de los ricos y el sufrimiento y vicio de los pobres. En ellas yace el «bien parcial», la estabilidad mínima, que justifica la desigualdad sistémica que se deriva de la condición humana.

Hay que añadir, por lo demás, que sobre el papel los análisis de Malthus no se limitan a la especulación matemática y teológica: hay un intento de comparación histórico y antropológico, pero rápidamente este se abandona cuando ofrece resultados insatisfactorios. Aquí Malthus, y con él Smith y Hume, conectan directamente con nuestro tertulianato contemporáneo: si China, según los informes que llegaban en la época, tenía una población impresionante, tierras fértiles y todo ello en un marco de relativa estabilidad, ¿cómo podía ser posible que su población no creciera aún más, teniendo en cuenta que, contraviniendo los postulados de Malthus, allí las parejas se casaban a una temprana edad? Pues habría que deducir que, dada la condición «bárbara» de estos pueblos, los «documentos no permiten dudar que el infanticidio debe ser muy común en la China» [61]. Los métodos de contención demográfica, afirma el mismo Malthus que reconoce y documenta la miseria generalizada de su tierra de origen, eran en definitiva mejores en Inglaterra. Nada como suponer millones de muertos en Asia para que nos salgan las cuentas aquí.

¿Qué hay del relato grociano y lockeano del origen de la propiedad y el trabajo? La propiedad no puede ser común, como deducían otros a partir de las escrituras, pues la presión del hambre acabaría pronto con ella; deben crearse instituciones que la protejan en todas sus formas, aunque sea –y esta es la diferencia con sus predecesores– una consecuencia de la Caída, y no un don divino. De ahí que el trabajo sea la única herramienta de quien no tiene propiedad, su única oportunidad de sobrevivir. Es el justo castigo por la desobediencia de Adán y Eva, que no puede paliarse de ningún modo, pues si se distribuyera la riqueza de los pocos y se «provocara una inseguridad sobre la propiedad», se les provocaría a estos un mal inconmensurable con el poco impacto que esto tendría en toda la sociedad; además, retornaríamos al ciclo de incentivación de la pereza y el vicio [62]. El castigo divino es ineludible, como lo son las conclusiones de Malthus:

Debe observarse que el principal argumento de este Ensayo sólo pretende probar la necesidad de una clase de propietarios y una clase de trabajadores [63].

Y aunque para Malthus toda desigualdad no deja de ser un mal, por necesario que sea, a esta maldición se oponían contemporáneos como Godwin (autor preferido de su padre, Daniel), Condorcet, los jacobinos franceses (o negros, pues Toussaint L’Ouverture acababa de expulsar a los británicos de Haití), o los ludditas que llevaban décadas actuando en las mismas zonas que Malthus visitaba en sus excursiones. Por eso en su Ensayo no desaprovechó la ocasión de responder a todos ellos. Si por un lado en Malthus hay un desmentido claro de la presunta base secularizada sobre la que se asienta el liberalismo, por el otro encontramos un ejemplo más de la retórica antiutópica, que, como veremos más adelante, no es más que una pantalla bajo la cual seguirán operando mecanismos plenamente utópicos. En todo caso: si para Daniel Malthus en Godwin o Condorcet se encontraban las ideas sobre las que construir una sociedad feliz, libre de miseria y de cortapisas a la autonomía individual, para Thomas

una sociedad constituida según la forma más hermosa que la imaginación pueda concebir […] en muy poco tiempo degenerará en una sociedad construida según un plan que no es esencialmente diferente de aquel que prevalece actualmente, es decir, una sociedad dividida en una clase de propietarios y una clase de trabajadores [64].

LA NUEVA CIUDAD DE DIOS. DE LA CIUDAD EN LA COLINA A LA CIUDAD DEL MERCADO

La lengua también es un almacén de minúsculas derrotas. Ahora los millonarios lo son así, a secas, y CEOs y corporaciones se cuidan mucho de que su imagen vaya asociada a epítetos positivos y enternecedores. En el año 2002, sin embargo, el adjetivo de «excéntrico» todavía se utilizaba como un pequeño recordatorio de la contradicción entre las buenas intenciones de los Ebenezer Scrooge arrepentidos y su posición al frente de conglomerados económicos por encima del bien y del mal y de las obligaciones tributarias. Gates y compañía todavía no habían hecho de la moda filantrópica una especie de obligación de cara a la galería, y la prensa liberal arqueaba las cejas cuando algún magnate se salía del redil, o aparentaba hacerlo.

Leslie Alexander había hecho su fortuna, entre otras cosas, especulando en Wall Street y fundando una de tantas compañías responsables de la astronómica deuda privada acumulada por los estudiantes norteamericanos. También era propietario del equipo de baloncesto masculino de la ciudad de Houston, los Rockets, y tras su conversión al vegetarianismo, decidió promover los derechos animales… al modo capitalista. Como uno de los principales donantes de la principal asociación para la defensa de los derechos de los animales, PETA, Alexander contaba con su apoyo para promover la venta de productos vegetarianos y libres de maltrato animal en el estadio de los Rockets, el Compaq Center, e incluso anunciaba la creación de un grupo de presión en la NBA para que los balones oficiales dejaran de fabricarse en piel.

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