Desde la escuela primaria aprendí a leer y amar el mundo fantástico de las Fábulas de Esopo, Los cuentos del hogar de los Hermanos Grimm y algunos relatos de Las mil y una noches, todo gracias a los cinco libros que componían la serie de la cartilla Alegría de leer. En los estudios literarios posteriores tuve la oportunidad de penetrar en el mundo de la literatura infantil y juvenil, y luego ejercer esta cátedra durante más de una década en la Licenciatura de Pedagogía Infantil de esta Universidad, y luego en viajes que hice a la India, Egipto y Estambul pude entender el mundo de Alí Babá y los cuarenta ladrones.
Mi interés por la historia también surge en el bachillerato, sobre todo por el profesor de esta materia y el libro de texto que había que leer. Sin poder ubicar con certeza el espacio en el que se desarrollaba el relato histórico, sentía que la historia era apasionante. Estos tanteos se consolidaron con la carrera de Sociología que estudié en los años juveniles, con la visita a quince países europeos y con el ejercicio durante dos décadas de la cátedra de historia de Europa y de historia de Colombia.
JS: ¿Y cómo fue que llegó a estudiar el pregrado de Sociología?
SM: Ya terminado el bachillerato, el gusto por la historia me llevó a la carrera de Sociología, de la cual solo sabía que estudiaba los conglomerados humanos. Así, descubrí la conexión entre la historia aprendida en el colegio con la sociología que estudia a las sociedades estatalmente constituidas. Ingresé a la carrera de Sociología en la Universidad Cooperativa de Colombia en 1976, época en que era un apéndice de la Universidad Nacional de Colombia, tanto en su plan de estudios y en el ambiente de protesta estudiantil, como en su planta profesoral que pertenecía en un ochenta por ciento a dicha universidad.
En esta época, el currículo de sociología tenía un fuerte componente histórico, puesto que los estudiantes de esa generación debíamos cursar siete historias: tres historias universales, tres historias de Colombia y un seminario de problemas latinoamericanos. La carrera brindaba un panorama general del devenir humano en occidente a partir de lo grecolatino, en Latinoamérica desde la conquista española y en Colombia desde las confederaciones prehispánicas indígenas.
Para este año las facultades de sociología vivían un momento muy álgido de la historia nacional. Las décadas del sesenta y del setenta constituyen el surgimiento y afianzamiento de los grupos guerrilleros que hoy se encuentran negociando la paz, cuando reinaba la fuerte convicción de que el cambio social se lograría única y exclusivamente a través de las armas. La gran mayoría de los estudiantes y profesores de las facultades de sociología participaban de este pensamiento, el cual se debía analizar y debatir. No sucedía solamente en la universidad donde yo estudié, sino en todas las universidades del país que contaban con una facultad de Sociología, situación que llevó al cierre de la mayoría de ellas.
A los diez y nueve años, como estudiante universitario, vivencié un momento de ruptura muy contestatario, el cual constituyó el cuarto referente que marcó la trayectoria de mi vida. Significa darse cuenta, a través de profesores, lecturas y compañeros, que la realidad latinoamericana tiene una dinámica muy diferente a la realidad norteamericana y europea. Significa entender de qué están hablando muchos sociólogos, historiadores y politólogos cuando se refieren al primero, segundo y tercer mundo, y por qué ubican a Colombia, a América Latina, a África y parte de Asia en este último.
Significó también empezar a sensibilizarse con los grandes sectores colombianos marginados, como indígenas y afrodescendientes, que aún hoy continúan sin un protagonismo significativo frente a los grupos políticos tradicionales que han dirigido y siguen dirigiendo al país. Hoy disponen de más leyes que los amparan, sin embargo, continúan fuera de las grandes decisiones nacionales. Ello significó ver y sentir el choque violento entre unos y otros, y participar de una ilusión de vivir en un país mejor en medio de la desesperanza, porque conocer el proceso histórico conduce a entender que el cambio social es muy lento, frente a la inmediatez del pensamiento que desea una transformación instantánea, y esto trae exasperación en la elección del mejor camino.
