Natalia Crespo - Con perdón de la palabra

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Con perdón de la palabra: краткое содержание, описание и аннотация

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Muñón nació sin pies. Sin embargo, en lo que él refiere irónicamente como una compensación divina, fue dotado de facciones hermosas y un cerebro privilegiado. Hijo de una familia humilde e iniciado por un bibliotecario jesuita en la lectura de las grandes obras del Siglo de Oro español, Muñón buscará por todos los medios la manera de alejarse definitivamente del desamparo que lo ha marcado desde su niñez.
Mediante cartas dirigidas a la jueza que tiene a su cargo el caso judicial por el cual terminó encerrado en un cotolengo, Muñón relata momentos trascendentes de su vida, anécdotas desopilantes y las circunstancias que determinaron su situación actual. En sus cartas abunda un humor mordaz, y conviven expresiones ingeniosas formuladas con un lenguaje culto con comentarios soeces y políticamente incorrectos que manifiestan un profundo cinismo.
Con un estilo agudo e irreverente, Natalia Crespo crea un personaje único que nos permite apreciar, desde una mirada perspicaz, el modo en que las condiciones en las que nacemos afectan toda nuestra vida y la falacia que suelen encerrar los conceptos de meritocracia y cultura del esfuerzo.
Ariel Urquiza

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El idilio bibliotecario llegó a su cúspide cuando, en la pubertad y ya con algunos pelos, veía que Bartolo elegía solo libros grandes y de tapa dura y, con la excusa de acomodarlos bien en mi regazo, se demoraba con ambas manos sobre mi entrepierna y luego, olvidado del chocolate o del helado, de los libros y de los clásicos españoles, echaba gozoso la cabeza hacia atrás. Desde abajo yo podía ver cómo mi nombre, hecho espuma, era paladeado en el susurro de su boca. “Ay, Muñón, ay, Muñón”, solía repetir entre espasmos y sacudones de su propia entrepierna, que golpeaba contra las manijas de mi silla (así de alto era Bartolo) y hacía que las ruedas, ñiqui ñiqui, ñiqui ñiqui, se fregaran incitantes contra el piso. A mí también me conmovían aquellos trances. De solo mirar a Bartolo, me venía por todo el cuerpo un cosquilleo (como con los fasos de papá), mientras descubría azorado cómo mi pantalón gris de uniforme del colegio (regalo de Bartolo) se erguía hasta alcanzar una altura insospechada (lo digo sin fanfarria, Su Señoría).

Todo andaba sobre ruedas en el colegio (más aún en la biblioteca), como la vida misma para mí, hasta que un día, sin previo aviso y medio borracho, cayó al establecimiento mi padre, con tan mala suerte que justo lo vio a Bartolo besándome en el cuello y susurrándome su despedida al oído, el chocolate caliente ya en mis manos y un hermoso libro de Mateo Alemán en un costado de mi silla. La actitud tierna del cura español escandalizó a Muñó —tan desalmado, tan básico—, a quien ese trato le pareció degenerado. Se le subieron a la sangre los hervores y al rostro los colores. “¡Puto del orto!”, gritó entonces, con una fuerza que yo nunca pensé tuvieran sus aindiados pulmones (digo “aindiados” porque mi padre era más bien achaparrado, del tipo del altiplano o, como se estila decir en Benavídez, “un negro de mierda”). Bartolo entró en pánico, yo también, el chocolate y el libro cayeron al piso y mi silla se deslizó hacia adelante, rodando apenas por el claustro impoluto del San Pío XIV. Rápidamente otro cura limpió el charco de chocolatada y se llevó el libro (fue lo que más lamenté, en casa me esperaban los huevos fritos raquíticos, las risas destempladas de mamá y las bailantas atigradas de la Zulma). “¡Te voy a denunciar, maricón hijo de puta!”, gritaba desencajado ese señor, ahora más colorado que marrón, a quien yo sentía cada vez menos como mi padre. Bartolo y yo nos miramos de reojo, muertos de miedo. Muñó se había arremangado la camisa y tenía los puños apretados, prontos a la embestida. Yo giré mi silla, roleé y me puse justo en medio, interrumpiendo el camino entre Muñó y mi querido Bartolo. Saqué pecho y me preparé para defendernos. Muñó daba saltitos cortos en el lugar, como de ratón o de boxeador, y seguía gritando barbaridades. A Bartolo le temblaba el mentón. Justo a tiempo apareció el director del colegio: “Pero, ¡¿qué es este escándalo?! ¡¿Qué está pasando acá, por el amor de Dios?!”. “¡Lo pesqué! ¡Este puto del orto se estaba por tirar a mi hijo!”, gritó Muñó desencajado, y a mí me dolió en el alma que trataran así a Bartolo, tan fino y culto, tan bueno que era siempre conmigo.

Y ese fue, Su Señoría, el último día de mi educación formal. El resto de lo que sé (que no es poco, lo digo sin fanfarria) me lo ha enseñado esa otra escuela sin claustros marmolados y techos altos. La lleca.

