NADA ES CRUCIAL
Primera edición: octubre, 2020
© del texto: Pablo Gutiérrez, 2010
© de la presente edición: Editorial Humbert Humbert, S.L., 2020
Ilustración de cubierta e interiores: Israel Gómez Ferra (IRRA)
Producción del ePub: booqlab
Publicado por La Navaja Suiza Editores
Editorial Humbert Humbert, S.L.
Camino viejo del cura 144, 1.º B, 28055 – MADRID
http://www.lanavajasuizaeditores.com
ISBN: 978-84-123059-9-9
IBIC: FA
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LA NOVELA DESCAMPADO PARA
ENTRAR EN MUNDOPABLO
Isaac Rosa
Ojo, por ahí asoma un escritor, y además de los que no se dejan leer tan fácilmente. ¡Rápido, una etiqueta, que no escape! A Pablo Gutiérrez han intentado maniatarlo con más de un lazo, a ver si así hay manera de leerlo cómodamente, sin que nos sacuda el sillón de lectura a cada página.
«Novelista social» es la etiqueta más recurrente, pero a Pablo le va grande. Sí, he dicho grande, porque la de «novela social» no es una camisa sino un saco muy dado de sí para que entre cualquier cosa. Aunque el propio autor no le hace ascos, y en efecto parte de su genealogía literaria apunta a esa tradición, este prologuista no ve muy «social» a nuestro novelista más allá de su evidente mirada crítica a la realidad, su preferencia por personajes y ambientes marginales, o su implacable retrato de miserias contemporáneas. Pero diría que su militancia es más formal que temática: lo que vuelve conflictivos sus libros no es el tema o los personajes sino la escritura, el estilo, la fuerza de su voz, sus metáforas radicales y su torrencial ingenio. Son sus decisiones estéticas. Es decir, sus decisiones éticas. Su personalísima escritura descoloca al confiado lector mucho más que lo escabroso de algunas situaciones narradas. Bastan unas pocas páginas de Nada es crucial para que la reduccionista y apaciguadora etiqueta de «social» que el lector pensaba usar de marcapáginas arda espontáneamente.
«Escritor periférico» suele ser un buen intento. Es una categoría coqueta, prestigiada por esa estetización de los márgenes de que tanto gusta el periodismo cultural. Pablo Gutiérrez tiene mucho de periférico, es cierto. Escribe desde la periferia más absoluta (en España todo lo que no sea Madrid ya es periferia, y Pablo escribe desde la periferia de la periferia: niños, buscad en el mapa Sanlúcar de Barrameda), opera en el extrarradio de los centros de poder literario (poder con minúsculas, pero poder al fin). Es la suya una escritura también periférica respecto a tendencias, modas, generaciones o grupos; y por supuesto reconocemos en él una sensibilidad y una ética periféricas, no sólo por su selección de materiales (de afueras están llenas sus novelas) sino por su cercanía literaria y humana hacia personajes que conoce bien, no como lector sino como ciudadano.
Puestos a amarrar a Pablo Gutiérrez en este prólogo para facilitar mínimamente al lector la entrada y que no se descalabre nada más asomar, propongo otra etiqueta, tan discutible como las anteriores: «literatura descampada». No literatura de descampado, sino la propia literatura convertida en descampado.
Por supuesto no digo descampado en el sentido literal que recoge el diccionario de la Academia: terreno «descubierto, libre y limpio de tropiezos, malezas y espesuras». Los descampados que conocemos, los que nos vienen a la cabeza cuando escuchamos esa palabra, los descampados que forman parte de nuestra educación sentimental («en los ochenta, cuando los yonquis dominaban el planeta», se lee en las próximas páginas), los descampados que siguen existiendo en nuestras ciudades, los «no lugares» de la clase obrera –frente a quienes piensan en aeropuertos u hoteles cuando oyen hablar de «no lugares»- suelen estar repletos de tropiezos, malezas y espesuras, y también basura, mucha basura, y montañas de escombro justo al lado del cartel de «prohibido verter escombros» y residuos para los que no hay contenedores de colores y coches quemados y objetos desubicados y chabolas –sí, niños, sigue habiendo chabolas aunque ya no las veáis- y yonquis –sí, niños, etc.- y animales perdidos y carroñas y de vez en cuando un cadáver (si en el periódico leemos «aparece un cadáver en…», completamos la frase sin terminar de leerla: «en un descampado»).
Si digo descampado hablo de esas zonas de paso por las que pocos quieren pasar, extensiones desapacibles en las que acelerar, tránsitos que te convierten en sospechoso. Pero al mismo tiempo nos une a ellos una incómoda familiaridad y nos provocan una morbosa atracción: fueron el bosque del lobo en nuestra infancia, y ya de adultos nos reclaman al otro lado de la ventanilla del coche, magnéticos. Territorios sin ley que sólo se doblegan a la especulación y reurbanización que ni levantando pisos de lujo consigue borrar su alma descampada. Son espacios de resistencia, márgenes, afueras absolutas: no afueras de la ciudad, sino afueras del sistema, eso que parece imposible: salir, estar fuera, quedarse fuera. Son borrones en el discurso oficial, agujeros eternos, ruinas de belleza convulsa, depósitos de la violencia y desigualdad sobre la que se levanta nuestra prosperidad. Son el fuera de campo, imposible ocultarlos tras la valla que anuncia la próxima promoción de viviendas y el futuro parque sobre las vías enterradas.
Nada es crucial es una novela descampada. O siguiendo el gusto del autor por los neologismos, es una noveladescampado. Una vez más, no sólo por el asunto tratado (Lecu nace en un descampado y aunque se aleje o lo salven siempre lo llevará dentro; Magui vive una vida descampada en su casa de pueblo, desvelada por el coro de las vacas insomnes), ni por su querencia por tipos marginales (los dos protagonistas y todas esas criaturas rescatadas por fundamentalistas católicos) o la acumulación de miserias y escombros. Es noveladescampado sobre todo por su escritura, su despliegue lírico y la violencia de su voz. Prosa descampada, tan desapacible como magnética, novela sin ley que contiene belleza y mugre por igual. Una novela alambrada, afilada, llena de fragmentos rotos y cristales. Hay frases que cortan y hacen sangre como cuando el filo de la página te raja la yema del dedo. Y si consigues salvar los dedos, míratelos al llegar al final: sucios, ennegrecidos.
Pero no huyáis, niños, no temáis al escritor descampado. No os perdáis una de las escrituras más personales –coge cualquiera de las cinco novelas de Pablo Gutiérrez y abre al azar: lo reconoces en cada párrafo-, inclasificables –la etiqueta de descampada sale también volando al pasar las páginas-, imaginativa y hermosa de nuestra literatura. Desde mi fervor de prologuista y como lector entusiasta de sus novelas durante la última década, diría que, desaparecido Chirbes, son hoy Pablo Gutiérrez y Marta Sanz nuestros autores con mayor voluntad de estilo desde la conciencia de que el estilo es, como el trávelin de la cita atribuida a Godard, una cuestión moral. Esta no es una novela sobre marginados, descampados, desigualdad, rencor de clase y sectas cristianas. Es sobre todo una exhibición de armas literarias como se encuentran pocas en los mostradores de las librerías, y un puñetazo en cualquier mesa donde se debata sobre novela social, fondo vs. forma, compromiso, capacidad transformadora de la literatura, etc., etc. Y emparejándolo de nuevo con Sanz y a la sombra de Chirbes, pocos autores extraen tanta fuerza literaria del rencor social, de clase, muy desatendido en general en nuestras letras contemporáneas.
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