Pero si carecemos de una concepción de la vida (que, por supuesto, ya debería estar presente en la primera parte del texto, igual que en todas las demás), aunque su ausencia solo se haga patente en la segunda o en la tercera (y así hasta la última), de nada servirá dejar morir al héroe, de nada servirá que lo enterremos en el relato para dejar claro que realmente ha fallecido: el desarrollo no habrá llegado de ningún modo a su fin. Si la muerte tuviera ese poder no habría nada más sencillo que ser poeta, aunque entonces la poesía tampoco sería necesaria. En la vida real, cuando alguien fallece, la vida alcanza su fin, pero de esto no se deduce que haya alcanzado el fin por lo que a la conclusión se refiere. Precisamente este tiempo verbal («que haya alcanzado el fin») indica que la muerte no es lo determinante, pues la conclusión puede llegar en vida de la persona. Utilizar la muerte como conclusión es un paralogismo, una metabasij eij allo genoj [transposición a otro género] 7 , pues es cierto que la muerte es una conclusión, pero resultante de otras premisas completamente distintas. También es cierto que la muerte es un punto final, pero, en su abstracta indiferencia, la muerte no tiene nada que ver con que el sentido quede resuelto, con que la vida del fallecido tuviera o no un sentido. La muerte no quita ni pone, no transforma la vida de una persona in concreto , [95] sino que elimina las condiciones para la vida in abstracto y, de ese modo, impide cualquier cambio ulterior.
Pero cuanto más echan en falta una conclusión tanto la época de los movimientos como los propios individuos, más enérgicamente parecen multiplicarse las premisas. Esto conlleva que la llegada de la conclusión se dificulte más y más, porque en lugar de alcanzarse una conclusión se produce una parada que es para el espíritu lo mismo que el estreñimiento para un organismo animal, pues el incremento de premisas resulta tan peligroso como atiborrarse de comida cuando padecemos estreñimiento (aunque por un momento nos pueda parecer reconfortante). Poco a poco los movimientos de la época se transforman en una fermentación insana, del mismo modo que, cuando el enfermo no digiere ni asimila los alimentos, estos comienzan a fermentar en su interior. La enfermedad de nuestra época se aprovecha de los individuos, cuyas vidas igualmente solo se fundamentan en premisas que les impulsan a ser escritores y cuyas producciones se entienden precisamente como una exigencia de su época 8 . Un escritor genuino recomendaría sin duda alguna ponerse a dieta en tales circunstancias.
Sin embargo, el escritor de premisas 9 se vuelca por completo al servicio de nuevas tareas, propuestas, alusiones, insinuaciones, indicaciones, proyectos en constante renovación; en resumidas cuentas, cualquier actividad que si bien implica un comienzo, también estimula la impaciencia en tanto que no exige constancia (cosa que es necesaria si lo que se pretende es alcanzar alguna conclusión). Aquello que alimenta la enfermedad siempre parece reconfortante en un primer momento y, desde un punto de vista espiritual, cuando se deja de lado la ética, lo inmediato es la sofística, así como un continuo y continuo comenzar. Mientras tanto, los escritores de premisas (los sofistas) florecen y obtienen tanto dinero (Aristóteles afirmaba que una característica de los sofistas era precisamente su afán de lucro 10 ) como reconocimiento por satisfacer las exigencias de su época. En tales circunstancias, el escritor genuino está condenado al fracaso. Su vida transcurrirá del mismo modo que la que Sócrates tan ingeniosamente dispuso para sí mismo. Le sucederá lo mismo que a un médico que fuese demandado por un cocinero o un pastelero y un grupo de niños tuviera que sentenciar el asunto 11 . El cocinero o el pastelero, que entienden puerilmente de lo suculento y lo lisonjero, sabrán preparar con inteligencia comida poco saludable pero deliciosa, mientras que el médico, que solo entiende de temas de salud, no sabrá cómo preparar ricos manjares.
