1 ...6 7 8 10 11 12 ...17 Quince minutos después del plazo otorgado, tres mil seiscientos policías federales avanzaron sobre el Zócalo armados con toletes, escudos, chalecos antibalas, cascos, rodilleras y espinilleras, desde los dos ángulos del norte de la plaza. El avance de los policías fue apoyado por carros hidrantes y helicópteros (Martínez, Poy y Jiménez, 2013). A su paso destruyeron el campamento y los maestros fueron conducidos hacia la avenida 20 de Noviembre. Alrededor de las cinco de la tarde ingresaron al Zócalo veinte camiones del GDF para hacer la limpieza y empezar con los preparativos de la ceremonia del Grito (Martínez, Poy y Jiménez, 2013). El grueso de los maestros que emigró del Zócalo se concentró en el Monumento a la Revolución, sitio en el que acordaron con las autoridades continuar con su protesta. Una hora antes del inicio del desalojo, en la sede del Colegio Militar el presidente afirmó que “México [era] un país de paz, de armonía social, y para fortuna de los mexicanos cuenta con instituciones democráticas que están dedicadas a velar por el Estado de Derecho, y tienen la obligación de hacerlo por los derechos de los ciudadanos” (Castillo, 2013).
Cuando los diablos vienen marchando
Como puede observarse, los performances de la CNTE estuvieron orientados a evidenciar su capacidad de organización y su fuerza para tomar el espacio público de la capital del país. Sus movilizaciones buscaron socavar el tránsito de vialidades principales, bloquear el Congreso, así como posicionar sus reclamos en sitios clave que les daban una visibilidad internacional, como su presencia en embajadas y en el aeropuerto de la Ciudad de México. Otro punto central de la protesta fue el que se ubicó delante de las televisoras. Con esto dejaban en claro su rechazo a la reforma educativa frente a los otros actores políticos —en particular los partidos y el presidente de la república— y ante la opinión pública. Generaron así una serie de respuestas, a veces de rechazo y otras de comprensión de su lucha, algo normal en este tipo de disputas. No obstante, las protestas magisteriales adquirieron otro tono cuando fueron colocadas en un registro tal que cuestionaron, para algunos, performances políticos centrales para la reproducción simbólica del poder político, mismos que en ese momento buscaba restaurar el PRI y su gobierno: el informe presidencial, el Grito y el desfile militar. Cuestionamientos que además se hacían desde el centro del poder político del país: el Zócalo. Así, la CNTE puso en juego acciones que la opinión pública evaluó de forma diversa, pero que en el fondo se interpretaban como un desafío a los performances del poder, no solo del gobierno, sino del Estado mismo.
Salvo para los especialistas —cuyas manifestaciones aparecían solo marginalmente en los medios de comunicación—, el debate conceptual sobre la reforma educativa contraponía principios incontrovertibles (González, 2014; CNTE, 2013). Pero más allá de lo irresoluble del debate, este pronto fue puesto en un segundo plano, dando lugar a otro: el relativo al derecho de la CNTE para manifestarse en las calles de la ciudad, fundamentalmente, de ocupar el Zócalo. Aun cuando la pretensión de la CNTE de impedir la celebración de las ceremonias oficiales nunca fue explícita, los observadores la dieron por hecho y así la confrontación con el gobierno federal fue leída a partir de dos conjuntos de discursos binarios. El primero de ellos centró el conflicto en términos de relaciones de fuerza: la CNTE era fuerte por la propia debilidad del Estado para hacerles frente mediante la ley. En este sentido la confrontación era una disputa entre aquellos que no respetaban la ley y quienes no la querían aplicar. El segundo conjunto estableció la premisa de una relación asimétrica de oficio político: la CNTE era clara en su posición y objetivos —lo cual hacía comprensible su actuación— y ello le permitía movilizarse de forma efectiva, mientras que el gobierno había sido torpe y carente de imaginación para evitar la movilización. Por tanto, el conflicto era el resultado de la pericia política de la CNTE frente a la impericia política del gobierno. Ambos conjuntos de discursos binarios no estaban dirigidos a cuestionar la capacidad del Estado para procesar el tratamiento de la reforma educativa, de hecho, tanto la reforma constitucional como las leyes secundarias fueron aprobadas por amplias mayorías y en tiempos relativamente cortos, sino que se orientaban a la capacidad del Estado para evitar la movilización de la CNTE.
