ESTAMPAS TURÍSTICAS (I)
Si se buscan lugares de peregrinación liberal, rodeados de bucólicos paisajes, en el norte de Francia se puede visitar todavía hoy el castillo situado en Pinterville. Para los católicos bien informados el nombre será reconocible, pues ahí, a mediados del siglo XIX, ejerció durante un tiempo el cura y misionero Laval, beatificado hace no mucho tiempo por el papa Juan Pablo II. En el castillo de la villa, dice alguna hagiografía reciente, el padre Laval acostumbraba a cenar de vez en cuando, si bien «cuando se veía obligado a ir, comía pan seco antes de acudir, para no dejarse llevar por el hambre ante una mesa tan copiosamente servida». Por supuesto: no fuéramos a pensar que el legendario misionero disfrutaba pecaminosamente de la aristocrática cocina del castillo. De hecho –continúa el relato hagiográfico– cuando sus hermanas lo visitaban, a veces la cena tardaba demasiado en llegar a la mesa:
—¡Cómo! ¿A estas horas, todavía no has preparado la sopa?
—El señor cura está todavía en la iglesia. Lo pasa muy mal. Vivimos en un país de fábricas y hay tantos infelices… que hasta tres veces ha dado su desayuno a los pobres… ¡a veces hasta la cena! [32].
Desde su profesada preocupación por los pobres, Laval parecía intuir el valor simbólico del castillo, y en consecuencia, pensando en su legado, se distanciaba prudentemente (él, o sus biógrafos). Hoy el castillo está lleno de esculturas: unas pocas del siglo XVIII, alguna anterior, pero la mayor parte obras contemporáneas. Por el jardín trasero desfilan unas hormigas gigantes; cerca de un cobertizo encontramos extraños seres humanoides en plena danza, y mientras, en el interior del castillo, las paredes de mármol y los relojes barrocos se ven acompañados de obras minimalistas, figuras totémicas, cuerpos contorsionados por el dolor, caballeros espectrales, e incluso la escultura de una pareja feliz conduciendo un descapotable. Toda una instalación artística que trae la globalización capitalista a la campiña normanda. Como si el curator de esta exposición hubiese querido retratar la pesadilla del misionero y a la vez el sueño dorado del habitante más ilustre del castillo, el «fundador de la escuela liberal francesa» [33]: Nicolas Le Pesant de Boisguilbert.
Del Señor de Boisguilbert nos ha llegado una única frase a la altura del ingenio y malicia de la vida cortesana francesa: los príncipes –dijo en una de sus obras más polémicas– «apenas pueden aprender nada con perfección aparte de montar a caballo, puesto que sólo las bestias osan contradecirles». Lo dejó escrito, por cierto, en una obra con un título que omitimos en su totalidad, pues ocupa un párrafo entero [34], y no es de extrañar: entre otras cosas, uno de los defectos más citados de este aspirante a consejero del rey es la oscuridad y tediosidad de su prosa. Un barroquismo combinado, además, con una vehemencia inusitada. En este fragmento de 1704 uno de los padres del liberalismo francés nos habla… de economía:
En una palabra, la plaga, la guerra y hambruna, o todas las maldiciones de Dios en la mayor cólera de los cielos, o los más bárbaros conquistadores en sus pillajes, nunca produjeron más que una vigésima parte de los males que han causado los impuestos [35].
La ciencia lúgubre, decían. Pero no nos dejemos llevar por todas las apariencias; pese a la maldad citada más arriba, Boisguilbert no era un republicano, sino todo lo contrario: respetaba enormemente a los altos funcionarios de la corte; defendía en sus escritos al rey y a sus ministros, «bienintencionados» e «íntegros», aunque a menudo «sorprendidos» por las circunstancias [36]. Y no sólo en los pasajes más mundanos de sus libros, o en la correspondencia: en su obra queda patente que para él la única garantía de paz y unión del reino es el monarca absoluto, que para él no es en modo alguno un tirano [37]. Del mismo modo, cuando en una de sus citas más conocidas afirmaba que el dinero «es el monstruo que debe ser derrocado hoy, golpeándolo con tanta fuerza que nunca más pueda levantarse tras su caída», no hay que ver en él a un precursor de Saint-Simon, Proudhon o Sismondi, sino al primer gran defensor del libre comercio. Preocupado, sí, por la circulación monetaria y la estabilidad de los precios; pero convencido de que «una sociedad próspera puede nacer del egoísmo y del amor propio de los seres humanos», lograda a través de «la libertad del trabajo, de los precios y del comercio, y de la bajada de impuestos» [38].
