Foster (2001: 130) cuestiona la percepción modernista del realismo y critica las lecturas “simulacrales” que Michel Foucault, Gilles Deleuze y Jean Baudrillard han hecho del arte pop de Andy Warhol, al que atribuyen una superficialidad que obtura toda noción de referente y de sujeto. En contra de la lectura referencial y la lectura simulacral, Foster propone una tercera vía, que afirma la coexistencia simultánea de las dos anteriores: el “realismo traumático” (133). El autor advierte, en tono casi premonitorio, que esta aproximación a lo real ofrece una clave de lectura no solo para las artes visuales contemporáneas, sino también para la literatura y el cine: “Este deslizamiento en la concepción –de la realidad como efecto de la representación a lo real en cuanto traumático– puede ser definitivo en el arte contemporáneo, por no hablar de la teoría, la ficción y el cine contemporáneos” (150).
Foster recupera a Lacan y su noción de lo real como traumático; el trauma sería justamente un encuentro fallido con lo real. Esta concepción de lo real exige reemplazar la noción de representación por la de repetición , puesto que “en cuanto fallido lo real no puede ser representado; únicamente puede ser repetido” (Foster, 2001: 136). Para Foster, en las obras pop de Warhol la repetición tamiza lo real pero también apunta hacia lo real, de igual manera que Barthes (2006) encontraba en la fotografía el punctum : aquello que punza, que “sale” de la imagen y se dirige como una flecha hacia el espectador. El punctum es un suplemento, es decir, algo que el espectador añade y que sin embargo ya está en la foto: Foster interpreta que en el punctum se confunden el sujeto y el mundo, el adentro y el afuera. En un sentido similar, pone en diálogo esta noción con la de tuché en Lacan, que alude al encuentro traumático con lo real, es decir, aquello que se resiste a la simbolización.
También el arte hiperrealista le permite a Foster señalar el retorno de lo real: el autor encuentra en estas obras un ilusionismo atravesado por la ansiedad de tapar una realidad traumática; sin embargo, sostiene que “esta ansiedad no puede evitar indicar igualmente esta realidad” (141). Es decir, mientras que niegan lo real presentándolo como apariencia o como pura superficie, las obras hiperrealistas no dejan de apuntar hacia esa realidad que intentan encubrir: exhiben lo real a la vez que lo esconden. Ya no se trata, entonces, de “desenmascarar” el realismo como una ilusión engañosa, ni de denunciar el espectáculo como falsedad, sino de reconocer, en última instancia, la indiscernibilidad entre imagen y realidad.
Foster postula que el retorno de lo real tiene consecuencias paradójicas para el sujeto. Por un lado, refuerza la visión posestructuralista de la muerte del sujeto , ya que para el discurso psicoanalítico no puede haber sujeto del trauma; por otro lado, y especialmente en el contexto de la cultura popular, el retorno de lo real es también el retorno del sujeto , que reaparece como testigo o sobreviviente del trauma. En este sentido, el autor sostiene que el retorno de lo real expresa “una nostalgia por categorías universales del ser y la experiencia” (172).
Jens Andermann y Álvaro Fernández Bravo (2013: 12) señalan que la cuestión del retorno de lo real interesa al arte contemporáneo en general, pero interpela especialmente a “los estudios de cine global, en un idioma donde los códigos siempre resultan difíciles de restringir a tradiciones nacionales”. Los autores se remiten a las elaboraciones teóricas de Hal Foster y de Fredric Jameson (en particular su ensayo “La existencia de Italia”, en el que se apela a la literatura testimonial centroamericana y al cine de Eduardo Coutinho para postular una posible reconciliación entre las lógicas del realismo y el modernismo). Andermann y Fernández Bravo explican que, para Jameson, el cine puede ofrecer una forma de confrontar a la sociedad del espectáculo al devolverles a las imágenes la dimensión de historicidad que parecía perdida durante el auge del posmodernismo.
La visión de Foster identifica una pasión por lo real que cobró fuerza en todas las artes. Esta perspectiva llevó a la crítica a interesarse especialmente por los aspectos documentales e indiciales del arte, en simultáneo con una creciente “demanda de realidad” en los medios masivos: basta pensar en el auge del talk show a mediados de la década de 1990 y, luego, del boom global del reality show , iniciado a fines de la misma década con la primera edición holandesa de Gran Hermano , y aún vigente en sus diversas variantes en la televisión global.
Paradójicamente, en el campo cinematográfico el retorno de lo real es contemporáneo del cuestionamiento del realismo producido por la irrupción de las tecnologías digitales a fines de la década de 1990. La retirada del celuloide implica la eliminación del fundamento indicial de la imagen y el surgimiento de un cine posfotográfico. En consecuencia, el advenimiento de la imagen digital pone en jaque las ideas bazinianas sobre el realismo; más precisamente, aquellas que apelan a la naturaleza ontológica de la técnica cinematográfica.
Para Pascal Bonitzer, por ejemplo, en el cine digital ya no hay imágenes de lo real: el cambio de soporte supone, para este autor, el fin del cine. Bonitzer (2007: 30) contrapone cine (analógico) y video (digital), y plantea que en la imagen digital ya no queda rastro alguno de lo real: “La metamorfosis es el régimen natural de la imagen de video; ella no tiene, pues, ninguna relación natural con ninguna realidad; las nociones de plano y de campo no le son pertinentes”.
En un sentido similar, Jim Hoberman (2014: 32) cita a Susan Sontag y sostiene que la tecnología CGI (imágenes generadas por computadora) ha generado la “decadencia del cine”, ya que, “al haber renunciado a su relación privilegiada con lo real [las películas] son, en cierto sentido, obsoletas”. Hoberman explica el surgimiento de estéticas “neorrealistas” como la del grupo danés Dogma 95 (encabezado por Lars von Trier) como una respuesta a la “angustia objetiva” producida por este cambio tecnológico. En esta misma línea podría inscribirse la estética de Kiarostami (y, dentro del cine argentino contemporáneo, la de Lisandro Alonso).
Para Hoberman, en estos cineastas el uso del plano secuencia introduce una nueva forma de indicialidad, según la cual la relación con lo real ya no pasa por la ontología de la imagen sino por su duración (la “impresión del tiempo”). Otra herencia del movimiento Dogma que también puede encontrarse en Alonso y otros directores es la búsqueda de la indiscernibilidad “entre ficción montada y realidad registrada” (39), por medio de tomas largas, montaje mínimo y una observación ociosa de los personajes. Hoberman interpreta esta estética, consagrada a nivel global en los festivales internacionales, a la luz de un “nuevo «realismo» compensatorio” surgido en respuesta a la pérdida de la indicialidad.
Parafraseando a Hoberman, el auge de la biopic también puede pensarse como un fenómeno compensatorio: mientras la imagen digital anula la posibilidad de que lo real se imprima físicamente en la película, la impresión de realidad retorna por medio de las tramas “basadas en hechos reales”. De esta manera, el género biográfico devuelve al espectador la promesa de un acceso a lo real. Esa promesa se formula en un contexto en el que la posibilidad de aproximarse a lo real no solo se ve debilitada por el fin de la indicialidad, sino también por la proliferación de discursos mediáticos que erosionan la idea de realidad ya no desde una crítica a la representación –que buscaba, en última instancia, poner el foco en el lenguaje–, sino desde la afirmación de la noción de posverdad, que implica, en cambio, un vaciamiento total del lenguaje.
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