«Aquí la tienes», dijo Zeshak con indiferencia. «Completamente muerta. Como pediste».
El Nigromante se acercó para contemplar lo que había traído el szish.
—Haiass –murmuró–. Es una pena.
La magnífica espada mágica que había empuñado Kirtash, que encerraba todo el poder del hielo en su mortífero filo, ahora no era más que un vulgar acero. Aquel destello blanco-azulado que la había caracterizado, y que sugería la fuerza mística que atesoraba, se había apagado, tal vez para siempre.
Zeshak había enrollado su largo cuerpo y había apoyado la cabeza sobre sus anillos, y contemplaba a Ashran con gesto desinteresado.
«Jamás debería haber sido forjada», opinó. «Es un error entregar a un humano un arma que contiene el poder de los sheks y, por otro lado, tampoco nosotros necesitamos esas ridículas espadas humanas».
—Entonces no te pareció tan mala idea –le recordó Ashran. Se volvió hacia una figura que había estado aguardando en silencio, en un rincón en sombras.
—Acércate –le dijo.
Ella lo hizo. Era un hada de belleza salvaje y turbadora, de ojos negros, y largo y suave cabello color aceituna. Ashran le entregó la espada, que ella aceptó con una inclinación de cabeza.
—Ya sabes lo que has de hacer con ella, Gerde.
El hada esbozó una aviesa sonrisa.
—No te fallaré, mi señor.
Zeshak contempló la escena sin mucho interés. Cuando Gerde abandonó la estancia, llevándose consigo a la inutilizada Haiass, comentó:
«Dudo mucho de que eso funcione».
—Esto no es más que el principio, amigo mío. La intervención de Gerde solo es la primera parte de mi plan. Por supuesto que no espero que caigan con la primera maniobra. Sería demasiado fácil. Pero olvidas un detalle muy importante, Zeshak.
«¿Cuál?».
—El hecho de que, por mucho que te pese, Kirtash todavía es un shek. Y ya sabes lo que eso significa.
Los refugiados del bosque de Awa habían construido, con el paso de los años, una población entera entre las raíces y las ramas más bajas de los enormes árboles que se alzaban en el corazón de la floresta. En un sector cercano había un grupo de curiosas viviendas redondeadas, hechas de un suave material, parecido a la seda; cuando las vio, Jack no pudo evitar pensar en los capullos en los que algunos gusanos se envolvían para transformarse en mariposas. Pero, en aquel caso, aquellas cabañas deberían haber sido construidas por orugas gigantescas, del tamaño de un ser humano.
A una de aquellas extrañas viviendas se habían llevado a Shail para curarlo, en cuanto los pájaros dorados aterrizaron en el claro del bosque donde habían recibido a la Resistencia. Victoria sabía que debía dejar trabajar a las hadas curanderas, pero le costaba estarse quieta en la cabaña que le habían asignado, de modo que salió a dar un paseo.
Encontró a Jack, Allegra y Alexander reunidos no lejos de allí. Qaydar y Ha-Din estaban con ellos. Gaedalu se había ido sin duda a tomar un baño.
—Los feéricos han tejido un fuerte conjuro de protección en torno al bosque –estaba diciendo el Padre–. Es un poder que ni siquiera Ashran puede contrarrestar. Aquí hemos estado a salvo durante quince años... y espero que sigamos estándolo en el futuro.
—¿Qué sucedió con la Torre de Kazlunn? –preguntó Allegra.
—Fue todo tan repentino que ni siquiera podría explicar cómo ocurrió –respondió el Archimago con amargura–. Nos atacaron los sheks, y nuestras defensas mágicas cayeron... Parecía que ya no tenían suficiente fuerza como para resistir al poder del Nigromante. Pero fue, sencillamente, que la magia de Ashran se hizo más fuerte. Sin duda la revitalización de la Torre de Drackwen tuvo mucho que ver con ello.
Victoria desvió la mirada, incómoda. De alguna manera, era culpa suya. Ashran la había utilizado para renovar el poder de la torre, que hasta entonces había sido un bastión muerto y abandonado. Evocar aquella experiencia hizo que el estómago se le encogiera de angustia, y se esforzó por centrarse en el presente.
