Pero otro día:
No existe la maldad, existe la manifestación de la maldad, como tampoco existe la memoria, sino la manifestación de la memoria. El libro es el lugar donde la memoria se hace cuerpo. La Enfermedad tampoco existe, Salomón, lo que existe es el cuerpo del Enfermo, donde todo se manifiesta en su dureza y su infección;
luego dijo:
Un Enfermo es un muchacho flaco que esconde una pistola bajo la camisa.
Para cuando Estiarte Salomón habló con Juan Pablo Orígenes por primera vez, con el firme encargo de escribir su biografía, ya sabía que los Enfermos habían soñado con un País distinto, que habían soñado con la guerra y despertaron encerrados en sus tumbas, que la bahía estaba llena de sus cuerpos, hundidos como anclas que han perdido su barca, que eran los que soñaban con la utopía sabiendo que no hay utopía que no se cumpla con la herida de la violencia, que los Enfermos son los que arden ante la negligencia y la comodidad, que se prenden fuego espontáneamente y hablan del tiempo como si el tiempo no pasara, como si todo estuviera aquí hoy y no hubiera distancia; que son los que se saben perseguidos y perseguidores, los que sabían que la ciudad es el hospital de los rebeldes, el núcleo encerrado donde se guarda la voluntad en un archivo perdido entre carpetas y formularios, los que nunca supieron que el peor lugar para una revolución no proclamada es, precisamente, la calle, la casa, la ciudad.
Y podría hundirse Estiarte Salomón en cada recuerdo, enterrarse en lo hondo de cada remolino, en el pelaje espeso de la memoria, en la condenada idea de ir y venir haciendo perdedizo el verdadero sentido del recordar, sin volver al comienzo de todo, al principio en donde, a la distancia, Juan Pablo Orígenes pronunciaba unas palabras llenas de pulpa y entraña, una cosa oculta que había que desatorar de la garganta del tiempo y comprender para acercarse, quizás, a la verdad sobre Orígenes, sobre Pablo Lezama:
¿Quién era de verdad Pablo Lezama?;
la primera vez Orígenes le había dicho:
Pablo Lezama es un recuerdo;
un despedazado recuerdo que no agarra forma, pensaba Salomón, o una alevosa manera de contar un secreto sin decirlo,
una especie de albino o lienzo en blanco al que hay que ir poniéndole, prueba y error, unos ojos ¿negros?, una boca que no dice mucho, un sonido respiratorio encajado en la nariz, el pelo quizá desordenado, una palidez que se mueve en la noche porque los crímenes, entonces, siempre eran en la noche, en lo escondido, y porque el nombre de Pablo Lezama tendría que ver con algún crimen.
Cada nombre tiene su historia, le dijo Orígenes, o su hora del día, o su mes del año, o su esquina de una calle, o su canción favorita, o su ojo de la cara, o su diente de la boca. Cada nombre lleva a un lugar específico. El nombre de Pablo Lezama siempre llevaba hacia la noche, o hacia donde la noche era posible.
¿Cómo saber, se preguntaba Salomón, quién era Pablo Lezama?, ¿cómo saber que Orígenes no había inventado todo aquello?
