Søren Kierkegaard - El libro sobre Adler

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Søren Kierkegaard (1813-1855) dedicó los diez últimos años de su vida a trabajar en un texto sobre la figura del pastor Adolph P. Adler, que en agosto de 1845 había sido apartado del sacerdocio tras afirmar haber tenido una revelación. Kierkegaard ve en Adler un fenómeno que refleja la confusión de su época sobre lo que significa ser cristiano desde la relación entre el individuo y la autoridad. Con este motivo, elabora una síntesis de su pensamiento ético-religioso que solo verá la luz póstumamente y que hasta ahora era desconocida para el lector español. – «Un volumen que traslada por primera vez al español el ciclo de ensayos éticos y religiosos que el pensador danés escribió durante los últimos 10 años de su vida». (
Babelia)

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Si no encontramos anormalidades respecto a lo que deberíamos comprender sobre la revelación de Adler, pero sí sobre lo que él ha comprendido, sobre cuál entiende él que es su papel en ella, entonces estaremos ante un escritor de premisas, corrosivo, y el crítico podrá atraparle para su desgracia. Todo el ingenio (si es que realmente es un escritor ingenioso) que pueda haber en sus obras, no compensa como alimento si lo comparamos con lo corrosivo que resultan debido al déficit mediante el que como escritor enreda al público por su falta de claridad con respecto a lo cualitativamente determinante. Exponer abiertamente una revelación sin dilucidar qué es cada cosa, qué es lo que se quiere decir, es presentarse como un escritor de premisas, es como vociferar en un tono sumamente desagradable y esperar que los demás acudan a rescatarte con una explicación sobre si realmente has tenido o no una revelación. Un fenómeno de este tipo puede contener un significado profundo como epigrama amargo sobre una época. Una época tambaleante, vacilante, inestable, en la que el individuo tiene por costumbre buscar de tantos modos fuera de él (en los comentarios de su entorno, en la opinión pública, en los chismes de ciudad) lo que en el fondo solo puede hallar en su interior: la decisión. En una época así aparece una persona y se remite a una revelación, más bien se lanza a la calle aterrorizado, con el pánico dibujado en el rostro, aún tembloroso por la conmoción del instante, y proclama que le ha tocado una revelación. «¡Oh, dioses inmortales, aquí llega la ayuda, aquí llega la firmeza!». Pero, ay, se parece demasiado a su época y al instante siguiente ya no sabe con seguridad qué es cada cosa, lo deja todo conforme está y se dedica a escribir [109] libros voluminosos y (probablemente) también ingeniosos.

En otros tiempos ya lejanos, cuando una persona era agraciada con una revelación suprema, dedicaba mucho tiempo a tratar de entenderse a sí misma en esa magnífica experiencia antes de pretender guiar a los demás. De ningún modo se puede exigir a nadie que, desde el entendimiento humano, comprenda el sentido de una revelación, pero al menos debe ser capaz de entenderse a sí mismo y comprender lo que le ha sucedido, que es lo más elevado que le ha ocurrido nunca, y que, lejos de todos los comentarios posteriores, lejos de todos los giros y vueltas, lo que ha tenido es y siempre será una revelación. En cambio, ahora cualquiera proclama en los periódicos del día siguiente que la noche anterior tuvo una revelación. Quizá por el temor a que la silenciosa reflexión solitaria (sobre algo que en el sentido más radical debería transformar toda la existencia de una persona que ha tenido una revelación, aunque nunca se lo contara a nadie) pudiera llevarle a comprender (de un modo humillante aunque liberador) que todo había sido una ilusión y que lo mejor sería dejar las cosas como están y reconciliarse con Dios para convertirse en maestro desde una posición inferior con respecto a la verdad, pero capaz de enseñar a los demás y de preservar el honor de lo infinitamente más elevado.

