Se quedó un buen rato inmóvil, sin saber cómo reaccionar, hasta que el tintineo de unas llaves la sacó de su ensimismamiento. Su madre volvía de la calle, lo cual le hizo dar un respingo, cerrar bruscamente el libro y volver a colocarlo precipitadamente en la librería, como si nada hubiera ocurrido.
—Tania, ayúdame con las bolsas, por favor —le pidió esta.
—Ummh… sí… claro —contestó Tania.
—¿Te pasa algo hija? Te noto rara —preguntó su madre.
—¿Eh? No, nada, estaba pensando en mis cosas.
—¡Ay!, qué felices sois los jóvenes que podéis ocupar vuestra mente en cosas intrascendentes.
En otras circunstancias, Tania le habría rebatido ese argumento a su madre, defendiendo la trascendencia de los asuntos de una niña de su edad. Sin embargo, seguía demasiado aturdida por el hallazgo realizado en el atlas. Cuando por fin consiguió reaccionar, se acercó a su madre y le preguntó:
—Mamá, ¿puedo usar un rato el ordenador para un trabajo que tengo que preparar para el lunes?
—Sí puedes, pero cuidado dónde te metes en internet, ¿de acuerdo?
—Sí, mamá, ya lo sé —contestó ella.
Tania comenzó a buscar rápidamente traductores de latín. Pensaba, como piensan la mayoría de las personas de su generación, que obtener la traducción iba a ser algo inmediato. Pero rápidamente se topó con una realidad bien distinta. Tras introducir en el ordenador el texto en cuestión, se dio cuenta de que, según el traductor que eligiese, obtenía resultados muy dispares. Tania recordó entonces haber oído alguna vez a sus padres hablar precisamente del latín, pues estos eran lo suficientemente mayores como para haberlo estudiado en el instituto, y de algo que ellos llamaban «inclinaciones» o «declinaciones». No sabía muy bien de qué se trataba, pero sí recordaba haberles oído decir que con el latín no bastaba con conocer el significado de las palabras para entender una frase. Había que conocer las terminaciones de las palabras o algo así. Aquello se le había quedado grabado en la memoria, pues le pareció una característica sumamente compleja para una lengua. Y ahora, mira tú por donde, se topaba con esa dificultad. Recopilando las diferentes traducciones obtenidas, comprobó que el mensaje tenía que ver con el reflejo de una cruz en un cuadro y que eso escondía un secreto de una orden. Aquello, decididamente, no tenía ningún sentido. Por más que intentaba desentrañar aquel enigmático texto, no conseguía hilvanar una frase inteligible. Había buceado por todos los traductores de latín de la red, bueno, por todos los gratuitos, claro, y no terminaba de aclarar el misterio.
«No sé si estoy haciendo el idiota», pensó en un momento dado, pues no tenía muy claro si lo que había encontrado era algo importante, algún tipo de clave relacionada, como parecía indicar el propio texto, con un secreto tan antiguo como el libro, o si se trataba simplemente de una tomadura de pelo y, finalmente, aquel Atlas de Oliva que tanto apreciaba su padre, no había de resultar el libro valioso que siempre pensó.
Sin embargo, la curiosidad de una niña de su edad, y más en el caso de Tania, era muy superior al desaliento que cabría deducir de forma racional ante una situación como aquella.
—¿Qué tal va ese trabajo, hija? —preguntó su madre que asomaba inesperadamente la cabeza tras el marco de la puerta.
Tania dio un bote sobre la silla e, instintivamente, comenzó a minimizar las pantallas de los diferentes traductores en los que había probado suerte.
—Bien, mamá, pero déjame tranquila que me desconcentras —respondió ella sin tan siquiera levantar la mirada de la pantalla del ordenador.
—Bueno, bueno, perdone su eminencia —respondió su madre en un tono claramente irónico.
