—O tal vez no haga falta –intervino el Archimago–. Alsan, tú eres el legítimo heredero del reino. Cuando vuelvas a Vanissar podrás reclamar el trono.
Alexander vaciló, y Jack comprendió su dilema. Ya no era la misma persona que había abandonado Idhún, años atrás. Un conjuro fallido lo había transformado en un ser semibestial, y su lado salvaje todavía afloraba en ocasiones. Hacía tiempo que el joven había abandonado la idea de ser rey de Vanissar algún día, simplemente porque no se veía digno de ello. No importaba cuánto le insistiera Jack en que él era digno de aquello y de mucho más, Alexander sentía que no podía presentarse como príncipe en aquel estado.
En aquel momento llegó volando un pequeño silfo. Se detuvo jadeando ante ellos, indeciso. Por un lado parecía que traía noticias urgentes; pero, por otro, temía interrumpir la conversación, y se sentía cohibido ante la presencia del Archimago, los Venerables, el príncipe de Vanissar y, por supuesto, los héroes de la profecía.
—Habla –dijo el Padre con amabilidad–. ¿A quién venías a buscar?
El silfo se posó en el suelo, todavía nervioso; sus alas aún vibraban cuando se inclinó ante Victoria con profundo respeto.
—Dama Lunnaris –dijo–. Me envía a buscarte Zaisei. Necesitan de tu magia para curar al joven hechicero.
—¿Shail? –exclamó Victoria, preocupada–. ¿No está bien?
—Las hadas temen por su vida, dama Lunnaris.
III
¿QUÉ DARÍAS A CAMBIO?
V
ICTORIA entró como una tromba en la cabaña y miró a su alrededor. Shail estaba tendido sobre un jergón, y junto a él se encontraba la sacerdotisa celeste que los había rescatado cerca de la Torre de Kazlunn. Tenía cogida la mano del joven mago, y con la otra refrescaba su frente con un paño húmedo. Cuando la mujer celeste alzó hacia ella sus profundos ojos violetas, Victoria tuvo la sensación de haber interrumpido algo muy íntimo, y reprimió el impulso de dar media vuelta y salir de allí.
—Dama Lunnaris –dijo la sacerdotisa, levantándose con ligereza. Era más alta que Victoria, y, a pesar de que carecía completamente de cabello, como todos los de su raza, sus rasgos suaves y armónicos poseían una delicada belleza–. Me llamo Zaisei, y soy una sacerdotisa al servicio de la diosa Wina.
—¿Qué le pasa a Shail? –preguntó Victoria, sin rodeos. Zaisei levantó, sin una palabra, la sábana que cubría el cuerpo de Shail. Victoria lanzó una pequeña exclamación ahogada al ver que la pierna izquierda del mago se había vuelto completamente negra.
—Es veneno shek –dijo Zaisei–. Las hadas han conseguido evitar que el veneno se extienda al resto del cuerpo, pero me temo que su pierna ya está muerta.
Victoria la miró, horrorizada.
—No puedes estar hablando en serio.
Se apoyó contra la sedosa pared de la cabaña, sintiendo que le faltaban las fuerzas. Zaisei inclinó la cabeza. Parecía tan afectada como ella.
—Las hadas curanderas han ido a buscar lo necesario para la operación y volverán enseguida, pero, mientras tanto, necesitaremos que sigas transmitiéndole parte de tu magia.
—Claro –musitó Victoria, con el corazón encogido.
No cabían todos en el interior de la cabaña, de modo que Jack, Allegra y Alexander aguardaron fuera mientras Victoria entraba a ver a Shail. Ha-Din se acercó a Jack y le dijo en voz baja:
—Yandrak, ¿tienes un momento? Hay algo de lo que quiero hablar contigo.
—Pero Shail... –empezó Jack; se interrumpió, dándose cuenta de que él no podía hacer nada por su amigo, y aceptó–. Claro.
Ha-Din lo guió hasta un rincón más apartado. Jack, inquieto, cambiaba el peso de una pierna a otra, y volvía la mirada, casi sin darse cuenta, al lugar donde estaban los demás.
—No te entretendré mucho, Yandrak.
—Jack –corrigió el muchacho automáticamente–. Mis... mis amigos me llaman Jack –añadió al ver la expresión confusa de su interlocutor.
—Jack –repitió Ha-Din–. Solo quería decirte que sé lo de Lunnaris y ese shek.
