Víctor Álamo de la Rosa - La ternura de caníbal

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La Ciudad despierta a golpe de mordisco. Como si de un ataque terrorista se tratara, los caníbales se adueñan de las calles de la urbe. Un hombre, que podría llamarse Pablo, observa asustado la barbarie que recorre la ciudad. Quizás debería huir, pero la vida se impone en su rutina y en la posibilidad de que, de repente, un tropezón inesperado y femenino sea la razón de la esperanza. Entonces Melany aparece, a pesar de los caníbales y de su amenaza constante, a pesar de los miedos y del caos que todo lo inunda. En
La ternura del caníbal, la Ciudad es un laberinto en el que los personajes parecen perderse en busca de un final para esta historia que es, en definitiva, una historia de amor. Esta nueva novela de Víctor Álamo de la Rosa nos ofrece más literatura, un nuevo juego en el que afloran las emociones más salvajes del ser humano, novela símbolo de una sociedad que se ha dejado llevar por su propia locura. Y todo ello descrito a través de la mirada única de este autor, cuyo manejo del lenguaje trasciende la obra y se adentra en territorios ignotos, fantásticos, que igual que muerden, acarician

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Ruedas y flechas, ¿por qué no?, acaso amenizaron, ¿cómo decirlo?, la bondad de esta primera cita entre Melany y yo. Ya sé que pensaron en otro tipo de final feliz, pero, cuando la acompañé a su casa y nos despedimos con dos castos besos en la mejilla, yo sabía que ella no habría de invitarme a subir con la insinuación de una última copa. Al menos no hoy. No esta noche. No esta noche congelada en mi memoria, con estrellas, sin viento, con apacible sensación de mundo en calma.

—Adiós. Te llamo —dije.

—Hasta pronto —anunció ella.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

diecisiete

Casi tres semanas después, cuando acudí a las oficinas de mi compañía de seguros, me entero de que el solicitado jefe de agenda infernal había sufrido un ataque caníbal y que estaba aún convaleciente, recuperándose en el hospital. Que había sido allí mismo, según entraba a la oficina, un visto y no visto. Por la espalda. Con alevosía. Que había habido suerte porque el caníbal no se esperaba que el jefe estuviera tan fuerte, tan en forma, tan hecho de horas y horas de musculación de gimnasio. Que había sido para todos un susto muy grande del que tardarían en reponerse. Eso me dijo su secretaria para en realidad deshacerse de mí y cancelar mi cita sine die y pedirme por favor aceptar disculpas por el imprevisto, hágase cargo, la desgracia, nadie habría sido capaz de imaginar una cosa así, dijo, convincente. Si le parece, vuelva a llamarnos dentro de un mes, puntualizó, mortificando sus labios con una forzada sonrisa de amabilidad incluida en el sueldo.

Confesaré que no sentí ni pizca de lástima sino todo lo contrario. Una alegría recóndita, íntima, que ni siquiera sabía que podía estar ahí, agazapada en algún pliegue entre mis tripas. Ni siquiera comuniqué a la apenada secretaria que lo sentía. No me molesté en sacar el disfraz de la hipocresía. Perdí mi tiempo y tendré que salir casi una hora más tarde de la fábrica, pero mereció la pena. ¿Quién dijo que la venganza es mala para la salud?

—Señor, de todos modos, tengo aquí un informe que me dice que su caso ya ha sido revisado por nuestros abogados y que su apreciación es negativa.

—¿Y eso qué significa?

—Pues significa lo que ya le adelanté, que nosotros no tenemos por qué pagar la bicicleta.

—Ya —dicho esto con inmensa cara de tonto.

—Ahora bien, si hace esa cola mi compañera le dará un impreso de apelaciones y podrá rellenarlo —propuso.

—¿Y para qué?

—Nuestros abogados volverán a leerse su caso.

—¿Y para qué? ¿Es que mostraron dudas en su informe negativo?

—No.

—Dígame la verdad, por favor.

—No, la verdad es que no mostraron dudas. Al contrario, son muy rotundos en sus apreciaciones.

—¿Y para qué demonios me dice entonces que rellene el impreso de apelaciones?

—Señor, es el procedimiento.

—¿El procedimiento? No me fastidie.

—Por favor, no se altere.

—No me altero. Ya me voy. No necesita apretar ese botón para llamar a seguridad.

—De acuerdo. Gracias, señor.

—Gracias a usted.

Me giré para irme, mas luego volví y la miré fijamente hasta que ella captó de nuevo mi presencia y me preguntó si se me ofrecía algo más. Le dije:

—¿Sabe? No soy un caníbal. Al menos por ahora.

dieciocho

Amanecer laborioso, pero no porque Melany y yo nos hubiéramos levantado singularmente hacendosos, sino porque la noche pegajosa, hecha de chicle, se resistía a dejar su lugar al nuevo día. Laborioso porque las claridades primeras tuvieron que forcejear y sudar la gota gorda para vencer las afiladas uñas de las sombras, tardando más de la cuenta, como si el propio mundo, perezoso, se opusiera a un nuevo despertar precisamente hoy, Día de la Independencia, Día Festivo porque el Estado nos regalaba estas 24 horas al año para poder asistir al desfile conmemorativo.

