Mas todo cambió una brumosa mañana cuando, como de costumbre, subió a la cubierta para limpiar el salitre adherido a la madera. Miró en derredor, en busca de su habitual compañía sin poder hallarla. Anduvo largo tiempo preguntando a los demás compañeros por el viejo marinero, sin recibir más respuesta que gestos de ignorancia, hasta dar con el galeno, quien le confirmó que el viejo había muerto la noche anterior. Al parecer llevaba varios días enfermo. El racionamiento de comida y agua al que se veían sometidos desde hacía algunas semanas como consecuencia de la escasez de víveres, ya que la ausencia de viento estaba alargando en exceso la navegación, habían agravado la enfermedad hasta su fatal desenlace. Rodrigo se sintió completamente abatido. No solo por la pérdida en sí, que para él sería insustituible, sino por el hecho de ser consciente, casi como si de un bofetón se tratara, de que, tras tanto tiempo a su lado, no se había percatado de que estaba enfermo. Y lo que casi le dolía más es que ni tan siquiera le había llegado a preguntar nunca su nombre. En medio de tanta desolación, fue extrañamente consciente de que, en algún lugar sumido en el silencio de aquellas profundas aguas, descansaría para siempre aquel viejo y anónimo contador de historias.
Tras el necesario aprovisionamiento en Sicilia, la flota hispana continuó su navegación hacia Cefalonia. Allí, junto con tropas venecianas, prepararon el asedio a la fortaleza de San Jorge, donde se atrincheraba el regimiento turco. El terreno era muy escarpado y pedregoso, de modo que les resultaba muy difícil montar toda la artillería y maquinaria de batalla. Rodrigo recordaba el desánimo que compartían la mayoría de los soldados al observar aquel inexpugnable enclave situado en lo alto de la montaña. Y para colmo, las historias que circulaban entre la soldadesca acerca de aquellos feroces guerreros, en nada contribuían al optimismo general. Más bien, parecía que iba a resultar, y así fue, una campaña extenuante. Sin darse cuenta, Rodrigo se convirtió en uno de los asiduos contadores de historias a la luz de las hogueras que encendían los soldados en el campamento para combatir el frío nocturno con el que el invierno se dejaba entrever. En realidad, no hacía sino reproducir lo que el viejo marinero le había contado en el barco. Y ello le hacía sentir un cierto protagonismo al que no estaba habituado, pero al que no le resultaba complicado acostumbrarse. Y, además, rememorando aquellos relatos, sentía rendir un cierto homenaje a su anónimo y ya desaparecido compañero de travesía.
Las jornadas de asedio fueron transcurriendo entre escaramuzas infructuosas y largos periodos de tensa inactividad, mientras el invierno arreciaba y los víveres comenzaban a escasear. La situación empezó a ser crítica en las primeras semanas de diciembre. Todo ello llevó a su capitán a tomar la decisión de emprender un ataque final a gran escala. Y, con tal fin, prepararon todo para que, el día 24, como preludio de la Nochebuena, tuviera lugar dicho ataque. La noche anterior la pasaron entera disparando la artillería contra los muros de la fortaleza. Aunque no causaron grandes destrozos, sin duda, los jenízaros debieron pasar una noche infernal. A decir verdad, ellos también pasaron una noche terrible, pues, si ya era difícil dormir al arrullo de los morteros, la tensión que precedía a cualquier enfrentamiento hacía que conciliar el sueño resultara del todo imposible. Saber que te hallas ante el que podría ser tu último día en este mundo, es un amargo trago del que ni los más avezados y veteranos soldados se libran.
