Victoria asintió, pero no dijo nada. Ambos contemplaron, sobrecogidos, el paisaje del bosque, que se abría ante ellos, salvaje y magnífico. Pronto se dieron cuenta de que, aunque desde lejos se presentaba como una difusa línea verde, en realidad el bosque de Awa era una sorprendente explosión de colorido. Todo allí parecía enorme y, a la vez, delicado como el cristal. Había árboles cuyas copas adoptaban extrañas formas: árboles en punta, árboles en espiral, árboles entrelazados unos con otros como un brillante tejido multicolor, árboles de hojas tan inmensas que un dragón podría haberse posado en ellas. Y había muchísimas flores, flores del tamaño de árboles, flores más pequeñas que se agrupaban formando racimos que de lejos semejaban una única flor; flores que se abrían como sombrillas, flores que parecían erizos, flores esponjosas, flores de todos los colores, blancas, azules, rojas, violáceas, anaranjadas, jaspeadas e incluso flores transparentes como el agua. Había cascadas de plantas semejantes a enredaderas que caían desde los árboles más altos, y lechos de musgo tendidos entre las ramas umbrías. Había colonias de hongos del tamaño de hombres, tan extensas que se distinguían claramente desde el aire, y de tal variedad polícroma que mareaba a la vista. Y había torrentes de aguas cristalinas, cascadas que se adivinaban entre el exuberante follaje, y cuyo sonido llegaba hasta ellos como una refrescante promesa de vida nueva.
Los pájaros iniciaron la maniobra de descenso, y Jack y Victoria se sujetaron con fuerza a las plumas del ave para no caer. Jack llegó a ver algo que se elevaba desde los árboles como un surtidor de agua dorada, y se dio cuenta de que la bandada torcía el rumbo para dirigirse hacia allí, por lo que dedujo que se trataba de una especie de señal. Al acercarse más, vio que era en realidad un chorro de polvo dorado, polen tal vez, que se alzaba hacia las alturas. Pero sí era una señal, porque el primer pájaro, con un graznido, se zambulló entre las copas de los árboles, justo en el lugar indicado. «Por ahí es por donde tenemos que entrar», entendió Jack. Pronto, todas las aves siguieron a la primera, sumergiéndose en el bosque. A Jack y Victoria les pareció que bajaban durante mucho rato entre el follaje de los árboles, y en más de una ocasión tuvieron que apretarse contra el lomo del ave para no ser derribados por las ramas. Parecía imposible que la bandada encontrara huecos para atravesar aquel laberinto vegetal y, sin embargo, lo estaban haciendo con sorprendente facilidad. Minutos después, aterrizaron en un claro del bosque que se abría junto a un arroyo.
Jack bajó del lomo del pájaro de un salto, todavía sonriendo exultante tras el vuelo, y tendió la mano a Victoria para ayudarla a descender. Cuando ella lo hizo, y ambos miraron a su alrededor, se quedaron sin aliento.
Varias docenas de personas se habían reunido en torno a ellos y los miraban en un silencio sepulcral, casi con adoración. Había humanos entre ellos, pero también hadas, celestes, silfos, gnomos, duendes, varios yan, los habitantes del desierto, y dos varu, la raza anfibia, que los observaban desde el río, asomando únicamente sus cabezas escamosas fuera del agua. Muchos de ellos eran magos; vestían túnicas bordadas con símbolos místicos y se adornaban con diversos abalorios; pero algunos eran también sacerdotes, como la mujer celeste que había organizado su rescate, y había también un buen grupo de guerreros y mercenarios. Sin embargo, Jack vio a otros muchos que parecían, simplemente, refugiados: campesinos, granjeros, mercaderes o artesanos, que habían huido de sus tierras, temerosos de los sheks, para ir a ocultarse en el bosque de Awa.
