El arte de comunicar consiste en acercar la realidad a tus coetáneos lo máximo posible en su calidad de lectores, pero manteniendo una concepción de la vida, es decir, manteniendo una distancia serena e infinita marcada por la idealidad. Ilustraré esto con un ejemplo de una obra reciente. En el experimento psicológico: «¿Culpable? ¿No culpable?» (contenido en la obra Estadios en el camino de la vida 18 ), se describe a alguien en máximo peligro de muerte espiritual sometido a una desesperación extrema y, además, todo se plantea como si pudiera haber sucedido ayer mismo. Cuando una obra se aproxima demasiado a la realidad, aquel que mantiene un combate contra la desesperación religiosa planea, por así decirlo, sobre las cabezas de sus coetáneos. Si el experimento provoca alguna [102] impresión, será porque sucede lo mismo que cuando un ave salvaje sobrevuela un lugar en el que habitan aves de su misma especie domesticadas en el confort y la seguridad de su propia realidad, provocando que estas batan involuntariamente sus alas en un movimiento que les resulta angustioso, pero, al mismo tiempo, atractivo 19 .
Ahora voy a tranquilizarles: solo se trata de un experimento y está siendo controlado por un investigador. El conejillo de indias es, en sentido espiritual, lo que comúnmente se considera una persona muy peligrosa, y no se suele dejar a este tipo de personas solas, sino que siempre van acompañadas de un par de policías (por el bien de la seguridad ciudadana). Del mismo modo, por el bien de la seguridad ciudadana, en la obra mencionada hay un investigador (que se denomina a sí mismo inspector 20 ) que, con toda tranquilidad, nos revela el sentido general de todo y esboza una teoría acerca de una concepción de la vida que es capaz de completar por sí mismo, y de ese modo nos muestra cómo el conejillo de indias se mueve al compás que se tensan las cuerdas. Si no fuera realmente un experimento, si no hubiera ningún investigador presente, si no se expusiera ninguna concepción de la vida, cualquier obra de esta naturaleza, con independencia del talento que se pudiera manifestar en ella, resultaría corrosiva. Resultaría angustioso entrar en contacto con ella, pues produciría una gran impresión comprobar cómo en un instante una persona puede desembocar en la locura. Una cosa es mostrar a una persona apasionada cuando va acompañada tanto de un guardián como de una concepción de la vida capaces de controlarla (me gustaría comprobar cuántos críticos contemporáneos serían capaces de tener tanto control sobre el conejillo de indias para manejarlo del modo que lo haría un verdadero investigador), y otra cosa es que una persona realmente apasionada se convierta en escritor, pierda el control sobre un libro y nos asalte a los demás con sus dudas y tormentos sin explicación alguna.
Si quisiéramos describir a una persona que afirma haber tenido una revelación (aunque después se hubiera perdido en ella) y lo hubiéramos hecho por seguridad, a modo de experimento, con un investigador al frente que tuviera claras las cosas desde el principio y que expusiera toda una concepción de la vida, y si además el investigador se sirviera del conejillo de indias del mismo modo que el físico realiza sus experimentos, todo estaría dentro de un orden y probablemente habría mucho que aprender de tal procedimiento. Puede que el investigador, en el transcurso de sus observaciones, llegara a la conclusión de que algo así [103] podría suceder realmente en su época y por ese motivo tratara de aproximarse a esta tanto como le fuera posible, pero no por ello dejaría de ser el dueño de la explicación que pretende comunicar. Si, por el contrario, el conejillo de indias en medio de su aturdimiento fuera lanzado al mundo para ser escritor, las consecuencias serían altamente corrosivas. De este modo, lo anormal (que, si se controla y se mantiene dentro del sentido global de una concepción de la vida, puede resultar instructivo) se lanza directamente como enseñanza, sin posibilidad de aportar otra cosa que no sea su propia anormalidad y su sufrimiento. No podemos dejar de sentirnos dolorosamente afectados por la importuna realidad de tal exescritor, quien personalmente está en peligro de muerte y desea despertar nuestro interés en él o (como no conoce otra salida) desea que compartamos su angustia y su miedo. Una cosa es que un médico, que posee los conocimientos necesarios para la curación y la sanación (y los pone en práctica en su clínica), exponga el historial de un paciente; una cosa es que un médico esté postrado en la cama afectado por alguna enfermedad; otra muy distinta, que un enfermo salte de la cama y, por el hecho de convertirse en escritor (describiendo directamente sus síntomas), confunda abiertamente estar enfermo con ser médico. Puede que gracias a su condición de enfermo sea capaz de describir la enfermedad con unas expresiones más vivas y concretas que las que utilizaría un médico (pues ignorar el modo para salvarse deriva en una apasionante elasticidad en comparación con el discurso tranquilizador de quien conoce la salida). Sin embargo, sigue habiendo una diferencia cualitativamente determinante entre estar enfermo y ser médico, y esta diferencia es precisamente la misma que la diferencia cualitativamente determinante entre ser un escritor de premisas y un escritor genuino.
