Lo esencial de este libro solo podrá ser captado por entendidos en teología y, entre estos, solo interesará a aquel individuo que (en lugar de darse importancia y criticarme por el hecho de haberme atrevido a escribir un libro tan voluminoso sobre el profesor Adler) se entregue a la lectura con esfuerzo y, de ese modo, descubra hasta qué punto Adler es el objeto de este texto y hasta qué punto nos sirve para arrojar luz sobre nuestra época y para sostener ciertos conceptos dogmáticos; en definitiva, hasta qué punto se presta aquí la misma atención tanto a nuestra época como al propio Adler.
Lo que me gustaría decir en un prefacio (como no escribo en ningún periódico ni en ninguna revista, utilizaré el prefacio para exponer algunas observaciones banales) sobre la relación literaria entre escritor, lector y crítico, he tenido la suerte de encontrarlo ya expuesto, mejor y con mayor precisión de lo que yo podría hacerlo, por un hombre al que siempre he venerado: el viejo Fichte 1 ; en un sentido amplio, un hombre; en un sentido elevado, un genio; en un sentido clásico griego, un pensador. Lo que dijo sobre este asunto bien puede ser necesario repetirlo en nuestra época. Además, la circunstancia de que lo dijera hace casi cincuenta años 2 quizá permita que sus palabras sean escuchadas. El hecho de que quien habla ya haya fallecido tiene cierto poder balsámico que debería hacer al lector más receptivo al duro argumento de que si el mundo actual está equivocado también lo habrá estado durante los últimos cincuenta años.
Cuando alguien que todavía vive se dirige a sus contemporáneos, puede verse tentado a plantear que el mundo anteriormente iba bien, pero que se ha echado a perder en catorce días. De ese modo solo conseguirá que sus contemporáneos se mortifiquen, y con razón, puesto que indudablemente el mundo es más o menos igual de próspero, o más o menos igual de decadente que siempre. «Un vistazo a nuestros días», «un retrato del presente», «una interpretación de nuestra época» y otras expresiones por el estilo son fáciles de explotar a través de la retórica. El orador o escritor organiza el discurso (como bien saben hacerlo los más brillantes) con el fin de producir cierto efecto sobre el instante [92] sin preocuparse por trasladar una concepción sólida y firme sobre su época, ni siquiera por reflexionar sobre si la tarea pudiera resultar demasiado grande.
Un predicador que desee seducir a su parroquia dirá: «Podemos decir en honor a nuestra época, y es algo que no se puede pasar por alto, que una nueva vida ha comenzado a agitarse, que cada vez serán más y más, etcétera». Pero al domingo siguiente añadirá despotricando: «¿Será que la corrupción de nuestra época aún no ha llegado a su grado máximo?, ¿será acaso que aún podemos alcanzar cotas más altas de frivolidad?», etcétera. Todas estas diferentes apreciaciones se presentan en ocasiones simultáneamente en un mismo texto, y quien permanezca algo atento a la lectura cerrará atónito el libro y pensará: «Dios sabrá en qué época vivió realmente esta persona».
Por eso es mejor dejar hablar a los difuntos. Cuando un pastor se plantee predicar sobre la opulencia de nuestra época y, por casualidad, el sábado por la tarde tropiece con un sermón de 1718 sobre el mismo tema, creo que servirá mejor a sus feligreses si se limita a leer dicho texto que si habla por sí mismo. La cuestión principal no es que alguien tenga derecho a despotricar y los demás deban soportarlo, la cuestión es que todos y cada uno de nosotros nos hagamos más sabios. Cuando un muerto habla de algún modo nadie habla y por esa misma razón todos estamos dispuestos a escucharlo.
El pasaje se encuentra en este texto: Nicolais Leben und Meinungen , Obras completas, vol. 8, p. 75 (anexo 3 del capítulo 2) 3 .
Copenhague, enero de 1847
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1.Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), filósofo alemán, padre del también filósofo Immanuel Hermann Fichte (1796-1879), motivo por el cual Kierkegaard lo denomina «el viejo Fichte».
