Por suerte, Tania había hecho bastante amistad con un pequeño grupo. Especialmente con Eva, con la que había descubierto que compartía numerosas inquietudes. Eva era una chica despierta, generosa y divertida, a pesar de que, a veces, podía parecer algo brusca. De hecho, su principal defecto, o cualidad quizás, consistía en que decía las verdades de forma excesivamente explícita y gratuita.
Y luego estaban Camilo y Álex. Milo, como le gustaba a Camilo que le llamasen, ya que su nombre le resultaba un poco anticuado, era de esas personas que tienen cierta tendencia natural para atraer la calamidad sobre ellos mismo. De aquellos que hacen reír a los demás sin pretenderlo. Pero, por encima de todo eso, era un chico con un gran corazón. Y Álex era una persona un poco tímida, demasiado callada a veces, pero de esos amigos en los que siempre puedes confiar. La verdad es que habían constituido una pequeña pandilla un tanto heterogénea y dispar, pero que funcionaba perfectamente como conjunto.
Hacía ya unos días que se notaba cómo las tardes se acortaban precipitando el ocaso. Dado que no tenía deberes y sus padres no la dejaban ver más la tele ni podía jugar al ordenador entre semana, Tania se entregó a uno de sus hábitos furtivos favoritos, que no era otro que el de husmear y hojear los libros antiguos de su padre. La estantería del salón exhibía una importante colección de facsímiles, gran parte de los cuales habían sido del abuelo Guillermo, lo cual hacía que aquellos ejemplares tuvieran mayor valor aún para su padre. No sabía muy bien por qué, pero a Tania todos esos libros la atraían de un modo casi mágico. Le encantaba abrir sus tapas y descubrir sus páginas cuajadas de escrituras indescifrables, de delicados dibujos de mil colores, o de mapas que parecían pintados por un niño... Pero era algo que debía hacer siempre a escondidas, pues sus padres se enfadaban si la veían trajinando entre aquellos libros. Así que, tras prepararse un colacao, cogió su taza y se adentró en el salón sin ni tan siquiera encender la luz, que ya iba siendo necesaria, y se plantó frente a aquella estantería. ¿Por cuál empezaría hoy? ¿Por el Imago Mundi? ¿Por el Historia Rerum? Aquellos nombres en latín que no llegaba a entender del todo eran como un canto de sirenas para Tania. Sin saber muy bien por qué, su mano se dirigió hacia el Atlas de Oliva, un pequeño libro en el que aparecían dibujados algunos mapas antiguos. Según su padre, ese libro, que lo había conseguido casualmente en un mercadillo medieval de Arganda del Rey, era el más auténtico de todos. La mayoría de los volúmenes de aquella pequeña biblioteca eran facsímiles, no carentes de valor, sin duda, pero realizados con medios modernos. Sin embargo, este era algo más. Parecía ser también una copia exacta, pero casi de la misma antigüedad que el original. Su padre lo había llevado en alguna ocasión a analizar por diversos expertos en la materia. No se trataba de ningún facsímil actual, ya que no tenía registro alguno. Todo parecía indicar que se trataba de un libro realmente antiguo. Sin embargo, todos coincidían en que no había constancia de ninguna copia del Atlas de Oliva que se hubiera realizado en el Siglo XVII, fecha a la que parecía pertenecer aquel volumen, a tenor de los materiales y técnica utilizados. Así pues, aquel era, sin duda, el libro más misterioso de toda la colección de su padre, y quizás por eso, era el que mayor fascinación despertaba en Tania.
Cuando cogió el pequeño volumen, no pudo evitar deslizar sus dedos por encima de las filigranas arabescas repujadas sobre el cuero de sus tapas. A continuación, abrió el libro con cuidado y comenzó a recorrer, uno por uno, los increíbles mapas antiguos que iban apareciendo con cada vuelta de página, mientras aspiraba ese peculiar olor que desprendían aquellas hojas gruesas y acartonadas, al tiempo que trataba de reconocer los lugares allí representados. De repente, escuchó las llaves de su padre tintineando en la cerradura de la puerta, acompañadas de un: «hola, ya estoy en casa».