Con las primeras luces de la mañana, comenzó el que, para bien o para mal, había de ser el asalto definitivo. Las tropas hispano-venecianas atacaron la fortaleza por dos frentes, para así dividir a las fuerzas jenízaras. La lucha era encarnizada. Desde la lejanía, Rodrigo podía observar cómo caían flechas y piedras sobre sus compañeros provocando innumerables bajas. Él formaba parte de un batallón que aguardaba la orden para abrir un tercer frente. Y, por fin, la orden llegó. Como la mayoría de ellos, Rodrigo se santiguó casi más por superstición que por fe, tragó saliva y se lanzó a la carrera junto con sus compañeros, como formando parte de un único organismo en el que cada uno de sus pequeños miembros ya no pensaba por sí mismo, sino que se dejaban empujar por una especie de realidad superior. Lograron abrir una brecha en la muralla y, con la ayuda de un pequeño puente que habían construido los días previos, pudieron acceder al adarve de la fortaleza. Por suerte para ellos, encontraron poca resistencia en su avance, ya que la mayoría de los efectivos turcos se encontraba librando batalla en los otros dos puntos de confrontación. Esto les proporcionó una posición de ventaja tal, que permitió cambiar el rumbo de la contienda. Sin embargo, la ferocidad de aquellos jenízaros, dignos de tantas historias oídas y contadas, los llevó a luchar encarnizadamente hasta la muerte, pues en ningún momento contemplaron la rendición.
Cuando todo terminó, Rodrigo, quien aun sin creérselo del todo seguía vivo, se sentó sobre los restos de la muralla tratando de desacelerar su corazón. Tras unos largos minutos, alzó la vista y miró a su alrededor. Habían vencido. La fortaleza era suya. Pero el coste humano había sido terrible. La mayoría de los soldados que las noches anteriores habían estado sentados a su alrededor escuchando historias, yacían ahora muertos por doquier, dibujando una espantosa imagen, de esas que nunca llegan a desaparecer del recuerdo. Y entre las filas turcas había sido aún peor. No quedaba ni un solo jenízaro con vida. No alcanzaba a comprender qué lleva a un ser humano a renunciar a la rendición cuando la lucha está perdida, a costa de la propia vida. No cabía duda de que aquellos jenízaros eran unos guerreros muy especiales.
Un extraño halo en el horizonte rescató a Rodrigo de la abstracción de aquellos amargos y, por desgracia, imborrables recuerdos, devolviéndolo súbitamente a la cofa del barco. Se estiró y entornó los ojos para poder escudriñar de un modo más incisivo el horizonte. A pesar de la bruma matutina que barnizaba toda la lontananza, enseguida reconoció las siluetas que, difuminadamente, se dibujaban en la lejanía.
—¡¡Barcos!! —gritó con todas sus fuerzas.
De repente, todo el devenir de los marineros se detuvo bruscamente, como si un viento gélido hubiera congelado a la tripulación.
Tras unos segundos de reacción, se oyó la voz del contramaestre.
—Triana, ¿por dónde?
Triana era el apelativo con el que todo el mundo lo conocía. De hecho, muy pocos sabían su verdadero nombre. Pero eso a él no le importaba. Más bien al contrario, le gustaba que lo llamaran así, pues aquello le servía para tener siempre presente su querida tierra natal. Aquella tierra de la que llevaba separado tanto tiempo y a la que tanto añoraba. Aquella tierra a la que no sabía si algún día volvería.
—Sobre la amura de estribor —contestó.
Como si de una coreografía se tratara, la tripulación al completo, capitán incluido, giró bruscamente la cabeza en la dirección indicada. La mayor parte de ellos hubieron de acercarse hasta la borda para lograr atisbar la presencia de un conjunto de navíos.
—¿Se distingue pabellón, mi capitán? —preguntó con voz preocupada el contramaestre.
Trascurrieron unos minutos interminables hasta que, por fin, la voz del capitán confirmó aquello que todos más temían.
—¡Kemal Reis!
El sencillo pero contundente nombre de aquel almirante turco cayó como un jarro de agua fría sobre la tripulación.
Al poco tiempo, ya se podían distinguir los característicos perfiles de los dromones bizantinos recortados contra el horizonte. Y, para mayor inquietud, a nadie se le escapaba que estos navegaban a favor del viento, mientras ellos lo hacían en ceñida por amura de estribor.
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