Lo que aquí se ha afirmado sobre los escritores de premisas en un sentido general, que pueden poseer tanto las mentes más insignificantes como un magnífico don, pero que, a pesar de ello, carecen todos de una determinada concepción de la vida y, por tanto, también carecen de la conclusión, esto mismo se puede aplicar al profesor Adler, siempre y cuando no dejemos de reconocer sus virtudes y demás cualidades. Principalmente cuenta con una premisa , que se distingue absolutamente de todas las demás y que le distingue del resto de escritores de premisas, se remite a una revelación (mejor dicho, se ha mostrado indeciso con respecto al verdadero significado de dicha revelación), es decir, él mismo declara [104] abiertamente que no comprende el motivo por el que ha sido agraciado con tan enorme privilegio. De lo contrario, ciertamente no llamaríamos escritor de premisas a un hombre que se remite a una revelación, si no es porque al no ser capaz de comprender su propia circunstancia, tal hecho se convierte en premisa, en una proclamación confusa, en algo inexplicado, cuando lo que se esperaría de él es que buscara una explicación.
El crítico es y debe ser un espíritu servil; es y debe ser, en un sentido ideal, el mejor amigo del escritor, porque ama al escritor en su idea. En cuanto el escritor manda una señal desde la región en la que se encuentra o desearía encontrarse, el crítico inspecciona de inmediato la región y se viste acorde con ella para servir al escritor ex concessis 21 . A partir de ese momento, el crítico se convierte en amigo fiel del escritor (pero en un sentido ideal), porque el crítico no es un amigo de la casa, no ama la carne y la sangre 22 del escritor, no es el amigo del alma al que todo le parece bien cuando se trata del escritor. El profesor Adler gritó desde una nube: «Yo me remito a una revelación», y el que suscribe este texto es un modesto crítico servil que en su fe en lo ideal mantendrá firmemente tal afirmación hasta el final. ¡Pero no hasta el punto de que mi amistad como crítico verdaderamente fiel se convierta en un tormento para mi amigo!
A veces ser incondicionalmente fiel puede convertirse en un tormento, aunque de ese modo logremos que nuestra conciencia permanezca tranquila en todos los sentidos. Me imagino a una joven que, en el momento de la despedida, cuando va a separarse por mucho tiempo de su amado, le dice: «Prométeme por lo más sagrado que me serás fiel», y él responde: «Lo prometo, te seré tan fiel como lo es el verdadero crítico que ama al escritor en un sentido ideal». Luego se separan, el tiempo pasa, la joven acaba olvidando su súplica y encuentra un nuevo amado. El primer amado, el fiel de primera calidad, el que está comprometido eternamente por aquella promesa, regresa un día sin haber roto su promesa de fidelidad. Al descubrir que la joven le ha fallado, transforma su inquebrantada fidelidad en una sátira permanente sobre ella. En el fondo, fue una condenada mala suerte que se mantuviera fiel. La joven se merecía que le hubiera correspondido del mismo modo, que en el gran momento de la despedida el amado hubiera jurado y perjurado como el hombre más fiel, pero que en la distancia hubiera podido igualmente olvidar tanto a la joven como el juramento de fidelidad. [105] De ese modo habrían estado en paz, pues en el gran momento de la catástrofe habría quedado irónicamente patente el grado de compenetración y la gran complicidad de la pareja.
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