Natalia Crespo - Con perdón de la palabra

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Muñón nació sin pies. Sin embargo, en lo que él refiere irónicamente como una compensación divina, fue dotado de facciones hermosas y un cerebro privilegiado. Hijo de una familia humilde e iniciado por un bibliotecario jesuita en la lectura de las grandes obras del Siglo de Oro español, Muñón buscará por todos los medios la manera de alejarse definitivamente del desamparo que lo ha marcado desde su niñez.
Mediante cartas dirigidas a la jueza que tiene a su cargo el caso judicial por el cual terminó encerrado en un cotolengo, Muñón relata momentos trascendentes de su vida, anécdotas desopilantes y las circunstancias que determinaron su situación actual. En sus cartas abunda un humor mordaz, y conviven expresiones ingeniosas formuladas con un lenguaje culto con comentarios soeces y políticamente incorrectos que manifiestan un profundo cinismo.
Con un estilo agudo e irreverente, Natalia Crespo crea un personaje único que nos permite apreciar, desde una mirada perspicaz, el modo en que las condiciones en las que nacemos afectan toda nuestra vida y la falacia que suelen encerrar los conceptos de meritocracia y cultura del esfuerzo.
Ariel Urquiza

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Giré el torso. Bardal hablaba con la vista perdida, parado a mi lado, los ojos relajados paseando por las manchas de humedad de la pared de mi casa.

—Acabadora —volvió a decir y no llegó a terminar la frase porque mi toledana se clavó, en seco, tácate, sobre su muslo derecho. La sangre brotó de golpe, roja y caliente. Vi la cara de Bardal: las cejas más arriba que nunca, el mentón retraído, los dientes para afuera, la nuez de Adán protuberante como un ojo que mira fijo. La sangre había salpicado el respaldo de mi silla, las ruedas y mis manos. No llegó a mojarme los muñones. Con la toledana entre los dientes y ambas manos sobre las ruedas (la sangre les daba más adherencia), roleé hacia afuera. Afuera de casa. A la calle. Afuera de mi cuadra, de mi barrio. Afuera de zona norte.

Roleé sin parar por un tiempo que me pareció infinito. Cuando por fin me detuve, Bardal no estaba a la vista y las manos me latían, ensangrentadas. Había transpirado y tenía sed. El ojo nuez de Bardal era lo primero que veía cuando cerraba mis propios ojos.

VI

Acabo de acomodar mi silla en el único rincón de sol que queda aquí al - фото 10

Acabo de acomodar mi silla en el único rincón de sol que queda aquí al atardecer. El jardín del cotolengo Santa Catalina tiene el pasto ralo y la tierra seca. Es pleno otoño y al árbol de la vida (o Biota orientalis, como lo llaman los que dicen saber) plantado frente a mí solo le quedan unas pocas hojas que no se deciden a caer. Como a este servidor de usted, Muñón el Pensador, a quien solo le queda un poco de vida y lucha por no perderla. Acaso ese deshojarse a medias del Biota orientalis quiera recordarnos que solo somos, Su Merced, la mitad de lo que podríamos haber sido.

Al álamo enano del fondo le pasa lo mismo que al árbol de la vida. Las hojas aún prendidas de las ramas parecen querer caer pero no, siguen allí, aferradas como aros dorados a la gran oreja rugosa que es la corteza. Otras, en cambio, han caído durante la noche y, marrones y crocantes, se dejan arremolinar por el viento como si fueran cáscaras de maní revueltas en cuchara invisible para ofrendar a algún dios, o al horizonte que, en perfecta línea recta, como dos largos brazos estirados y sin cabeza, nos abraza desde el fondo del jardín.

Hoy ando de capa caída, Su Señoría. Lento para narrarle mi pasado. Voy por la segunda hoja y aún sigo enredado en descripciones del otoño. ¿Me habrá contagiado el viento su desidia sibilante? ¿O será pudor, o desgano, o melancolía? Me duelen los hechos que quiero narrarle hoy.

No me duele contarle que, luego de trabajar con Bardal, merodeé un tiempo por las calles del centro de Buenos Aires, que conocí un hombre en la estación de subte Catedral que tenía, como yo, las dos piernas terminadas en muñones marrones. No me duele decirle que me decepcioné de Dios y de su falta de originalidad, de saber que al fin y al cabo —pie más, pie menos— nos hizo a todos humanos, perros con distintos collares. No me duele contar que este hombre, de muñones como los míos, se pasa la vida tirado allí intentando vender curitas y pidiendo limosna. “Una achuda, una achuda, una achuda”, chilla, incansable. Me costó entenderlo al principio: enojado como estaba yo con la vida, creí que decía “conchuda, conchuda, conchuda”.

