Víctor Álamo de la Rosa - La ternura de caníbal

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La Ciudad despierta a golpe de mordisco. Como si de un ataque terrorista se tratara, los caníbales se adueñan de las calles de la urbe. Un hombre, que podría llamarse Pablo, observa asustado la barbarie que recorre la ciudad. Quizás debería huir, pero la vida se impone en su rutina y en la posibilidad de que, de repente, un tropezón inesperado y femenino sea la razón de la esperanza. Entonces Melany aparece, a pesar de los caníbales y de su amenaza constante, a pesar de los miedos y del caos que todo lo inunda. En
La ternura del caníbal, la Ciudad es un laberinto en el que los personajes parecen perderse en busca de un final para esta historia que es, en definitiva, una historia de amor. Esta nueva novela de Víctor Álamo de la Rosa nos ofrece más literatura, un nuevo juego en el que afloran las emociones más salvajes del ser humano, novela símbolo de una sociedad que se ha dejado llevar por su propia locura. Y todo ello descrito a través de la mirada única de este autor, cuyo manejo del lenguaje trasciende la obra y se adentra en territorios ignotos, fantásticos, que igual que muerden, acarician

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En medio del gentío, una vez conseguimos Melany y yo nuestros respectivos adhesivos, pudimos retroceder, con toda la intención de volver a casa, cuando de pronto nos llegó la gran ola de gritos. Como una marejada. Menos mal que pudimos correr hacia aquella bocacalle antes de que la muchedumbre enloquecida comenzara a pisotearse. Menos mal.

diecinueve

Melany y yo salimos media docena de veces antes de por fin arrebujarnos en la cama de su apartamento. Allí fue nuestra primera vez. Antes habían ocurrido algunas escenas de besuqueo. En el cine. En el parque. Pero poco más. Melany quiso hacerse de rogar, subirme la temperatura del deseo postergado antes de rodar sobre su cama. Rodar y rodar, porque lo nuestro, ya se dijo, habrán de ser las ruedas.

Estábamos los dos algo nerviosos, cosa que ocurre cuando de veras la otra persona nos importa. Si lo sabré yo, que me he acostado con al menos sesenta o setenta mujeres, si hago memoria, porque habrá algunas más que no dejaron ni una brizna de recuerdo. Estábamos nerviosos, digo, pero por fin pude saludar sus pechos, babarlos a mi antojo, hundirme en su confortable sacudida. Su busto casi me tenía obsesionado desde aquella primera cita en el restaurante Le Comilón. Las ganas son así, a veces se asientan en detalles a priori insignificantes. Me enamoró enseguida la sensación de tener toda aquella carne abundante para mí solo, egoísta, desparramada sobre la cama. No era Melany una de esas mujeres pequeñas de cuerpo manejable sino más bien una mujerona carnosa, suculenta, que desaforaba mi apetito. Si de veras fuera un caníbal, me habría vuelto rematadamente loco.

No quiso apagar la luz, y eso me enardeció. No tenía dudas o miedos sobre su propio cuerpo, sino que, llegada ya la hora, quería que lo contemplara tal cual era, con sus perfecciones e imperfecciones, para no decir de una sola vez que no le encontré mácula, borrón. Su juventud despuntaba en cada recoleto pliegue de su piel y al verla allí, sobre la cama, pensé en dunas, en blandas dunas cálidas que recorrer con pies descalzos. Su turgencia estaba hecha de dunas porque todo era mullido y redondeado, dúctil y tierno sin caer nunca en el precipicio de lo fofo. Así sus nalgas, algodonadas lunas. Así su vientre duna y sus brazos dunas y su pecho dunas. Tocarla era modelar lo maleable para disfrutar con la caricia de ese movimiento impredecible de la duna que, después, lentamente, vuelve dócil a su sitio, recuperando el espacio antes cedido. Tocarla era trabajar en ese vencimiento maravilloso. Temblor del vicio. De ahí que mi único problema, problema lo ponen entre “comillas” o en cursiva, fue contenerme, dosificar mi excitación y contar imaginarias caravanas de dromedarios sobre las dunas para no correrme a las primeras de cambio. Convendrán conmigo en que pasear por ese paisaje de dunas tiene sus momentos de contemplación, tumbado o sentado o boca arriba o boca abajo o ahora corriendo o ahora más despacio para asegurar la pisada, la huella, y no perdernos detalle, variación de la luz, movimiento de las lunas.

Ahora, tras todo este tiempo, ya puedo acabarme dentro de ella, porque ha decidido tomar un anticonceptivo. Creo que esta decisión forma parte de su generosidad, al igual que su nulo interés por conocer mi pasado sentimental. Dice que el pasado no cuenta, que no debe deslizarse entre nosotros para acabar interpelando nuestro presente. Y es cierto. Mira como lo sabe. Si ahora estamos juntos es mejor suponernos al menos un par de relaciones frustradas y acarrear con los bártulos del presente, que no son pocos.

—Haces un café delicioso —me dijo hoy, sin ir más lejos.

—Mi truco es un poco de mimo y utilizar en la cafetera solo agua de alta mineralización, nada de ponerle agua corriente y moliente —aduje, sentándome en la cama mientras observaba a Melany incorporándose, preciso movimiento de las dunas hasta que sus pechos se reordenaron y se irguieron altaneros. Sin pudor. Sin miedo a la desnudez sin sujetador, seguros de la calculada matemática de su arena movediza.

—Tenemos que prepararnos para el desfile —recordé sin ganas, sin convencimiento.

—Sí.

—¿Nos duchamos juntos y así te enjabono? —propuse con parpadeo pícaro.

—Eres un vicioso —dijo, abriendo en el vuelo de sus labios un gesto casi obsceno.

—Dímelo de nuevo —pedí.

—Vicioso.

—Sí que lo soy.

—Vale, vamos a ducharnos.

—Ya sabes que enjabonarte me vuelve loco.

—Y mojarme también te vuelve loco.

Y era del todo cierto. Unir al carrusel de esponjosidades que era su cuerpo la suavidad del jabón en mis manos y volver a comprobar la ductilidad de las carnes era un regalo de los dioses soberanos, envidiosos allá arriba en el Olimpo. Delicia, indudablemente, celestial. El agua sobre las dunas abriéndose camino, buscando surcos, grietas sabrosas.

—Pero no me mojes el pelo.

—Está bien. El pelo no.

—Promételo —ordenó.

—Te lo prometo. Te mojaré todo lo demás.

No pienso decirles que volvimos a hacer el amor bajo la ducha, el amor vertical. No pienso contarles que me puse detrás y me agarré a sus pechos. Ni les diré que hinqué toda la sangre del músculo que yo era en ese momento en su pasadizo memorable, subterráneo luminoso, resbaladizo, calor del sol agarrado a la arena de la duna.

Me gustas cuando hablas para pedir más. Dímelo otra vez. Me gustas cuando te aprietas contra mí en busca del rebote. Me gustan todas esas insignificancias, ese lunar, ese rinconcito de la piel, ese pliegue de la oreja, ese peso exacto del pecho que tengo en mi mano, pequeñeces donde sin embargo se solidifica la felicidad, ese caminito que hay que hacer a diario, dejando migas de pan para después encontrar siempre la salida del laberinto, sobre todo si nos metemos en líos. Así debería ser. Así nos lo enseñaron Teseo y Ariadna porque siempre hay un Minotauro, un monstruo furioso, aunque no tenga cabeza de toro sino fauces gigantescas y grito asustador y disparo certero.

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