Jack se quedó helado.
—También sé que ese muchacho no es una serpiente cualquiera. Es Kirtash, el hijo del Nigromante. ¿Me equivoco?
Jack se apoyó contra el tronco de un árbol y apretó los dientes. No dijo nada, pero Ha-Din leyó la verdad en su rostro.
—¿Por qué le proteges, hijo?
Jack llevaba tiempo haciéndose la misma pregunta, de modo que tenía varias respuestas preparadas. Aunque ninguna lo convenciera de verdad.
—Supongo... que porque lo ha dejado todo por unirse a nosotros. Supongo que... porque todos merecemos una segunda oportunidad –aventuró.
El Padre movió la cabeza, preocupado.
—Es un shek. No ha dejado de ser un asesino, y dudo de que se arrepienta de los crímenes que cometió. Él mismo afirmó que, si está con nosotros, es por Lunnaris. Solo por eso.
—Quizá sea esa la razón –murmuró Jack–. No puedo en tender por qué hace todo lo que hace, no puedo ponerme en su lugar. Pero sí puedo comprender que sienta algo por ella.
Enseguida se arrepintió de haber dicho aquello, de estar abriendo su corazón a un perfecto desconocido. Sin embargo, había algo en Ha-Din que inspiraba confianza; el celeste irradiaba una extraña paz que relajaba y reconfortaba a Jack profundamente.
—Lo sé –asintió el Padre–. He visto el lazo que une a Kirtash y Lunnaris, he visto también el vínculo que os une a ti y a ella. Una extraña alianza.
—A mí me lo van a contar –sonrió Jack.
—La profecía hablaba de esto –prosiguió el sacerdote–. No deberíamos sorprendernos.
Jack alzó la cabeza.
—Es verdad, Shail nos contó algo acerca de eso. Todos pensaban que la profecía se refería solo a un dragón y un unicornio, pero Shail nos dijo que también había un shek implicado.
¿Es eso verdad?
El Padre asintió, con un suspiro.
—Los Oráculos hablaron de un shek también. Yo era partidario de hacer pública la profecía completa, pero la Madre Venerable no estaba de acuerdo. Ya te habrás dado cuenta de que no confía en los sheks. Estaba convencida de que debía de tratarse de un error de interpretación, de que era imposible que un shek pudiera salvarnos. Al final accedí a mantener en secreto esa parte de la profecía, pero por razones muy diferentes. Si era cierto que los sheks volverían a invadirnos, si la profecía se cumplía, y un shek iba a estar implicado en ella, nuestros enemigos no debían saberlo. Nadie debía saberlo. Sería nuestra baza secreta en el caso de que llegara a suceder lo peor. Sería un elemento que golpearía a nuestros enemigos desde dentro.
Jack no dijo nada. Seguía con la mirada perdida en el vacío, serio, pero escuchando atentamente las palabras del Padre.
—Es él, ¿verdad, Jack? Kirtash, el hijo de Ashran, es el shek de la profecía.
—Supongo que sí.
—Pero no es por eso por lo que lo proteges.
—No –admitió Jack de mala gana–. Es que... una vez pensamos que él había muerto, y Victoria... quiero decir, Lunnaris... –se corrigió; dudó un momento antes de proseguir–. Lo pasó muy mal. Fue como si algo muriera dentro de ella. No quiero volver a verla así, nunca más. Yo... no sé, no entiendo muy bien qué pasa entre ellos, pero a veces... me da la sensación de que no soy quién para estropearlo.
Hubo un breve silencio.
—Te subestimas, Yandrak –dijo Ha-Din por fin, utilizando a propósito el nombre del dragón que dormía en el interior del muchacho–. Eres el otro extremo del triángulo, el tercer elemento de la tríada. Eres tan importante como ellos dos. El vínculo que te une a Lunnaris es igual de sólido e intenso que el que los une a ella y a Kirtash.
Jack desvió la mirada, incómodo. Estaba empezando a descubrir cuál era el secreto poder de Ha-Din. Tal vez no fuera capaz de leer en las mentes de las personas, como hacían los sheks o los varu más poderosos; pero sí podía leer en sus corazones. Jack se preguntó si eso era algo que solo podía hacer Ha-Din, como Padre de la Iglesia de los Tres Soles, o, por el contrario, era una capacidad que todos los celestes poseían.
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