—Algunos hechiceros lograron escapar, pero la mayoría murieron en el ataque. Sobre todo aprendices. Eran los más vulnerables.
»Pensamos que destruirían la torre, tal y como habían destruido las demás. Pero la mantuvieron en pie. Respetaron cada piedra, y lo único que hicieron fue enviar a esos repugnantes hombres-serpiente a saquearla para depositar sus tesoros a los pies de Ashran.
—Nos tendieron una trampa –murmuró Alexander–. Por eso dejaron la torre intacta.
—¿Las otras dos han sido destruidas? –preguntó Allegra, aunque ya sospechaba la respuesta.
—La Torre de Awinor cayó la primera, como ya sabes. El mismo día de la conjunción astral. La Torre de Derbhad no tardó en correr la misma suerte –concluyó el Archimago tras una pausa.
Allegra entrecerró los ojos. Victoria comprendió cómo se sentía. La Torre de Derbhad había estado a su cargo tiempo atrás, pero ella la había abandonado poco después de la conjunción astral para acudir a la Tierra a buscar al dragón y al unicornio de la profecía.
—También los Oráculos –añadió Ha-Din–. Los sheks no dejaron piedra sobre piedra. Solo respetaron, por alguna razón que se me escapa, el Oráculo de la Clarividencia, que aún se yergue en lo alto de los acantilados de Gantadd.
—Sagrada Irial... –murmuró Alexander, y sus ojos despidieron un destello de ira.
—Por lo demás, los sheks no han causado demasiados destrozos –prosiguió el Padre–. Han dejado vivir en paz a la mayor parte de la población... de los reinos cuyos gobernantes les han jurado lealtad. Aquellos que se han rebelado contra ellos han recibido castigos ejemplares –miró a Alexander significativamente, y el joven se irguió, inquieto–. Hace mucho que nadie se opone a la voluntad de Ashran y los sheks. Se diría que la gente se está acostumbrando a su mandato. Como ya has visto, los refugiados de Awa no somos muchos.
—¿Y Vanissar? –preguntó Alexander de inmediato–. ¿Qué ha sucedido en el reino de mi padre?
Shail le había dicho que había caído bajo el gobierno de los sheks, pero no le había dado más detalles; Alexander había dado por supuesto que, o bien no sabía nada más, o bien las cosas no habían cambiado demasiado. De todas formas, enterarse de que en realidad habían transcurrido quince años desde su partida, en lugar de los cinco que él había contado, había supuesto para él un golpe que todavía estaba asimilando, y casi había preferido no preguntar más. Pero ahora consideraba que ya estaba preparado para saber.
—Muchos reyes acudieron a luchar contra los sheks después de la invasión, príncipe Alsan. El rey Brun fue uno de ellos –Ha-Din hizo una pausa antes de proseguir–. Por desgracia, murió en la batalla.
Alexander cerró los ojos un momento. Jack colocó la mano sobre el brazo de su amigo, ofreciéndole apoyo.
—A ti también te daban por desaparecido –continuó el Padre–, de modo que fue tu hermano menor, Amrin, quien subió al trono tras la muerte del rey Brun.
—Él no fue educado para gobernar –murmuró Alexander–. Tampoco estaba preparado para afrontar una crisis como esta.
—Lo primero que hizo fue rendirse a los sheks y aceptar sus condiciones.
El joven desvió la mirada.
—No se lo reprocho. Supongo que no podía hacer otra cosa, dadas las circunstancias.
—Sus súbditos sí se lo reprocharon al principio, pero ahora encontrarás a pocos que se quejen. Vanissar disfruta de paz gracias a esa alianza con los sheks.
—Pero, ¿no se unirán a la Resistencia? Las cosas han cambiado; ahora que el dragón y el unicornio han regresado a Idhún, tenemos alguna posibilidad de vencer.
—Tendrás que hablarlo con tu hermano, muchacho. Nunca me ha parecido muy dispuesto a ir a la guerra.
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