[96] Del mismo modo que la ocasión hace al ladrón, así funciona una fermentación insana. Igualmente ocurre cuando hablamos de dinero malo o escritores malos, pues el hecho de que nuestra época esté falta de una conclusión disimula la circunstancia de que los escritores no la tengan. La diferencia de grado entre los escritores de premisas, por lo que respecta a su talento y a cuestiones por el estilo, puede ser notable, pero todos comparten el hecho esencial de que no son escritores genuinos. En medio de la agitación es previsible que se pierdan algunas cabezas bien pensantes y, sin embargo, hasta la mente más insignificante puede llegar a convertirse en escritor con la simple aportación de una pequeña premisa a un periódico. De este modo se promociona a las cabezas más insignificantes y, por supuesto, como consecuencia de ello, el número de escritores se incrementa notablemente. Así que, debido a esta proliferación, ciertamente se podrían comparar con las cerillas que se venden por cajas. Cogemos a uno de estos escritores en cuya cabeza concurre un poco de fósforo (como el de las cerillas), que podría ser una propuesta para un proyecto o una simple alusión, lo agarramos por las piernas, lo frotamos contra un periódico y así obtenemos tres o cuatro columnas. Las premisas sin conclusión tienen un parecido sorprendente con el fósforo: son explosivas.
A pesar de su explosividad, o quizá precisamente debido a ella, todos los escritores de premisas, por muy diferentes que sean, tienen algo en común: todos ellos muestran la misma tendencia , todos quieren producir un efecto, todos desean que sus obras se difundan al máximo y ser leídos por toda la humanidad. Esta peculiaridad afecta especialmente a las personas que viven en una época de fermentación 12 : definen una tendencia y corren a toda prisa con el sudor en la frente impulsadas por ella sin saber muy bien hacia dónde les conduce, pues si lo supieran, in concreto , tendrían en sus manos la conclusión. Es como el refrán que dice: «No cantes gloria hasta el final de la victoria». En lugar de que cada individuo trate de ponerse de acuerdo consigo mismo sobre sus intenciones concretas antes de empezar a hablar, se tiene la falsa creencia de que provocar una discusión es siempre algo beneficioso.
Pero esto no es más que una falsa creencia que tergiversa lo que debería entenderse por «unir fuerzas», pues la condición previa son precisamente las fuerzas, [97] mientras que la unión que las mantiene unidas es simplemente una falsa creencia. Es como si pensáramos que la unión de un grupo de borrachos pudiera hacerles recuperar la sobriedad. Existe una falsa creencia en que el espíritu de la época 13 (mientras que los individuos por sí mismos no saben lo que quieren) puede, mediante su dialéctica, poner de manifiesto lo que realmente quiere cada uno para que así los «señores de la tendencia» consigan averiguar hacia dónde tienden realmente. Toda esta falsedad, que se produce cuando el individuo fantasea con verse reflejado a sí mismo en la infinitud de las generaciones o cuando los individuos (todos ellos faltos de arraigo) están convencidos de que poseen unas raíces comunes a toda su generación, requiere demasiado, requiere no solo que como a Nabucodonosor le interpreten su sueño, sino que además se lo cuenten 14 . Y mientras crece la fermentación, todos andan ajetreados, aunque cada uno a su manera (si me atrevo a decirlo así) echando al fuego de la caldera la leña de las premisas. Sin embargo, nadie parece darse cuenta del peligro que corren al no contar con ningún jefe de máquinas.
El escritor de premisas es fácil de reconocer, fácil de interpretar, si pensamos que es justamente lo contrario del escritor genuino. Lo que para aquel es extroversión, para este último es introversión. Nos encontramos ante un problema social. El escritor de premisas no tiene la más remota idea sobre lo que hay que hacer, sobre cómo poner remedio a la presión. Su opinión es que «con dar la voz de alarma todo irá bien». Nos encontramos ante un problema político, ante un problema religioso. El escritor de premisas no tiene ni el tiempo ni la paciencia para reflexionar a fondo. Su opinión es que «si damos clamorosamente la voz de alarma para que se escuche por todo el país, para que todo el mundo esté informado, para que sea el único tema de conversación en todas las reuniones, todo irá bien». El escritor de premisas considera que dar la voz de alarma es como agitar una varita mágica (pero no se da cuenta de que todos han comenzado a dar la voz de alarma «uniendo sus fuerzas»).
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