Fortaleza sindical versus debilidad institucional
La capacidad de movilización de la CNTE fue vista por sus críticos como proporcional a la incapacidad del Estado, esto es, como su contracara. Se decía que “los ‘maestros’ exhibieron la debilidad del Estado mexicano” (Alemán, 2013a), que “fuimos testigos de lo que sólo puede ser calificado como ausencia de gobierno” (Ojeda, 2013, p. 4), o que “lo que nunca habíamos visto [era] la rendición anticipada. [...] la confesión de que simplemente la policía de la Ciudad de México no puede hacer el trabajo que se requiere en una de las urbes más grandes, dinámicas y diversas del mundo” (Puig, 2013a, p. 2). Dado que “lo único que [habían] logrado quienes [habían] cedido a los bloqueos y agresiones de la CNTE [era] debilitar al Estado y a las instituciones que son el eje de nuestro sistema democrático” (Turrent, 2013), había “síntomas de ingobernabilidad” (Reyna, 2013, p. 16). Y se esperaba que “la espiral de ingobernabilidad que [habían] desatado las protestas de los militantes de la CNTE” (Alemán, 2013b) fuera incremental.
Frente a esta situación, considerada intolerable, los críticos de la CNTE se preguntaban qué debía hacerse y las respuestas eran diversas, pero en un solo sentido. Se decía que la autoridad debía “cortarles el financiamiento, contener sus afectaciones a terceros y proceder contra sus líderes abyectos” (Loret, 2013a); comenzar por “exhibir los expedientes de los liderazgos de dicho movimiento magisterial minoritario, su situación fiscal, su historia de tropelías y la de sus secuaces” (Reyes, 2013); modificar los incentivos, porque “si por no trabajar les pagan igual que por trabajar, y si los bloqueos y actos de violencia son premiados en vez de castigados, seguirán haciendo lo que han estado haciendo” (Sarmiento, 2013a), y además acabar con la impunidad, porque los maestros no habían sido “detenidos por los actos de violencia y por someter a los diputados a una presión ilegal” (Sánchez, 2013a). En síntesis, se pedía de la autoridad que se negara “a negociar la ley” (Zárate, 2013), y que usara “la fuerza —incluida la fuerza pública—” (Alemán, 2013c).
A juicio de estos críticos, parecía existir “una consigna gubernamental de permitirles hacer y deshacer para evitar enfrentamientos mayores” (Ríos, 2013a, p. 3); sin embargo, “la salvaguarda del proceso de negociación incluyente [había] vuelto rehén al Congreso y a la ciudad de un grupúsculo de revoltosos y provocadores” (Barrueto, 2013, p. 4). Sostenían que no se reprimía porque “de acuerdo con la lógica de la autoridad [hubiese sido] más costoso derramar una gota de sangre de algún ‘mentor’ que proteger el ritmo de vida de miles de ciudadanos” (Reyna, 2013, p. 16), y estimaban que el miedo se debía a que “marcados por Tlatelolco, donde se restableció el orden y se reencausó [sic] la vida institucional con enérgicas acciones oficiales, se [habían] negado a emplear a la policía contra manifestaciones, marchas y plantones, de las que ya [estaba] harta la población” (Beteta, 2013). Se trataba, aducían, de “un trauma oficial, porque nadie [quería] ser Díaz Ordaz, nadie [quería] ser Echeverría, nadie [quería] una matanza ni la mancha histórica ni la carga moral. Ese [era] el justificante político, pero [era] tiempo de superarlo” (López, 2013b, p. 4). Por eso se decía que si bien sonaba fuerte había “que decirlo: ya muchos [extrañaban] a don Gustavo Díaz Ordaz” (Ríos, 2013b, p. 3).
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