Víctor Álamo de la Rosa - La ternura de caníbal

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La Ciudad despierta a golpe de mordisco. Como si de un ataque terrorista se tratara, los caníbales se adueñan de las calles de la urbe. Un hombre, que podría llamarse Pablo, observa asustado la barbarie que recorre la ciudad. Quizás debería huir, pero la vida se impone en su rutina y en la posibilidad de que, de repente, un tropezón inesperado y femenino sea la razón de la esperanza. Entonces Melany aparece, a pesar de los caníbales y de su amenaza constante, a pesar de los miedos y del caos que todo lo inunda. En
La ternura del caníbal, la Ciudad es un laberinto en el que los personajes parecen perderse en busca de un final para esta historia que es, en definitiva, una historia de amor. Esta nueva novela de Víctor Álamo de la Rosa nos ofrece más literatura, un nuevo juego en el que afloran las emociones más salvajes del ser humano, novela símbolo de una sociedad que se ha dejado llevar por su propia locura. Y todo ello descrito a través de la mirada única de este autor, cuyo manejo del lenguaje trasciende la obra y se adentra en territorios ignotos, fantásticos, que igual que muerden, acarician

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No sé si las caras macilentas de los niños me daban pena. No estoy seguro. Quizá la verdadera lástima la sentía al verlos comer, por ejemplo, aquellos yogures que hoy mismo comenzaron su ciclo de caducidad. Verlos engullir los alimentos era más triste que verlos solo hambrientos, sin nada que llevarse a la boca, con perdidos frágiles ojos de vidrio que jamás habían conocido el titilar de la esperanza. No sé. Verlos solo sucios, solo hambrientos, solo abandonados era extrañamente menos entristecedor que verlos zamparse devoradores casi todo lo que iban encontrando, sin orden ni concierto, yogures, zanahorias, alguna fruta, trozos de bollería. Quizá por ser una imagen tan cotidiana tras los tiempos remotos del esplendor mi sensibilidad se ha erosionado. Como si hubiera perdido capas. Quiero decir que acaso se haya distorsionado y que por eso en vez de sentir alegría al verlos por fin comer sienta más pena, más infinita tristeza. No lo sé. Es difícil de explicar. Las mejillas de los niños, todavía demasiado blancas y tiernas como para ya acumular tanta mugre. Eso era triste, por sí solo triste. Sus manitas exploradoras escarbando y reconociendo al tacto frutas o verduras, plátanos aún comestibles, aunque ya no hubiera piezas sanas, piezas sin moretones o mala pinta general. Sus bracitos soportando el peso de bolsas de plástico que casi arrastraban por la acera porque todavía les faltaba crecer y tener altura. Tendrían, muchos, entre seis y siete años, vivirían en esa otra intemperie que eran las cuatro torres. Algunos, con toda probabilidad, se convertirían un día en caníbales. Acaso, de algún modo, ya lo eran: niños capaces de saborear la carne cruda que guardaban los envases que tiraban los supermercados del centro comercial.

Los adolescentes parecían algo más organizados y casi todos tenían una mochila a la espalda que llenaban de latas varias y productos lácteos y bandejas con trozos de pollo o de ternera o de quesos de aspecto rancio. Eran sin embargo más selectivos que los niños, les resultaba más fácil discernir entre lo útil y entre lo que ya no podría comerse sin caer enfermos o sufrir graves diarreas. Ya los adolescentes habían afilado su instinto de supervivencia. Eran un grupo de iguales, una tribu, con sus adornos rituales. Pendientes en las orejas, argollas en las narices, camisetas negras, cabellera revuelta, tatuajes. Sin embargo, me percaté de que en este grupo había una particularidad porque había sordomudos que manoteaban rápidos mensajes en su lengua de signos. Y me llamó la atención porque a pesar de su incapacidad o gracias a ella, parecían mucho más profesionales y mucho más organizados, incluso más ágiles que la mayoría de la fauna de adultos que justo después de ellos trataron de escarbar también en el basurero.

El sereno, a una prudente distancia, observaba el calamitoso desfile y dejó que algunos adultos y algunos viejos comenzaran a mezclarse en las tareas de búsqueda. Y es que la mendicidad iguala edades, aspectos, barbas… porque las canas, por ejemplo, símbolo de senectud, empezaban a darse incluso antes en adultos que no necesitaban bastón, al contrario que los ancianos cuyos huesos demolidos por la edad sufrían para poder asomarse a los contenedores de basura. De pronto, en ese igualamiento de vagabundos muertos de hambre, la segunda y la tercera edad se desordenaban, como si ambas edades tuvieran prisa por acelerar su inevitable encuentro con la muerte. Para qué vivir así, solo una inercia.