2.Apunta a la fecha en que se publicó la primera edición de la obra de J. G. Fichte Friedrich Nicolai’s Leben und sonderbare Meinungen. Ein Beitrag zur Literaturgeschichte des vergangenen und zur Pedagogik des angehenden Jahrhunderts [La vida y las extrañas opiniones de Friedrich Nicolai. Una contribución a la historia de la literatura del pasado y a la pedagogía del nuevo siglo] (1801).
3.Cf. Johann Gottlieb Fichte’s sämtliche Werke , Berlín, 1845-1846, vol. 8, pp. 75-84.
Dado que nuestra época, según la opinión del barbero (y a aquel que no tenga la oportunidad de estar al día por los periódicos le basta con acudir el barbero, quien en los viejos tiempos en los que no existían los periódicos cumplía la función que ahora cumplen estos), va a ser una época movida 4 , no resulta extraño que la vida de muchas personas transcurra de manera que, pese a estar basada en ciertas premisas, no logre alcanzar ninguna conclusión. Del mismo modo, esta época es la época de los movimientos porque ha puesto las premisas en movimiento, pero también es la época de los movimientos porque no ha llegado a su conclusión. Así pues, la vida de dichas personas transcurre de ese modo hasta que la muerte llega para ponerle fin, pese a no haber alcanzado su fin por lo que a la conclusión se refiere. Una cosa es que la vida se acabe, otra muy distinta, que alcance su propia conclusión.
Quien posee cierto talento puede llegar a convertirse en escritor si en algún momento de su inconclusa vida se le pasa tal idea por la cabeza. Pero dicha ocurrencia será una mera ilusión. Quizá (pues aquí hipotéticamente podríamos admitir cualquier cosa si nos ceñimos exclusivamente a lo determinante) posea unas cualidades extraordinarias, las de un artista excelente, pero nunca llegará a ser escritor, a pesar de su producción. Sus obras serán como su propia vida, materiales, y puede que dichos materiales valgan su peso en oro, pero no dejarán de ser materiales. Porque no será un poeta, que poéticamente redondea el todo; ni un psicólogo, que ordena las particularidades del individuo en una impresión global; ni un dialéctico, que desde la posición que le ha correspondido pone de manifiesto su concepción de la vida 5 .
Pues no, aunque escriba, no será un escritor genuino. Será capaz de escribir la primera parte de un texto, pero no podrá escribir la segunda parte; o, para no causar mayor confusión, podemos igualmente decir que será capaz de escribir la primera y la segunda parte, pero entonces no podrá escribir la tercera parte; jamás logrará escribir la última parte. Si ingenuamente llevado por el pensamiento de que todo libro, según el uso y las costumbres, debe contener una última parte, [94] se propone escribir una última parte, no hará otra cosa que poner de manifiesto que con esa última parte renuncia a ser escritor. A ser escritor se aprende ciertamente escribiendo, pero, curiosamente por ese mismo motivo, también se puede renunciar escribiendo. Si al menos se hubiera percatado de la anormalidad de la tercera parte, sí, si tacuisset, philosophus mansisset [si hubiera callado, por filósofo lo tendríamos] 6 .
Para llegar a una conclusión, primero es necesario percibir vívidamente su ausencia y, de ese modo, de nuevo vívidamente echarla de menos. Por eso es fácil de imaginar que un escritor genuino, precisamente para poner de manifiesto la anormalidad que supone que muchas personas vivan sin una conclusión, produzca un fragmento en el que por así decirlo no plantee ninguna anormalidad y, sin embargo, en otro sentido presente una conclusión al ofrecer la correspondiente concepción de la vida. Y una concepción del mundo, una concepción de la vida, es la única conclusión verdadera para cualquier producción, pues cualquier conclusión poética es una mera ilusión. Si se ha sabido desarrollar una concepción de la vida, esta se mostrará con total coherencia y claridad. Entonces no será necesario matar al héroe, podremos dejarle con vida, pues la premisa ya estará recogida y atemperada en la conclusión, y el desarrollo habrá llegado a su fin.
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