—Él no... –empezó Victoria, pero el pensamiento de Gaedalu inundó las mentes de todos, y no admitía ser ignorado:
«¡Este era el último lugar seguro para nosotros! Ahora que los sheks han conseguido entrar en él, nada podrá salvarnos. Ni siquiera la profecía».
—¡No, esperad! –gritó Victoria, al ver que las palabras de Qaydar y Gaedalu empezaban a sublevar a la multitud–. Él no es como los demás. Nos ha ayudado a llegar hasta aquí. ¡Escuchadme todos! Christian es de los nuestros. Me ha... salvado la vida en varias ocasiones –concluyó en voz baja–. Los otros sheks lo consideran un traidor por eso.
Ha-Din avanzó hasta ella y la miró a los ojos. Victoria sostuvo su mirada, resuelta y serena, esperando tal vez un sondeo telepático, o algo parecido, porque no le cabía duda de que el celeste estaba intentando averiguar si decía la verdad. Pero no notó ninguna intrusión en su mente. Y, sin embargo, el Padre concluyó su examen anunciando en voz alta:
—Es cierto lo que dice. Y no debemos olvidar que la profecía hablaba también de un shek.
Gaedalu asintió, de mala gana. El Padre se aproximó entonces a Christian, que no se movió.
—¿Estás con nosotros, muchacho?
—Estoy con ella –respondió el joven, señalando a Victoria con un gesto–. Si eso implica estar con vosotros, entonces, sí, lo estoy.
Hubo nuevos murmullos, algunos indignados e incluso escandalizados. Jack detectó enseguida lo que estaba sucediendo, y quiso advertir a Victoria, pero no tenía modo de hacerlo sin que lo oyesen Qaydar y Gaedalu, que seguían junto a ellos.
—A mí me basta con eso –anunció Ha-Din.
«A mí, no», dijo Gaedalu. «Nos has recordado la profecía, Ha-Din, y si es cierto que este joven es el shek de quien hablaron los Oráculos, entonces su papel ya se ha cumplido. Sería innoble por nuestra parte ejecutarlo, es verdad, pero también sería una locura acogerlo entre nosotros. Ya no lo necesitamos, y dudo que haya dejado de ser lo que es».
—El shek debe marcharse –concluyó el Archimago.
—¡Pero no puede marcharse! –gritó Victoria, para hacerse oír sobre el gentío–. ¡Si lo expulsamos de aquí, lo estamos condenando a muerte de todas formas! ¡Los otros sheks lo matarán!
Se oyeron exclamaciones que pedían la muerte para Christian. Gaedalu negó con la cabeza; el semblante de Qaydar seguía siendo de piedra. Victoria se volvió hacia sus amigos, buscando apoyo, pero ni Allegra ni Alexander parecían dispuestos a llevar la contraria a los líderes de su mundo.
—No puedo creerlo –murmuró la chica, exasperada.
—Victoria, espera –la llamó Jack, pero ella no lo escuchó. Se plantó delante de Christian, alzó la cabeza con orgullo y declaró:
—Si él se marcha, yo me voy también.
De pronto, reinó un silencio sepulcral en el claro.
—Eso no está bien, muchacha –murmuró el Padre, moviendo la cabeza, apesadumbrado.
Victoria se mordió el labio inferior. Sabía que no podía pedir a aquella gente que confiara en un shek, cuando llevaban más de una década sometidos a aquellas criaturas. Y que tampoco debía amenazarles con arrebatarles su única esperanza de salvación.
Pero no daría la espalda a Christian. No, después de todo lo que había pasado.
—Vaya donde vaya, yo iré con él –dijo con suavidad, pero con firmeza–. Y si lo enviáis a la muerte, yo lo acompañaré.
Ante su sorpresa, vio cómo algunos parecían decepcionados, horrorizados o incluso furiosos ante sus palabras.
La Madre avanzó hacia ella y le dirigió una fría mirada.
«Jamás pensé que un unicornio pudiera actuar de esta forma».
Jack cerró los ojos un momento, respiró hondo y dio un paso al frente.
—Y si ellos se van, yo también –declaró en voz alta.