Melany indolente ronronea, motor al ralentí, todavía en la cama. Me gusta verla así, con esa desnudez holgazana y solo pequeñas geografías de su cuerpo sin tapar por las sábanas. Cercanas promesas de placer. Solo lo que es capaz de feminidad encuentra posturas tan suculentas, tan fáciles, tan bonitas que se eternizan en el ojo que espía, en el ojo que agradece la facilidad de la belleza más cotidiana. Sacaré una foto.

Anoche freímos unas sartenadas de papas y unos huevos con chorizo y nos tomamos una botella de vino y después dejamos que nuestros cuerpos se hicieran el amor, reblandecidos por el sopor de la digestión y el alcohol, hasta abatirse mutuos y entregarse al sueño. Una delicia. Todavía no vivimos juntos, pero siempre que tenemos uno de esos fines de semana libres Melany se viene a mi apartamento en vez de ir yo al suyo simplemente porque el mío es algo más grande, un poco más cómodo. El mío tiene un pequeño salón y un sofá donde tumbarnos a ver la tele. El de Melany es de nueva construcción y por eso es tan pequeñajo. Todo se andará, me digo, y más pronto que tarde viviremos juntos. Es lo lógico, ¿no? Es la lógica de la inercia de dos que se aman.

Ronronea y me pide mimosa que vuelva a la cama, pero yo ya he puesto la cafetera al fuego porque no sirvo para estar dando vueltas y más vueltas en el lecho. O duermo o hago el amor, pero la cama no me sirve para ver la tele o leer o charlar o desayunar. Me produce ansiedad. Imagino que es una manía como otra cualquiera. Habrá que preguntarle al maestro Freud.

—Ven a la cama, cariño —escucho su imploración—. Anda, ven.

—Espera, ahora te llevo el café —contesto mientras muerdo una galleta.

—No estoy pensando en café, sino en lo que se le pone al café.

—¿Azúcar? —hice la broma, porque su cuerpo decía más que sus palabras.

Si pudieran verla.

—Leche, un buen chorro de leche —dijo.

La lujuria es fácil, trampolín del deseo. Dejarse caer de cabeza a la piscina. Olor a sueño, ese dulzor lejano, y sus cabellos confusos, peleando por recuperar su posición tras el vencimiento de la almohada. Los labios secos y brotones, como esas flores aún apretadas dentro de su capullo a la espera del beso de la primavera. Su muslo de cal aflorado tras el pliegue de la sábana. Debería sacar una foto.

Dentro de una hora acudiremos al desfile y conseguiremos nuestro adhesivo, un pequeño papel fluorescente que se pega a la camisa o a la chaqueta o en algún lugar visible de la ropa que lleves puesta y que acredita, brillando, que has participado en el homenaje a la patria. Al día siguiente lo oportuno, lo bien visto, es llevarlo al trabajo, pegado al uniforme, y así uno evita el qué dirán, el rumor despiadado. Hay que apagar siempre cualquier sospecha de sedición. Así funciona desde hace años, ya no sé cuántos. Hay miles de dispensadores del adhesivo y miles de funcionarios del Estado o voluntarios que a tu paso te lo colocan en la pechera o en la solapa. Es un pequeño adhesivo que sin embargo tiene toda la importancia y, aunque una vez dispongamos de él ya podemos escabullirnos entre la multitud y huir de nuevo a casa, es obligatorio acudir al Desfile de la Independencia, aunque solo sea para hacerse con la dichosa pegatina.

Los centros comerciales permanecen cerrados mientras dura el desfile, unas tres horas, y el Estado acordona las salidas hacia las afueras para que nadie que no tenga algún tipo de permiso oficial pueda irse demasiado lejos, hacia las montañas, con pasión excursionista. Así queda garantizada la muchedumbre fiel que vitorea a las fuerzas del Estado y a sus ejércitos de mar, tierra y aire. Y a sus ejércitos de unidades y policías específicas: policía canina, policía ecuestre, policía de tráfico, policía urbana, policía de pueblos, unidades antidroga, policía anticaníbales, unidades anti disturbios, unidades de delitos informáticos… y así ovacionamos a la caballería y a los largos camiones que cargan con misiles y submarinos y a la retahíla de autoridades gubernamentales, que siempre desfila, tras los últimos atentados caníbales, dentro de unos vehículos acristalados muy parecidos a los que antiguamente utilizaron los papas de la iglesia católica, durante la época de esplendor, cuando los papados existían, aunque de eso hace ya mucho tiempo. Ahora en medio de toda esta descomunal parafernalia militar siempre modélicamente organizada, nuestros prohombres aparecían blindados pero reales, es decir, visibles, saludando a la multitud, a izquierda y derecha, sobrevolados por los cazas supersónicos del ejército del aire. Grande. Grande. Grandioso.

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