Natalia Crespo - Con perdón de la palabra

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Con perdón de la palabra: краткое содержание, описание и аннотация

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Muñón nació sin pies. Sin embargo, en lo que él refiere irónicamente como una compensación divina, fue dotado de facciones hermosas y un cerebro privilegiado. Hijo de una familia humilde e iniciado por un bibliotecario jesuita en la lectura de las grandes obras del Siglo de Oro español, Muñón buscará por todos los medios la manera de alejarse definitivamente del desamparo que lo ha marcado desde su niñez.
Mediante cartas dirigidas a la jueza que tiene a su cargo el caso judicial por el cual terminó encerrado en un cotolengo, Muñón relata momentos trascendentes de su vida, anécdotas desopilantes y las circunstancias que determinaron su situación actual. En sus cartas abunda un humor mordaz, y conviven expresiones ingeniosas formuladas con un lenguaje culto con comentarios soeces y políticamente incorrectos que manifiestan un profundo cinismo.
Con un estilo agudo e irreverente, Natalia Crespo crea un personaje único que nos permite apreciar, desde una mirada perspicaz, el modo en que las condiciones en las que nacemos afectan toda nuestra vida y la falacia que suelen encerrar los conceptos de meritocracia y cultura del esfuerzo.
Ariel Urquiza

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—¿Y tacordás del pelado de la pizzería de la avenida? Forro el tipo, eh —Mentón hacia afuera—. Lo fumigué todo en dos patadas y no me quería pagar, la concha de su hermana —Mentón y cejas alzadas.

—Mirá vos —decía yo, y me aplicaba nuevamente a la orfebrería del apunte: “pelado de la pizzería de Av. San Martín”, escribía con cursiva enrulada, “pijotero, estarse atentos”.

Mientras yo no le recordara a Bardal que era un bruto iletrado y él no me recordara a mí que en vez de pies tenía dos muñones cada día más arratonados, la cosa iba bien. Se podría decir que éramos un buen equipo: yo preparaba los venenos y concertaba las visitas por teléfono, Bardal era el fumigador propiamente dicho. Hasta que ocurrió lo de la Yoli. Nunca antes me habían fastidiado tanto sus gestitos, que dijera “tacordás” en vez de “te acordás” y “agarrámela” cada tres palabras.

Bardal había conseguido el equipamiento a muy bajo costo (nunca quise saber cómo): aspersores, guantes de goma gruesa, mascarillas, anteojos transparentes y, sobre todo, bidones enteros y cajas enormes con diferentes venenos. Con todo eso, se podía hacer aspersión del líquido plaguicida con manguera, con termo-nebulización (el veneno llegaba en forma de humo a los espacios más recónditos de baños y cocinas), también con cebos, polvos, líquidos y hasta con pastillas. ¿Sabía usted, Su Excelentísima, que hay geles para inhibir sexualmente a las cucarachas coloradas y polvos que se echan al aire para forzar su desalojo (el de las cucarachas)?

Bardal me enseñó a mezclar los ingredientes de cada veneno: para ratas, para cucarachas, para insectos voladores. Los primeros preparados no me salieron del todo bien: erraba las proporciones o el tipo de veneno para cada bicho. Me tomó bastante tiempo acertar con las fracciones precisas.

Bardal ofrecía nuestros servicios puerta a puerta. Iba —me decía él, y yo le creía— con su Chevi celeste y destartalada, a veces con cita concertada previamente por teléfono (por mí, él apenas sabía hablar), a veces a probar suerte presentándose derecho viejo con un timbrazo. “Buenas, doña, ¿no quiere que le fumigue?”. Mostraba venenos —“caseritos”, decía—, pasaba presupuesto, que sí, que no, pim pam pum. Cuando se quería dar cuenta, en hora, hora y media, el sabandija había fumigado cinco casas al hilo.

Yo recibía un diez por ciento. Me parecía muy poco, pero Bardal argumentaba que entre el gasoil, los envases y venenos, el tiempo de la venta, fumigar, tomar los datos para volver al mes siguiente… él se merecía un noventa. “En cambio, vos, Muñón”, me espetaba, “tu culo siempre en la silla, tranca desde tu casa, loco”. Sacaba el mentón hacia afuera y, sin otros argumentos, repetía: “vos tranca desde tu casa, loco”. Yo no le retrucaba. A decir verdad, no veía ningún futuro laboral por fuera de las changas con Bardal. Sin embargo, no podía evitar pensar: ¿solo un diez?