Tampoco me duele contarle que le robé a Conchuda sus pocos ahorros. Manoteé sus monedas y billetes ajados que tenía al costado, sobre una manta gris, y salí roleando con mi silla (él apenas tenía unas muletas enclenques y jamás hubiera podido alcanzarme). Roleé por esos largos corredores que conectan las líneas de subte en Catedral.

No me duele contarle que he vivido todos esos años de la cuarta al pértigo, como decía Bartolo, cirujeando y mendigando.

Es otra cosa la que me duele contarle. ¿Valdrá la pena desplegar ante usted mi dolor, extenderlo como una lona ante sus ojos esperando la lascivia de la lástima? Al fin de cuentas, lo más probable es que me termine de pudrir en este cotolengo. Que todo este garabateo sea inútil. Que mi carta no logre conmoverla, señora Juez. Que muera aquí encerrado, solo, incomprendido.

VII

Voy a seguir sin embargo qué otra cosa puedo hacer aquí sino escribirle - фото 11

Voy a seguir, sin embargo, ¿qué otra cosa puedo hacer aquí sino escribirle?

Tras varios meses de vagabundeo y rebusques, decidí volver a mi casa. Para mi sorpresa allí estaban la Zulma, menos furiosa —o tal vez más cansada— y mi madre, más dulce y aliquebrada que antes de mi partida. Traía yo algunos pocos ahorros de mis paseos por el subte y esto facilitó la paz con mi hermana. Hasta creo que se alegraron con mi retorno.

Dos o tres semanas habremos tenido de hogar dulce hogar: no más que eso tardó la desgracia en volver a acecharnos como nuestras propias sombras. Ocurrió una tarde helada que mi madre, que ya venía en decadencia, enfermó gravemente y en el lapso de una semana se achicó y achicharró como una pasa de uva.

Invierno era, y llovía como a baldazos. El agua serpenteaba enredada en el caño del patio (aquel en el que Zulma practicara antes su danza desangelada), y mientras el viento hacía chasquear las ventanas de la casa (el cliente de mi hermana que fabricaba cerramientos de aluminio nos había regalado unas láminas berretas a las que llamó sin vergüenza “ventanas”) y mientras Zulma se limaba las uñas, acomodándose cada tanto su pollera de animal print, y mientras yo limpiaba el instrumental de fumigación que me había quedado y pensaba que lo más bello lo teníamos en nuestros corazones y era la dulzura del hogar, Herminia de los Nogales dejó este mundo llenándose ella la boca y a nosotros el alma con aquello que tanto la definía:

—“Prezioza” —exhaló sonriente y desdentada, como hálito fúnebre o saludo de despedida, sin precisar si se refería a la Zulma, a la lluvia, a alguna de las gallinas o a ella misma (pues era este, “prezioza”, el único adjetivo que mi santa madre usó en vida para dar cuenta de todo cuanto la rodeaba). “Prezioza”, volvió a exhalar, y murió.

La lloré copiosamente. La lloré en garúa mientras preparaba los venenos (quedaban aún bidones de la época de Bardal y podrían darme algún dinero). La lloré a intermitentes chubascos cuando roleaba con mi silla —chiuf, chiuf, chiuf— por la calle de mi casa a toda velocidad para ver si así me calmaba el dolor, la lloré a cántaros por las tardes cuando, sentado en el patio de tierra, solo en el centro de mi plena soledad, la vista fija en el cielo, las gallinas casi calvas cacareando alrededor, añoraba hondamente sus mates y sus seseos.

Hoy todavía la lloro, Su Señoría, cada tanto y con pudor.

No le ocurrió lo mismo a la Zulma. Guarecida en su noble propósito de sustentar el hogar (cosa que no era tan así porque yo, como tengo dicho, había vuelto con cierto dinero), trabajaba más que nunca y con mayor convicción, sin siquiera hacerse un rato para echarse un llanto aquí y allá. Recibía a los clientes en casa, gemía como gata en celo del día a la noche (de algo le había servido mi consejo artístico) y dejaba (cosa que empezó a incomodarme) todas las finanzas en manos de su nuevo novio, un tal Cachorro, que se comportaba conmigo muy altanero y mandón.

No había día en que Cachorro no llegara, sin previo aviso, y me mirara de arriba abajo, deteniéndose en los muñones, para finalmente fruncir la boca en una mueca de asco. Y así, dale que va, en cada visita, calentándome los cascos. Y yo, tras cornudo, apaleado, como diría Bartolo, me contenía por no armar escándalo estando la casa todavía de luto por la muerte de Doña Herminia de los Nogales.

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