Tania siguió trabajando en aquella frase durante gran parte de la mañana, hasta que llegó su padre. Rápidamente, guardó en un archivo todo lo que había conseguido, que no era mucho, y apagó el ordenador. Por un lado, se moría de ganas de contarle a sus padres lo que había encontrado y de pedirles ayuda para descifrar aquel enigma. Sin embargo, si descubrían el estropicio causado en el libro, tenía la seguridad de que las cosas se iban a poner muy tensas. Y bien sabía que no estaba el «horno para bollos». Además, el supuesto enigma hallado en el atlas, seguramente no fuera tal misterio, sino algún tipo de broma absurda, lo que no aportaría nada bueno a aquella situación. Más bien al contrario, posiblemente fuese la prueba de que aquel libro no tenía el valor que su padre siempre le había conferido. Estaba claro, pues, que lo mejor era, de momento, mantenerlo todo en secreto.
Rodrigo se encaramó en lo alto de la cofa del barco, donde acostumbraba a pasar largas horas escudriñando el horizonte. Le gustaba enormemente la sensación del aire contorneando su rostro mientras miraba desde arriba el ir y venir del resto de marineros sobre la cubierta. Pensaba que aquella era la sensación más parecida a volar que un ser humano pudiera experimentar. Rodrigo estaba convencido de que algún día el hombre inventaría un artilugio que le permitiera surcar los cielos. Pero, mientras tanto, él era el único aeronauta.
Sin embargo, últimamente no disfrutaba tanto de sus estancias en las alturas, pues sabía que las cosas no andaban muy bien por el Mare Nostrum, motivo por el cual debía permanecer alerta. Las incursiones de los otomanos en la parte occidental de su querido mar habían puesto en pie de guerra a las principales potencias marítimas. Y la decisión adoptada por los reyes Isabel y Fernando de expulsar a moros y judíos de la recién reconquistada península, no había hecho sino agravar esta situación. Aquello había servido de detonante para que el sultán otomano Bayecid II tomara la decisión de enviar naves al oeste del Mare Nostrum en su auxilio.
Apenas hacía dos veranos de la batalla de Zonchio. Y lo que es peor, tan solo unos meses desde el asedio de Cefalonia, en el cual, él sí había participado. Había sido una campaña larga y sumamente dura. Una campaña de las que dejan una huella indeleble en todos sus participantes. Acomodado sobre el soler de cofa, Rodrigo comenzó a rememorar aquellos intensos meses. Desde el mismo momento en que la flota a las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba atracara en el puerto de Cefalonia para unirse a los venecianos que allí aguardaban, tuvo un mal presentimiento. Y no solo por lo inexpugnable que se mostraba la fortaleza de San Jorge, tomada por los turcos unos cuantos años antes, sino porque esta estaba defendida por los temidos jenízaros. Apenas eran unos pocos centenares de ellos, muy inferiores en número a las tropas hispano-venecianas. Pero unos centenares dispuestos a defender aquel sitio hasta la muerte si fuera necesario, pues, no en vano, su fama de feroces guerreros los precedía.
Ya durante la larga y convulsa travesía que los había llevado desde Málaga hasta Sicilia, camino de Cefalonia, había oído hablar mucho de los jenízaros. Durante dicha travesía, había tomado por costumbre trajinar junto a un viejo marinero curtido en múltiples batallas, mientras saboreaba las historias que este relataba acerca de estos guerreros turcos. Según le había oído contar, los jenízaros eran niños robados y adiestrados desde su infancia en las artes de la guerra y en el manejo de todo tipo de armas. Eran prácticamente esclavos, pues sus vidas pertenecían en todo al sultán. Vivían con costumbres monásticas, y recibían una impecable educación en arte, literatura, idiomas, etc., por lo que, a pesar de ser soldados, eran sumamente cultos.
Casi sin pretenderlo, el sencillo hecho de escuchar la profunda voz labrada por el salitre marino de su veterano compañero, acompasado por el crujido del mar al ser rasgado por la proa de la embarcación, se había convertido para él en una necesidad.
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