En ese momento, Tomás bajó la vista y vio en el suelo la bola que un par de minutos antes había hecho de la fotografía del Proyecto Cronovisor. La recogió y la planchó como pudo antes de guardarla, junto al resto de los documentos, en la bolsa. Mientras, trató de ordenar en su mente los datos obtenidos.
Weiss había tenido los documentos en su poder. Sin duda, aún los llevaba encima cuando coincidieron en la tienda. Pero… ¿por qué había decidido pasárselos a él antes de morir?
Estaba hecho polvo, pero aún no había tomado la determinación de suicidarse. Eso fue a raíz de nuestro encuentro. ¿Por qué?
En su mente se abrió paso la imagen del rostro sobrecogido de Weiss observando de reojo la novela.
«¡Quien lo haya escrito ha visto de verdad a Dios! ¡Lo ha visto, como yo! ¡Y ha visto su ojo acusador al acecho, este mismo ojo! ¡Sabe que está condenado!».
Weiss había visto en Tomás a un compañero de viaje. La cuestión era: ¿a dónde conducía ese viaje? ¿Y por qué se había quitado de en medio? Rememoró la angustia de aquel hombre y se le presentó la imagen de Atlante dejándole el peso del mundo a Heracles. Sin embargo, algo le decía que no había malicia en la intención de Weiss: este tan solo había obedecido a lo que consideraba un guiño del destino; tan solo había abandonado para que Tomás pudiera llegar hasta el final, allá para adonde a él ya no le quedaban fuerzas.
Pensar en lo que ambos podían tener en común le perturbó el ánimo. La petaca en el bolsillo de la chaqueta, tan al alcance de la mano, se hizo notar.
Un trago nada más...
Sin embargo, se contuvo; sería mejor reservarlo para cuando se encontrase a solas. Además, la devota lo estaba observando fijamente. Parecía rumiar alguna idea en su cabeza.
—¿No será usted periodista? —preguntó por fin, con una repentina desconfianza. La preocupaba haber hablado demasiado.
—No —sonrió Tomás—; no se preocupe por eso.
La mujer lanzó rápidas miradas a la bolsa llena de documentos y a la cámara de fotos.
—Quiero decir que sí lo soy —rectificó él con naturalidad—; pero no vengo por el incidente del señor Weiss.
Fuera, se oyó arrancar y alejarse el coche de Del Val. Ahora el párroco había entrado en la iglesia y caminaba hacia ellos. Su cara al ver la cámara de fotos fue un poema.
—Don Anselmo, ¿verdad? —saludó Tomás, adelantándose a estrecharle la mano—. Ambrosio Abella, de Arte y Monumentos .
El cura mostraba desconcierto. Su apretón era flojo y Tomás le manejó la mano arriba y abajo como a una marioneta sin que él opusiera resistencia. Le pareció que tenía aspecto de hombre bueno y sencillo.
—¿Conoce la revista?
—Pues no...
—Ya —dijo, consiguiendo un aire condescendiente—. Sé que no es el mejor momento para usted, tras el incidente tan desgraciado que han sufrido... —Miró con gran comprensión al párroco, que se secaba el sudor de la calva con un pañuelo—. Pero si pudiera dedicarme unos minutos, me interesa mucho su crucifijo. Pensaba escribir un pequeño reportaje sobre él.
El rostro atribulado de don Anselmo reflejó una mezcla de alivio y resignación. Estaba claro que después de aquel acontecimiento no le apetecía hablar, y parecía alegrarse de saber que la intención de Tomás no era hacerle preguntas sobre el suicidio de Weiss. Sin duda, Del Val le había dado instrucciones para que guardase silencio.
—Bueno... Le ayudaré en lo que pueda. Para eso estamos —dijo con resignación cristiana.
—Se lo agradezco mucho. Entonces, dígame: ¿desde cuándo está aquí el crucifijo?
Don Anselmo elevó las cejas hacia la bóveda craneal, en un gesto que denotaba sorpresa por la dificultad de la pregunta.
—A ver... —musitó. Sus pupilas estaban tan hacia arriba que parecía que quisiera verse la calva—. Yo soy párroco desde septiembre del 66...
—Cuando hizo la comunión la hija de mi hermana, la más pequeña —apostilló la mujer, que no se había alejado un centímetro de ambos.