Todos lo miraron, incrédulos, pero Jack se mantuvo firme. Victoria le echó una mirada de agradecimiento. «No lo estoy haciendo por él, lo estoy haciendo por ti», quiso decirle Jack. Aquella gente la había esperado como a la heroína de la profecía, la que los salvaría de Ashran y los sheks. Jamás aceptarían la simple posibilidad de que Lunnaris se hubiera enamorado de uno de ellos; es más, la sola idea les resultaría repugnante. Y Jack no quería ni imaginar cómo podrían reaccionar los más extremistas. Sin embargo, si él intervenía, si hablaba en favor de Christian... apartaría de ellos la sospecha de que existiera una relación especial entre Victoria y el shek. O, al menos, eso esperaba.
Pero tendría que explicárselo a Victoria más tarde, cuando estuvieran a solas.
—Hemos pasado quince años en el exilio –dijo el muchacho, en voz alta y clara–. Hemos sobrevivido en un mundo que no era el nuestro. Este shek –añadió, señalando a Christian– traicionó a Ashran y a los suyos y fue duramente castigado por ello. Escapó de Ashran y se unió a nosotros. Nos permitió volver a Idhún cuando estábamos atrapados en la Tierra. Ha peleado a nuestro lado. Ha demostrado que es un miembro de la Resistencia.
»Hemos regresado a Idhún con la intención de desafiar a Ashran y hacer cumplir la profecía. Hemos llegado a este bosque esperando encontrar apoyo por vuestra parte. ¿Y qué es lo que hacéis? ¡Condenar a muerte a nuestro aliado!
Hubo nuevos murmullos. Pero Jack percibió que ya no miraban a Victoria con desconfianza.
—El shek se queda con nosotros –declaró el muchacho–. Si no estáis de acuerdo, nos marcharemos para situar nuestra base en otra parte.
—¡Pero es un shek! –exclamó alguien entre la multitud.
—Y yo soy un dragón –dijo Jack, fríamente–. El último dragón. Y digo que él debe quedarse con nosotros.
Sintió la mirada de hielo de Christian clavándose en su nuca, y se preguntó qué pensaría él de todo aquello.
—¿Cómo sabemos que eres un dragón? –dijo alguien, y varios corearon la pregunta.
El Archimago alzó una mano para acallar las protestas.
—Es un dragón –dijo–. Es la criatura que enviamos a través de la Puerta hace quince años. Pero es más que eso, ¿no es cierto? También tienes un alma humana.
Jack no respondió, pero sostuvo la inquisitiva mirada del hechicero.
—Tampoco el shek es solo un shek –intervino Ha-Din, con suavidad–. ¿Tengo razón?
—Soy humano en parte –admitió Christian. Pareció que iba a añadir algo más, pero lo pensó mejor y permaneció callado.
—Estamos cansados y heridos –añadió Jack–. Hemos escapado de la muerte por muy poco. Uno de nuestros amigos está vivo de milagro y necesita atención urgente. ¿Vais a acogernos... o tendremos que buscar otro lugar donde poder descansar?
El Archimago y los Venerables cruzaron una mirada. Qaydar dejó caer los hombros, derrotado. La Madre dejó escapar un leve suspiro. También ella parecía cansada, y Jack apreció que su piel escamosa comenzaba a cuartearse, seguramente por estar demasiado tiempo fuera del agua. Ha-Din clavó en Jack y Victoria la mirada de sus ojos azules y dijo:
—Bienvenidos al bosque de Awa –se volvió hacia Christian y añadió, con una sonrisa–. Todos vosotros.
El joven lo agradeció con una leve inclinación de cabeza. Victoria respiró hondo, aliviada.
«Han escapado», dijo Zeshak.
—No esperaba menos de ellos –sonrió Ashran–. Están destinados a enfrentarse a mí. Me decepcionaría mucho descubrir que son fáciles de matar.
«Se han refugiado en el bosque de Awa», informó el shek.
—No me sorprende. Es el único lugar en todo Idhún en el que estarían seguros. O, al menos, eso es lo que piensan –se volvió hacia el rey de las serpientes–. ¿Has hecho lo que te pedí?
Por toda respuesta, Zeshak entornó sus ojos irisados y volvió la cabeza lentamente hacia la puerta. Una breve orden mental bastó para que la criatura que aguardaba al otro lado entrase en la habitación. Se trataba de un szish, uno de los hombres-serpiente que constituían las tropas de tierra de Ashran, y portaba un objeto alargado que depositó, con una reverencia, a los pies del shek.
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