En los contenedores solo quedó basura. Ahora sí. Estoy seguro. Todo lo de veras inservible. Porque había quien escarbaba tan minuciosamente que hallaba trozos de cables, piezas de aparatos, teléfonos móviles, blísteres de medicamentos, cosas a las que solo Dios sabe qué nuevo uso dar. Tanto los niños como los adolescentes y los adultos y los viejos y hasta los perros callejeros que algunos de ellos tenían como compañía, se encaminaron hacia las cuatro torres, séquito tenebroso entre las primeras sombras de la noche. Los adelanté subido a mi moto y a la luz del faro de mi máquina me parecieron aún más espectrales.

No tardaría más de cinco minutos en llegar a la puerta del edificio de apartamentos de Melany. Quería ser puntual. ¿Bastarían esos minutos para disipar la visión de aquel espectáculo zombi y recuperar la ilusión, toda esa ilusión que había gobernado mi día y que solo ahora, durante aquel tiempo de contemplación, se había marchitado ante tanta decadencia? Oí, a lo lejos, el silbato del sereno. Chirriante, anunciando que se acabó lo que se daba.

QUINCE

¿De dónde había salido tanto pelo?, me pregunto. ¿Y de qué manantial habían emergido tantos caracoles rubios, leónida cabellera de rizos, imposible laberinto de cuevas, pasadizos, esponjosidades enruladas?

Parecía otra mujer. Si no es por su sonrisa diciéndome que sí que sí, soy Melany, la de la bici, habría tenido una duda mayor que la que ella misma leyó en la mueca de sorpresa de mi cara, en ese gesto que le inspiró la broma.

—Soy yo —dijo, y ya al besarnos con saludo las mejillas pude sentir mi cara contra el colchón de sus cabellos y la fragancia agradable que exhalaba su pelo.

—Es que no te recordaba así.

Volvió a sonreír.

—Milagros de peluquería —dijo, con mohín de coquetería zalamera. ¿Aparcaste la moto?

—Sí, ahí mismo —señalé.

—Pues vamos mejor caminando. El restaurante que he pensado está aquí cerca, casi a la vuelta de la esquina. Así el casco no me aplastará el pelo —bromeó.

—Claro, de acuerdo. Esos rizos se merecen toda la libertad —dije, dejando claro que yo también sabía hacer bromas.

Caminamos, sin tocarnos o rozarnos, uno junto al otro.

—¿Qué tal tu día?

—Bien, normal, sin novedad en el frente.

Tengo que describirla, es perentorio que lo haga, pero preferiré hacerlo dentro de un momento, cuando lleguemos al restaurante y Melany se quite la gabardina color caramelo que la envuelve hasta las rodillas. Entonces seré más preciso y pintaré mejor. Con más luz, más colores, mejor paleta.

Caminamos. Estos momentos tienen su complejidad. Caminas y miras de lado para conversar, pero los ojos no se encuentran sino breves porque hay que mirar al frente para no perder el paso ni romperse los cuernos contra una farola o una papelera o un bolardo o un contenedor de basura. No es fácil. Ni caminar ni conectar una charla. Nunca hay que hablar del tiempo.

—¿Trabajas, Melany?

—Sí, ahora estoy trabajando de enfermera, haciendo una sustitución.

—¿Enfermera?

—Sí.

—¿Y te gusta?

—Sí, en realidad solo hago primeros auxilios en ambulancias. Y tú, ¿trabajas?

—Yo trabajo en la fábrica de las afueras. Siempre he trabajado en la fábrica. Nada interesante.

—Bueno, es lo que hay. De algo hay que vivir.

—Sí. ¿Y dónde me llevas? Tengo hambre.

—Es un restaurante que está aquí mismo, en el pasadizo que une las calles del Ruego y del Perdón, no sé si lo conoces.

—Pues no, ni idea.

—Tiene un nombre muy gracioso, Le Comilón, y ofrece una carta bastante variada y un menú de picoteo con curiosidades gastronómicas interesantes. Espero que te guste.

—Estupendo. No lo conozco. ¿Le Comilón? Es gracioso, sí.

—Es que la carta ironiza con los nombres de los platos para ridiculizar un poco la pomposidad de la nouvelle cuisine francesa. Pero el cocinero es muy castizo y muy cachondo. Ya verás. De pronto eliges un plato cuyo nombre en la carta es casi ilegible, largo y presuntuoso, y vas y te encuentras después con algún tipo de variación sobre la simple base de una tortilla de papas, por ejemplo. Me gustan esas sorpresas.

—Vaya, qué ocurrencia.

—Sí, el cocinero está en contra de ese dicho que dice que con la comida no se juega. Él dice que es justo al contrario, que hay que jugar, improvisar. Será divertido. Mira, ya estamos llegando. Es ahí.

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