Aunque sea poco conocido, se atribuye a Boisguilbert la formulación más temprana del laissez faire, y «en rigor, la primera aparición de la propuesta liberal en sus aspectos principales» [39], pero, para mayor desazón de los apologetas actuales del mercado, el contexto no es el más cómodo: el fondo teórico del que surge es una ecléctica mezcla de Bodin, Richelieu, Descartes, Nicole, Domat, y san Agustín. Volvemos, una vez más, al libro del Génesis: tras la Caída del Jardín del Edén, el «estado natural» del hombre es una sociedad sin clases; en poco tiempo, la mancha de corrupción que trae consigo la descendencia de Adán genera la aparición de una clase improductiva, los rentistas; con ellos, llega el dinero, la «división del trabajo» (dicho en términos contemporáneos) y una multiplicación de las necesidades. Si bien todo esto surge de la corrupción moral del hombre, desterrado de la compañía divina, esto no supone necesariamente una condena por parte de Boisguilbert: tras el «estado natural», la dinámica social produce un equilibrio dinámico, una interdependencia dentro de un circuito económico al que se adhiere la clase improductiva. Cuando esta dinámica entra en una fase virtuosa, se da un «equilibrio de la opulencia» en el que hay un «sistema de precios proporcionados», una «tácita condición de intercambio», una mínima interferencia de los rentistas, y libre comercio: siempre y cuando se den estas condiciones –afirma uno de los intérpretes de Boisguilbert– la conducta
egoísta y maximizadora de los agentes lleva automáticamente al equilibrio y bienestar de todos, a través del simple mecanismo de las fuerzas del mercado. La idea fundamental de la eficiencia del «librecambio» se origina por tanto en una de las más austeras versiones de la religión católica [40].
Estamos resumiendo una obra que es fundamentalmente económica, y por tanto habría que incluir aquí innumerables páginas (y cartas) dedicadas a lo que podríamos llamar ahora el problema de la inflación, dentro de un marco que (por primera vez) incluye un análisis agregado de mercados múltiples, precios flexibles y rígidos, el circuito monetario, la información de los agentes, y la influencia de estos factores en «ciclos» de prosperidad y depresión económica.
Pero todo ello está salpicado de una prosa bíblica en el estilo, y en el contenido. Las críticas a otros economistas, además, aparecen en el mismo tono; así, dice Boisguilbert, «quien no ha logrado auténticos milagros no debería ser canonizado», y quienes se obcecan en poner el oro y el dinero por encima de la producción de mercancías, sirven al «tirano o ídolo pagano […] forzando a aquellos devorados por la avaricia a ofrecerse en sacrificio en todo momento, sin recibir otro incienso que el humo que nace de la quema de los frutos más preciosos y bellos de la naturaleza» [41].
Respecto al contenido religioso, hay un punto sobre el que merece la pena detenerse, pues reaparece bajo una forma ya casi secularizada (aunque no completamente) en Adam Smith. En Boisguilbert, que en esto sigue a Jean Domat y a Pierre Nicole, el orden socioeconómico «natural» se apoya en la conducción divina del universo y la autoridad conferida por Dios a los gobernantes. ¿Qué quiere decir entonces esa «conducción divina del universo», de la que depende el orden socioeconómico? La providencia divina regula, forma y sustenta la sociedad civilizada «en cada estado» de su desarrollo, asignando así a los hombres sus funciones y posiciones. Esto es, y dicho en el vocabulario liberal contemporáneo, el orden social está planificado, pero por Dios: no queda para los hombres más que abstenerse de intervenir en el equilibrio económico. Puesto que Dios planifica, los hombres laissent faire. Es inútil y a la vez perjudicial interferir en un mundo terrenal que, tras la Caída del Edén, está corrompido irreparablemente, y por tanto, sólo puede funcionar desde la desigualdad social y económica: el orden (y la función y posición de las diferentes clases y jerarquías) debe ser conservado.
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