Puede que esto sea lo que teme, y por ello seguramente prefiera confiar en que la publicidad provoque una discusión cuya conclusión final podría ser que había tenido una revelación y que eso era lo que exigía su época. En tal caso podría seguir manteniendo que había tenido una revelación, confiando en la desmedida sensación suscitada por la publicidad, confiando en las ovaciones que le dedicaran, por no hablar de la tranquilidad que produce saber que varios de los «realmente excepcionales periódicos que tenemos» den por bueno el asunto, es decir, sancionen ante la opinión pública elevada a la enésima potencia * lo que estrictamente en el sentido más aislado pertenece al individuo en cuestión, quien de manera incondicional debería hallar la certeza en sí mismo con respecto al asunto en la más absoluta soledad. ¡Cuán epigramática se tornaría la situación si se llevara a un terreno puramente estético, sin tomar en consideración si realmente ha sucedido algo concreto! Una persona aterrorizada se presenta y afirma: «He recibido [110] la llamada de Dios», y luego añade con la boca pequeña: «En realidad no estoy completamente seguro, pero quiero saber qué impresión produce tal afirmación entre mis coetáneos y, si así se acaba determinando, entonces será cierto que he recibido la llamada de Dios y no lo desmentiré» * . Igual alberga la esperanza de que, al pronunciar esas palabras, las circunstancias se apoderen de él y, de algún modo, le metan en el personaje hasta convertirlo en lo que afirma que es, aunque no tenga la completa seguridad de si realmente lo es o no lo es. Haber recibido la llamada de Dios es sin duda lo máximo que le puede suceder a una persona. Alguien que ha recibido la llamada de Dios está por encima de cualquier otro, incluso de los reyes y los emperadores, de la opinión pública o de la tropa periodística. Todos los demás no podemos hacer otra cosa que admirarle, y él debe exigírnoslo con autoridad divina, pues se le debería reconocer por la autoridad a la que se remite * . Quien se muestre vacilante en tal situación estará sirviendo a dos señores 24 , querrá ser llamado por Dios en un sentido extraordinario y, al mismo tiempo, querrá ser llamado por su época para mostrarse como una exigencia de la misma. Se valdrá de la proclama «¡He recibido la llamada de Dios!» para hacerse escuchar entre la bulliciosa muchedumbre y, de ese modo, transformará la llamada de Dios en una llamada a la opinión pública.

Esto bien podría suceder en una época en la que se han suprimido las categorías religiosas decisivas y todo ha quedado sometido a la categoría de la generación (para que todo esté en orden). Si tal cosa sucediera, estaría [111] bien que algún crítico fiel, alguna persona insignificante que no se atreva a remitirse a ninguna revelación, que sea capaz de mantenerse firme en la palabra del elegido y, de ese modo, pueda contribuir con seriedad al esclarecimiento de lo que hay de cierto (pues la seriedad está en la reflexión silenciosa desde la responsabilidad ), entendiera que su cometido es abordar lo extraordinario. Por el contrario, lo que no es serio es lo que a menudo se considera como tal: armar escándalo, encolerizarse, preocuparse, utilizar las expresiones más histriónicas y, sin embargo, sentir una inseguridad interior sobre lo que se es y lo que no se es. En nuestra época, al igual que en cualquier otra época pasada, pueden suceder cosas verdaderamente extraordinarias dispuestas por Dios; ahora bien, los cambios que se produzcan en el mundo seguirán teniendo una gran influencia sobre lo fenoménico, aunque el ser siga siendo el mismo. No dejaría de resultar sospechoso, por ejemplo, que en nuestra época apareciera un profeta que se asemejara a uno de los antiguos como dos gotas de agua.

Como fenómeno de nuestra época (puesto que estamos prestando la misma atención a la época que a Adler), el profesor Adler será el objeto de discusión de este modesto escrito. Sus libros no serán valorados desde la estética o la crítica como los de cualquier escritor corriente, no, pues deben ser respetados por su carácter extraordinario hasta por el crítico más insignificante. Sus obras solo deberán servir para comprobar si Adler se ha entendido a sí mismo como aquel por el que se ha hecho pasar (algo de lo que formalmente no parece estar dispuesto a retractarse ). Tampoco vamos a hablar de la doctrina que predica, tanto si es herética como si no. Todas esas cuestiones resultan insignificantes en comparación con lo cualitativamente determinante. Por el contrario, deberá ponerse seriamente el acento ético, siempre que sea posible, en todo lo que le confiere autoridad divina (en dicho caso se le deberá exigir que, en lugar de aplicar el ingenio para producir grandes libros 25 , haga uso de su autoridad) o, en caso contrario, en aquello que anteriormente se sintió empujado a afirmar y de lo que con arrepentimiento debería retractarse. En la medida de lo posible, deberá ponerse seriamente el acento en el hecho de que él se remite a una revelación.

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