Entonces Orígenes le habló, un día, de los otros Enfermos:
Yo apenas los conocí, Salomón, íbamos a la escuela juntos, pero uno no se imagina que los compañeros de escuela van a ir por ahí robando bancos o quemando autobuses. Conocí a Eliot Román, por ejemplo;
y le habló de la Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas:
Eliot Román había nacido, dijo Orígenes, en el margen del Orabá cuando el Orabá sale de la ciudad y cambia de nombre, cuando el río deja de ser una corbata pasiva y elegante y se convierte en una soga alrededor de cualquier pescuezo; cuando el río, en lugar de alejarse, se acerca a uno y crece y se desborda siempre, cuando el río es río y no frontera interior, cuando el río es salvaje como los ríos deben ser y come gente y perros locos y caballos tristes, que es lo que comen los ríos de verdad, y no la basura y la mierda que en las ciudades les damos para mantenerlos mansos y que se dejen rasurar y cambiar de curso. En esos márgenes nació Eliot Román, que también fue salvaje;
¿Eliot Román era un Enfermo?;
Usted, Salomón, cree que todos estaban Enfermos. No se equivoque, en aquellos tiempos había de todo, había Enfermos, había Pescados del Partido Comunista, había Morelinos, había Espartacos y Jesuitas, había Guardias Blancos, Halcones del ejército, Orejas de la policía política, Perspectivos y Mafufos, delatores comunes y corrientes, políticos corruptos, como también los hay ahora, izquierdistas, derechistas, Maderistas de los de Ciudad Madera, no de los de la Revolución, y había hijos de puta y cabrones que estaban ahí nomás porque no tenían nada más que hacer, y había periféricos y simpatizantes, antipáticos y apartidistas. No todos estaban Enfermos;
¿Y Eliot Román?;
Él sí era un Enfermo;
¿Hace cuánto que no lo ves, Juan Pablo?, y quizás en la pregunta había una trampa;
Ya murió, o creo que ya murió, o que ya debería estar muerto de tanto tiro que le dieron en la espalda y en las piernas. No he vuelto a verlo. Pero cuando Eliot Román todavía estaba en vida, en aquellos tiempos, tenía una facilidad insoportable para robar libros. Era muy amigo de Isidro Levi, y a él también le robó un montón de libros. Isidro lo sabía y lo dejaba, decía que eran préstamos sin retorno, y nunca se los reclamó. Llenó un par de maletas, creo que eran verdes, como de piel de dinosaurio, prestaba los libros y a él tampoco se los regresaban, y entonces volvía a robar. A veces en las bibliotecas públicas, a veces en las librerías, a veces en las casas de estudiantes y en las de profesores y a veces robaba el mismo libro varias veces;
Intencionalmente, quizás;
Quizás, o puede ser que no siempre. A veces en un libro había cosas anotadas y procuraba recuperarlo. Eliot Román, porque había nacido en un margen y había vivido en los márgenes, hacía anotaciones en los libros;
Algo importante habría escrito en algún libro;
Eso es lo que siempre creemos, y por eso Eliot Román perseguía libros, porque hay gobiernos que persiguen lectores. Pero nosotros no leíamos tanto;
Y ¿para qué eran los libros, Juan Pablo?;
No me haga recordar, Salomón, no me pregunte si Eliot Román iba de arriba abajo con dos maletas rojas como de piel de manzana, llenas de libros marxistas, leninistas, o de Mao y Trotsky y Ho Chi Minh o si hablaba en voz alta de la guerra de Vietnam o de Laos y Camboya; yo no quiero saber si en aquellos años él iba de una casa a otra cargando los libros, prestándolos y perdiéndolos cuando la policía política encontraba el escondite de algunos compañeros. No me interesa recordar a cuántos una bala les atravesó el pecho luego de atravesarles el libro que llevaban escondido entre los pantalones. No quiero saber, y usted tampoco, que alguna vez, pensando en que era más seguro, enterró las maletas, amarillas de piel de jirafa, en el patio de una casa, debajo de un arrayán y una ceiba pequeña, y que volvió a las semanas y en lugar de desenterrarlos y llevárselos, enterró más y más, y cada tanto tiempo la biblioteca subterránea iba creciendo, y los que querían libros, cuando Eliot Román ya no podía cargar con ellos porque era demasiado peligroso, o porque él decía que era demasiado peligroso, cuando ya no podía ir con las maletas llenas ni con los libros metidos en el pantalón y debajo de la camisa, porque así no se puede correr delante de las patrullas y los perros, todo eso, pues, se lo digo, Salomón, escúcheme, era que entonces alguien le decía a Eliot Román:
Quiero leer tal cosa o tal otra,
y Eliot entregaba un mapa de aquel patio con indicaciones de dónde y a qué profundidad se podía encontrar cada libro:
había lecturas menos peligrosas, que estaban enterradas casi a ras de suelo, o incluso entre algún matorral, debajo de una piedra de justo tamaño, o a esa profundidad a la que uno podía llegar con algunos arañazos terrícolas, o luego de un delicado barrer de arqueólogo sobre las ruinas de la ciudad libresca; y había libros que costaban la vida, y que estaban muy profundo, entre las raíces de los árboles, y a los que había que dedicar algunas horas de minería y excavación, donde se descubre que el libro está dentro de un pozo y que cuando uno lee las palabras, lo único que hace es cambiar su lugar por el del libro:
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