Entonces, tres personajes se adelantaron y se detuvieron ante ellos: un hechicero humano y dos sacerdotes: un celeste y una varu. Ambos ceñían sus sienes con diademas doradas. Jack y Victoria detectaron enseguida que se trataba de gente importante, porque se movían con autoridad y cierta majestuosidad, y porque todo el mundo parecía estar conteniendo el aliento, a la espera de que hablaran. Jack se dio cuenta de que hasta Alexander, que en Idhún era el príncipe heredero de un gran reino, había bajado la cabeza ante ellos. Cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra, incómodo. El mago los miraba fijamente; era de mediana edad, y llevaba el cabello, de un extraño color verdeazulado, recogido en una larga trenza detrás de la cabeza. Sus ojos oscuros parecían haber visto mucho, y los observaban con cierta suspicacia.
—¿Sois vosotros aquellos de quienes habla la profecía? –preguntó con algo de brusquedad.
Jack no supo qué decir. Victoria se adelantó unos pasos, sujetando el Báculo de Ayshel, y respondió con suavidad:
—Soy Lunnaris, el último unicornio.
Hubo murmullos entre los presentes. Jack respiró hondo antes de decir:
—Yo... soy Yandrak.
No añadió más. No hacía falta. Su auténtico nombre ya llevaba implícita su condición, su verdadera identidad.
Los murmullos aumentaron en intensidad. El mago asintió, pero no dijo nada. Fue la sacerdotisa varu quien tomó la palabra:
«Bienvenidos al bosque de Awa, Yandrak y Lunnaris», dijo en las mentes de todos; pues los varu, como los sheks, carecían de cuerdas vocales, y se comunicaban por telepatía. «Mi nombre es Gaedalu, Venerable Madre de la Iglesia de las Tres Lunas. Me acompañan Qaydar, el Archimago, y el Venerable Ha-Din, Padre de la Iglesia de los Tres Soles».
Victoria tragó saliva y cruzó una rápida mirada con Jack. La expresión de él le indicó que había comprendido lo que estaba sucediendo. La Orden Mágica y las dos Iglesias eran los tres poderes que habían gobernado Idhún, por encima de reyes, príncipes y nobles... hasta la llegada de Ashran y los sheks. Y sus líderes estaban allí, ante ellos. Jack y Victoria llegaban a Idhún como los salvadores anunciados por la profecía, y el hecho de que los recibieran Qaydar, Ha-Din y Gaedalu era una señal de hasta qué punto esperaban grandes cosas de ellos. Y no era un sentimiento agradable; al fin y al cabo, solo eran dos adolescentes, y solo hacía tres semanas que se les había revelado su verdadera identidad.
—¿Habéis venido a hacer cumplir la profecía? –quiso saber Qaydar.
Ha-Din posó suavemente una mano sobre el brazo de su compañero para tranquilizarlo.
—Calma, Archimago. Habrá tiempo para hablar de la profecía... después. Estos jóvenes acaban de llegar de un largo viaje y han escapado de la muerte hace apenas unas horas. Sin duda estarán cansados.
El Archimago pareció relajarse un tanto.
—Tienes razón, Padre Venerable –dijo–. Perdonad mi rudeza, muchachos. Solo hace cinco días que cayó la Torre de Kazlunn, y todavía no nos hemos recuperado del golpe que eso supuso para nosotros. Ya habíamos perdido toda esperanza.
—También hablaremos de ello más tarde. Debemos atender a nuestros invitados.
Sus ojos violáceos se posaron en el grupo de recién llegados... y, de pronto, su expresión apacible se congeló en un gesto severo que no parecía habitual en él.
—Tú –dijo solamente.
Victoria sabía a quién se refería incluso antes de volverse y encontrar la mirada de Ha-Din clavada en Christian. El joven no dijo nada, ni hizo el menor gesto. Se limitó a sostener su mirada, impasible.
—Eres un shek –concluyó el Padre a media voz.
Hubo nuevos murmullos entre la multitud y alguna exclamación ahogada. Varios guerreros avanzaron con la intención de atacar a Christian, pero Ha-Din alzó la mano, pidiendo silencio, y todos le obedecieron.
—Soy un shek –admitió Christian. Pero no dijo nada más. El Archimago se volvió hacia los recién llegados, irritado:
—¿Cómo os habéis atrevido a traer a una de estas criaturas al bosque de Awa?
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