Nerviosa, cerró bruscamente el códice para colocarlo de nuevo en su sitio. Sin embargo, la premura hizo que derramara sin querer algo de su colacao sobre el libro. Tania se sintió aterrada. Había manchado el interior de la tapa de uno de aquellos preciados volúmenes. No se atrevía ni a imaginar el disgusto que aquello supondría para su padre. Abatida por el sentimiento de culpabilidad, colocó de nuevo el libro en la estantería, pensando que, quizás, cuando se secase la mancha, no se notaría. Acto seguido, salió hacia el hall para dar un beso a su padre. Aquel beso le supo a traición, lo que hizo que se retirara a su cuarto con el corazón agitado por todo lo que había sucedido en tan solo unos segundos.
Por la noche, mientras cenaban, Tania permaneció en silencio.
—¿Te pasa algo, Tania? —preguntó insistente su madre.
—No —respondió ella—, no me pasa nada.
—¿Estás segura? —insistió su padre.
—No, solo estoy cansada. Ha sido un día duro en el cole —aseveró esta, aumentando su sentimiento de culpa con una mentira más.
Tras la cena, Tania estaba ansiosa por poder acercarse a la librería y comprobar cómo había quedado el libro. Pero la permanente presencia de sus padres en el salón se lo impidió, de modo que tuvo que reprimir su impulso hasta mejor ocasión.
A la mañana siguiente, arrollada por la premura habitual de los días de clase, tampoco pudo comprobar el estado del libro, así que de nuevo tuvo que contener su impaciencia y posponer la revisión.
Durante toda la jornada estuvo pensando en ello, especialmente en el disgusto que se llevaría su padre al ver su más preciado tesoro literario destrozado por un simple colacao.
Cuando por fin llegó a casa tras las clases, Tania sacó sus llaves de la mochila y abrió la puerta con cierto sigilo. Definitivamente, le gustaba aquella sensación de independencia y madurez que le confería el tener sus propias llaves y poder entrar en casa sola. Tras el saludo al aire de rigor para comprobar quién había, percibió una sensación extraña. Era difícil de explicar, pero algo resultaba distinto en el ambiente. Quizás la ausencia de respuesta a su saludo, quizás la quietud que parecía percibirse más allá de aquel inusual silencio… Mientras intentaba analizar qué era lo que le causaba aquella sensación de extrañeza, vio a su padre acercarse pausadamente por el pasillo. ¡Eso era lo extraño! Su padre estaba en casa a una hora que no resultaba habitual. Pero ¿solo eso era lo extraño? El gesto serio y rígido de su padre le confirmó que había algo más.
—Tania, ven un momento al dormitorio, por favor. Allí están tu madre y tu hermano.
—¡Ya está! Lo ha descubierto —murmuró Tania para sí pensando en el libro—. Pero ¿qué pintan mamá y Guille en esta historia? Me parece que el castigo va a ser antológico.
Sin embargo, cuando entró en la habitación de sus padres, los rostros compungidos de su hermano y de su madre le hicieron entender que no se trataba de una regañina por un libro.
—Tania, siéntate, por favor —dijo su madre—. Acabamos de venir del hospital. Por la mañana han tenido que ingresar a la abuela Lucía con un fuerte dolor en el pecho. Su corazón estaba enfermo, y, finalmente, no ha podido resistir. Tania, la abuela ya no está con nosotros.
Tania tardó unos segundos en reaccionar. Al principio, no era del todo consciente de lo que le estaba diciendo su madre. Apenas pudo balbucear unas pocas palabras.
—Pero ¿¡cómo que ya no está!? Si el domingo estuvimos jugando con ella. ¡Y habíamos quedado en que este fin de semana íbamos a hacer tortitas juntas!
Fue entonces, al abalanzarse sobre su mente la imagen de la cocina de su abuela vacía, al darse cuenta de que ya no habría nadie allí para hacer aquellas tortitas, ni para hacer manualidades ni jugar a las cartas, cuando se hizo plenamente consciente de lo que le estaban diciendo sus padres. Una especie de sensación de calor y mareo se precipitó bruscamente sobre su cabeza, haciéndola estallar en el llanto más sincero que jamás había experimentado. Su padre la agarró fuertemente en un abrazo que casi le hacía daño, pero que, por otro lado, necesitaba con urgencia. A aquel abrazo se les unieron su madre y Guille, compartiendo un llanto ahogado que Tania pensaba que no acabaría nunca.
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