Tuve excelentes profesores durante el pregrado, la mayoría repartía su tiempo entre la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional y las cátedras en nuestra carrera, por los constantes paros estudiantiles que en la primera se presentaban. Recuerdo al profesor Miguel Ángel Hernández, profesor de la cátedra de Historia europea. En sus clases todo el grupo de estudiantes entraba como en un hechizo por la manera especial que tenía de contar con pasión el relato histórico y la forma de sentir el conocimiento que transmitía. Recuerdo a Diego Cardona, profesor de Historia contemporánea, por la claridad y coherencia de su discurso y por el compromiso político con la nación, y al profesor Luis Guillermo Vasco por la rigurosidad en el pensar en su materia dialéctico-materialista.
JS: ¿Y eso que vivió cómo influyó en el querer ser maestro? ¿Cómo lo llevó posteriormente al deseo del maestro que va al aula, que quiere enseñar y formar a otros?
SM: Tengo como recuerdo que en muchos juegos infantiles me gustaba representar el aula como maestro o alumno en un ambiente de clases. La paradoja de haber sido maestro durante cuarenta años, del quehacer docente y de todo el ejercicio académico que marcó toda mi vida, es que yo nunca tuve cursos de educación, pedagogía o didáctica durante el pregrado; y tampoco mi título fue como licenciado. Mi formación apuntó a desenvolverme en sociología política, sociología histórica, teoría sociológica e investigación. Pero siempre sabía que quería ser maestro, y que era agradable enseñar a otros lo que yo sabía.
JS: ¿Cuándo se vinculó como profesor en la Universidad Javeriana? ¿Qué recuerda especialmente de sus primeros años como profesor de la Javeriana? ¿Cuándo se vinculó y con qué asignaturas?
SM: Cuando me vinculé a la Universidad Javeriana yo ya tenía una experiencia de nueve años como profesor universitario. Al culminar mi carrera de Sociología en 1983, se abrió un concurso para ocupar la cátedra de Historia, en la Facultad de Sociología de la universidad donde terminé los estudios de pregrado. Nos presentamos tres candidatos y yo fui el seleccionado. Comencé así con la cátedra universitaria y a ocupar el puesto de mi maestro de historia que arriba mencioné. Me estrené como profesor con los compañeros de profesión que venían en los primeros semestres, y mucho estudio y preparación me otorgaron firmeza para abrirme camino frente a ellos, en el ambiente duro de la década del ochenta, donde un profesor de Sociología no solamente debía poseer un conocimiento genuino de lo que enseñaba, sino además tener una posición política radical frente al cambio del país.
Mi formación apuntó a desenvolverme en sociología política, sociología histórica, teoría sociológica e investigación. Pero siempre sabía que quería ser maestro, y que era agradable enseñar a otros lo que yo sabía.
Las cátedras se fueron ampliando y su naturaleza fue favorable para madurar poco a poco en el discurso. De Historia general y de Historia de Colombia pasé a teorías sociológicas como positivismo clásico, sociología comprensiva y Escuela de Frankfurt. Lo anterior demandó mucha lectura, visión crítica, comparación de ideas y trabajo interpretativo tomando como ejemplo la realidad nacional.
Unos años después se amplió el vínculo con la Facultad de Educación de la misma universidad en el programa de Licenciatura en Básica Primaria, y ahí fue la primera vez que confluyeron sociología y educación, para dar cabida al surgimiento de un campo inmenso que se abrió posteriormente en varias facultades de educación de Bogotá, como fue la sociología de la educación. Al comienzo esta decisión se fundamentó en el deseo, pero luego fue necesario emprender un concienzudo estudio sobre la historia de la educación y las teorías pedagógicas. El ejercicio docente llevó a consultar una amplia documentación que iba alimentando poco a poco el campo educativo y significó afianzar el convencimiento de que la vía más efectiva para transformar a una sociedad, sin recurrir a las armas, era el fortalecimiento de su sistema educativo.
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