IV

Aún está allí Su Señoría Varios días han pasado desde la última vez que le - фото 8

¿Aún está allí, Su Señoría? Varios días han pasado desde la última vez que le escribí, una tarde de verano, bajo un árbol del jardín del cotolengo Santa Catalina. “A los bienes y a los males, la muerte los hace iguales”, era uno de los refranes de Bartolo. Algún día han de igualarse nuestras suertes, aunque hoy sea usted nada menos que la Dra. Silvia Simonelli de Lavalo, Juez Nacional, y yo sea poco más que un ciruja deforme y criminal. Algún día, el cuero verde oliva de su sillón de Tribunales habrá de convertirse en el mismo verde gris de este jardín o en el verde suave de mis ojeras, tornasolado y cambiante como el verde violáceo del cuello de las palomas.

Todos somos, al fin, los aros de humo del porro que se ha fumado el Creador. Impredecibles y lábiles, danzamos la danza aérea del azar con la certeza de nuestra futura desintegración. ¿Qué dejamos en este mundo al irnos? ¿Una estela negra azulada? Apenas un vaho, una leve turbación del aire. No más que eso, Su Señoría. Ni siquiera usted, mente clara y reflexiva, resulta menos fútil que el resto de los mortales. Pero, como sabemos, en el camino que va de la boca divina que nos expele a la evaporación total, hay quienes tienen la suerte de danzar con facilidad, hasta con gracia yo diría, pues les ha sido dada una alfombra de plumas de ganso para deslizarse como por un tobogán. Otros, sin embargo, los más yo creo, reptamos el aire cuesta arriba como si fuera hecho de bosta y clavos, muertos de frío, porque han usado nuestras plumas para armar la alfombra de los de arriba.

Gracias a Bartolo soy un apasionado lector de cuanta cosa escrita cae en mis manos: desde volantes de pizzería hasta manuales de geografía, obras clásicas, literatura española del Siglo de Oro o revistas Billiken. De casi trece años, baldado, velludo, brillante (lo digo sin fanfarria) pero desaprovechado, sin recursos y chupada mi sangre por la sanguijuela de la orfandad, pasé una larga temporada en casa, junto a mi madre y a la Zulma (cuando estaba). Dormía mucho, me masturbaba otro tanto, le daba duro y parejo a la meditación y cada tanto recibía con plena felicidad libros de literatura que, por intermedio de algún pibe del colegio, me hacía llegar mi querido Bartolo. Estos envíos no ocurrían con frecuencia porque el director del lugar, aunque no echó ni amonestó a mi maestro, por no olvidar aquella frase célebre de mi padre (“puto del orto”), lo tenía al pobre Bartolo entre ceja y ceja. Durante ese largo verano pajeril reflexioné y me di cuenta de algo. Pude ver lo que siempre había estado allí y yo no percibía por haber andado tanto tiempo con la nariz hundida en los libros, la boca dentro de la taza de chocolate, la bragueta entibiada por las manos de Bartolo. Estaba conmovido de haber vuelto plenamente al hogar, de que todas las mañanas, tras la cama caliente, me esperaran los huevos y la danza de la Zulma. Aunque extravagante y pobre, me di cuenta, tenía una familia y la amaba con cuerpo y alma.

Desde que Muñó no nos visitaba, los días pasaban con armonía. Casi con armonía. A no ser por el Corcho, el perro de mi padre, que cada tanto merodeaba la casa, tan jetón como su dueño, a por comida. Perro del orto. Cada vez que lo veía cerca o lo escuchaba ladrar, sentía la sangre dentro de mí chispear como el aceite de la sartén. Cusco y orejudo, la mirada del Corcho era turbia, como endiablada. Cuando no aparecía, la vida era pacífica. Me pasaba las mañanas leyendo. Si Bartolo no me había mandado libros (o me los había encanutado el pibe que hacía de chasqui, cada vez menos confiable), releía los que ya tenía. A veces también releía las anotaciones fogosas que Bartolo me hacía en los márgenes (aunque luego empezaron a aburrirme… entre Cervantes y Bartolo, me quedaba con el primero). Al mediodía llegaba el almuerzo del clásico huevo frito (que, a decir verdad, a mi madre le salía cada vez mejor), a veces contábamos con postre (uno de los clientes de mi hermana era chino, tenía un supermercado y nos regalaba cada tanto alguna lata de duraznos). Luego seguían largas siestas pobladas de raras fantasías eróticas con personajes literarios (Lolita de Nabokov me hacía perder la cabeza). A eso de las cuatro empezaba una nueva sesión de lectura y al caer el día mateaba en el patio de tierra, junto a mi madre, viendo ambos las danzas bailanteras de la Zulma. “¡Qué prezioza ze ha puezto la Zulma!”, decía entonces ella, balanceando la cabeza a derecha e izquierda, sin memoria de que eso mismo había dicho el día anterior, y el anterior al anterior, y que lo diría sin duda al siguiente. Pero aquella repetición, lejos de aburrirme, me daba la única versión que he conocido de la ternura materna (aunque no iba dirigida a mí sino a mi hermana). Ahora que mi madre no está, Su Señoría, me felicito de haber compartido esos momentos con ella, de haberle cebado los mates más ricos que Herminia de los Nogales haya tomado jamás en su vida. Así me decía ella cada día, frente a cada mate, con su alegre desmemoria seseante: “¡Loz mejorez matez de mi vida!”.

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