A los dos o tres meses, un poco por el famoso “boca a boca”, otro poco ayudados por los avisos clasificados que publicábamos en los diarios, ya teníamos mucho trabajo. Cubríamos todo lo que es zona norte: San Isidro, San Fernando, Tigre, Escobar, José C. Paz. Todavía no existía la chetada oligarca (con perdón) de Nordelta. Todavía la estación de tren de Tigre estaba rodeada de un descampado y, más allá, el mosquerío de gente del mercado de frutos. Yo era joven y confiaba en la palabra empeñada, Su Señoría. Bardal tocaba timbre una vez al mes, ya con la visita arreglada telefónicamente. Había conseguido colgarme de la línea telefónica del vecino y, desde mi silla y cuando la Zulma no escuchaba, concertaba horarios y consultas como si Bardal fuera un médico a domicilio. “¿Es primera vez o mantenimiento?”, preguntaba lo más pomposamente que podía. “¿Cómo le va, señora?, ¿cómo ha estado de los bichos este mes?”. Casi siempre conversaba con mujeres. Cuanto más cascada la voz de mi interlocutora, más larga la conversación. Siempre me ha gustado hablar por teléfono, quizás porque es un momento en el que no se me ven los muñones. Y tengo —lo digo sin fanfarria— buena dicción y voz masculina. Una vez me enganché hablando con una y terminé invitándola una cervecita. Por supuesto que a la cita no fui y nunca más llamé. A Bardal le tuve que decir que la mina no quería más nuestros servicios. Le dio pena porque, al parecer, era una copetuda que vivía en una mansión antigua, en Pilar, y gastaba mucho en desratizar y fumigar.

Se pudrió todo entre Bardal y yo con la segunda mina que me levanté por teléfono: la Yoli. Esta vez no era una vieja tilinga, sino la doméstica de la casa. Una chica sencilla y con pocas luces. Le di bastante lata. Ella se limitaba a reír y a asentir, cada vez más entusiasmada, y a respirar cada vez más cerca del tubo del teléfono. Antes de cortar, le susurré que esperaba con ansias verla al día siguiente porque la mujer es fuego y el hombre, paja. Me dijo: “Qué lindo hablás”, y volvió a sus monosílabos rientes y bien respirados. Arreglé para pasarla a buscar. Le dije que al día siguiente, a las 5 en punto, le tocaría el timbre e iríamos a tomar una cerveza por la costanera del Delta. Me daba pena plantarla en un bar como a la vieja de Pilar. Tal fue mi mala suerte que, a pesar de no haber anotado esta cita en la agenda, al día siguiente el turro de Bardal fue y, haciéndose pasar por mí, le tocó timbre (recién tiempo más tarde, Zulma me confesaría haber sido la alcahueta). Luego cayó Bardal a mi casa. Recuerdo que lo sentí más dientudo y torpe de lo habitual. Se secó los sobacos, se cambió la remera, se hizo un mate y me dijo:

—Estuve donde la Yoli hoy —Cabeceo hacia la izquierda—, la que limpia en la casa blanca, esa enorme de la otra cuadra, ¿viste? —Cabeceo más largo, indicando distancia.

Me acuerdo que me hice el sordo y seguí con lo mío: estaba por abrir unos venenos nuevos y hacer las mezclas para el día siguiente.

—Me dijo que en persona soy más tímido que por teléfono —lanzó Bardal, entre risas y cabeceos.

Los envases de veneno en polvo venían con un precinto muy duro. Era difícil pelar esa tirita plástica, dentada, sin ninguna herramienta.

—Me la llevé a tomar una cerveza al bar de la avenida, ¿viste? Donde el pelado forro ese…

Me concentré en los precintos. Con los dientes hice un tajo y logré destrabar la punta del plástico. Tiré fuerte. Nada, no se soltaba. Fui roleando con mi silla hasta la cocina. Allí, detrás de unos cajones de verdulería en donde guardábamos algunos choclos, yo escondía mi navaja. Había sido de mi padre. Tenía el mango de madera de olivo, la hoja de metal toledano y sobre un costado se leía la marca: “La Toledana”. Redundante y básica como Muñó mismo. Seguro fue el objeto más caro que haya tenido mi padre en toda su vida. Seguro, lo más caro que nos había dejado en casa.

—Buena onda la Yoli. Nos fuimos después ahí detrás del puente, ¿viste? Yegüita nomás —dijo Bardal, que caminaba todo el tiempo detrás de mi silla.

Sentí la sangre subirme desde los muñones hasta la cabeza, la sentí burbujear y hervir como el agua de los huevos duros. Pero me contuve. Volví a mi mesa de trabajo, mis ojos fijos en la navaja, acodado, dándole la espalda a Bardal.

—No se cansaba la guacha.

Pude sentir, aunque Bardal estaba detrás de mí, el elevarse de sus cejas, la sonrisa dentada, la carcajada a punto de explotar. Pude sentir cómo el aire a su izquierda se comprimía por su nuevo cabeceo. Abrí la toledana. Paf. El precinto saltó de la tapa del frasco como chispa del asado. El veneno largaba un olor filoso y penetrante.

—Acabadora resultó nomás la Yoli —dijo Bardal y su carcajada, ahora sí, llenó el aire que ambos respirábamos, el aire que yo no podría evitar inhalar, el aire, contaminado ahora, de sus exhalaciones huesudas.

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