—Sí —confirmó vagamente el cura—, y el crucifijo lo instalamos poco después, cuando se hizo la reforma de la capilla.
—Ah, ¿todo esto fue cosa suya? —Tomás abarcó la capilla con un gesto; luego, contemplando de nuevo la llamativa decoración escarlata de las paredes, añadió—: Es usted un párroco muy vanguardista.
—No, no; yo no. Todo lo que usted ve fue un regalo de un benefactor anónimo. Se hizo a su gusto, no al mío. Yo no soy muy entendido...
—¿Cómo que anónimo? —clamó la mujer—. ¡Fue el señor Weiss, que en paz descanse! ¡Lo sabe todo el mundo!
El párroco la miró con ánimo algo encogido.
—Todo el mundo, no —puntualizó—. El señor Weiss era una persona modesta que no quería alardear de su generosidad. Debemos respetar su voluntad.
—¡Como si fuera un secreto que usted hasta le dio la llave de la iglesia, que no me la da ni a mí, que vengo todos los días a limpiar, para que pudiera entrar a rezar cuando le diera la gana! O si no, ¿cómo ha entrado esta noche? ¡A ver!
Don Anselmo esbozó una tímida sonrisa conciliadora.
—No se trata de secretos, sino de discreción, doña Anuncia.
—El señor Weiss tenía unos gustos artísticos muy personales —terció Tomás—, ¿no le parece? Alguien diría que arriesgados.
—Bueno, yo soy más clásico. Pero la capilla tenía goteras, humedades...; vamos, que pedía a gritos una reforma, así que no era cuestión de poner peros.
—¿Ni siquiera a un crucifijo tan peculiar?
—¡Qué quiere que le diga! Devoción en el pueblo no es que tenga mucha. De hecho —mintió—, estamos pensando en retirarlo. Pero el señor Weiss nos daba un donativo anual, que buena falta nos hacía.
—¡Ya podía dar, ya! —apuntó la devota—. Cuando murió su mujer —dijo dirigiéndose a Tomás—, heredó la casa y las propiedades que tenía en el pueblo y lo vendió todo. La capilla y la asignación anual las pagaría con ese dinero, digo yo. Vaya, con lo que no se gastaba en beber; porque el pobre hombre tenía esa desgracia de la bebida, ¿sabe usted?
—Caramba…—contestó él con semblante consternado.
Don Anselmo, algo enojado por la falta de discreción de doña Anuncia, le dirigió una mirada incómoda y nerviosa.
—Dígame —siguió Tomás, interesado—, ¿le contó el señor Weiss cuáles eran sus motivos para hacer una donación tan generosa?
—Pues ni idea. Él nunca lo dijo y yo no le pregunté. Supongo que fue por fervor religioso; era un hombre muy creyente.
Su curiosidad iba en aumento y deseaba saber más sobre aquella misteriosa donación, pero se suponía que estaba allí trabajando para una revista de arte e insistir en el asunto podría resultar raro. Además, intuyó que don Anselmo no mentía cuando afirmaba no conocer los motivos de Weiss; en cuanto a la devota, un auténtico nodo de comunicaciones del pueblo, no había abierto la boca al respecto, así que dio por hecho que no disponía de ningún cotilleo jugoso que aportar.
Mientras recapacitaba, reparó en un detalle al que antes no había prestado atención. Encima del crucifijo, grabada en letras doradas sobre el dosel, se leía una inscripción en latín: «ATTENDITE, POPULE MEUS, DOCTRINAM MEAM; INCLINATE AUREM VESTRAM IN VERBA ORIS MEI. APERIAM IN PARABOLIS OS MEUM, ELOQUAR ARCANA AETATIS ANTIQUIAE. QUANTA SPECTAVIMUS COGNOVIMUS EA».
—¿Puede traducirme ese texto? —le pidió al cura—. Tengo el latín oxidado.
—Es del salmo 68... —dijo don Anselmo, ajustándose las gafas—, aunque donde pone «spectavimus» debería poner «audivimus». Viene a decir: «Escucha, pueblo mío, mi enseñanza; presta oído a las palabras de mi boca. En parábolas abriré mi boca; hablaré cosas escondidas desde tiempos antiguos, las cuales hemos visto y entendido».
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