Brianna Callum - Reescribir mi destino
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En medio de dudas, temores e incertidumbres, Caeli deberá tomar las riendas de su vida y reconstruir su alma rota. Solo entonces podrá reescribir su destino.
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Horas después, cuando el sol caía tras la casa y las sombras empezaban a insinuarse, Caeli y Tiziano, arrebujados en sus abrigos y de pie uno junto al otro delante de la puerta principal, despedían a los últimos familiares que emprendían el viaje de regreso a sus hogares. Caeli alzó la mano cuando los vehículos se pusieron en marcha y avanzaron por el camino pedregoso. Tras cruzar la tranquera de ingreso, la caravana seguida por una nube de polvo que se levantaba a su paso pronto se perdió de vista.
El camino había quedado vacío. Fue entonces cuando Caeli tomó conciencia de lo reducida que era su familia; es decir, la familia que habían formado Paolo y ella. Aunque los esposos habían deseado tener más hijos, después de Tiziano todos los intentos habían sido en vano. En ese momento de desesperación y llevándose las manos al vientre en un acto reflejo, Caeli deseó tanto que alguno de esos intentos hubiese dado sus frutos. Así, tal vez, no se hubiese sentido tanto el vacío dejado por Paolo, cuya presencia en vida parecía colmarlo todo.
Si bien de ambas ramas familiares los miembros eran numerosos y sabía que podía contar con ellos, la realidad era que su círculo familiar más íntimo, los que convivían en esa finca, habían sido solo ellos tres. Y allí estaban ahora Tiziano y ella, los únicos dos que habían quedado, frente a un largo camino de incertidumbre.
El cuerpo le temblaba por dentro. Practicó algunas respiraciones profundas para aplacar la angustia y para darse valor. No quería volver a padecer un ataque de ansiedad como el que había sufrido en el promontorio o volver a sentirse vulnerable como cuando discutió con su cuñado. No podía volver a mostrarse así frente a nadie. En ese momento, cuando más lo necesitaba, el brazo de su hijo le rodeó los hombros. No necesitó más que eso para que la invadiera una poderosa fuerza interna que le dio la certeza, de manera arrolladora, de que haría todo cuanto estuviera en sus manos para que los dos pudieran salir adelante.
–Estaremos bien –decretó. Con su brazo izquierdo rodeó la cintura de su hijo y percibió que él asentía con la cabeza. Con la vista al frente y más decidida que nunca, reafirmó, para Tiziano y para ella misma–: Estaremos bien.
Había llegado el momento de juntar los fragmentos de su alma rota y, aún con el dolor y los miedos a cuestas, porque claro que seguían allí y de eso no sería tan fácil desprenderse, empezar a reconstruirse y a reescribir su destino.
Se lo debía a su hijo.
Se lo debía a sí misma.

4
Roma, Italia
Martes, 27 de diciembre de 2016
Bastian se sentía eufórico. Estaba un paso más cerca de lograr su mayor objetivo laboral, el que había empezado a tomar forma un mes atrás. Quería gritar de felicidad, bailar, saltar como un loco. Por supuesto, no podía hacerlo. Tenía que mantener la compostura, al menos hasta abandonar el lujoso edificio. Con una ansiedad que hacía tiempo no experimentaba, oprimió el botón del elevador y aguardó hasta que se abrieron las puertas metálicas. Dentro estaban el ascensorista y una señora de porte distinguido que llevaba en sus brazos un perrito de pelaje blanco y rizado. Era curioso que el pelo del animalito fuese tan parecido al cabello de su dueña, que asomaba debajo de un coqueto sombrero negro.
–Buenas tardes –saludó Bastian al ingresar al cubículo espejado. La señora, cuyo penetrante perfume había invadido cada centímetro del elevador, apenas si inclinó la cabeza. El empleado, en cambio, lo saludó con cordialidad y le preguntó el piso de destino–. Planta baja, por favor –solicitó.
El perrito lo miraba curioso con sus ojos redondos y tan oscuros que parecían dos uvas negras. Tenía una carita simpática, tanto que le inspiró ternura. No era de extrañar que un animal le provocara tales sentimientos. Aunque solo de pequeño había tenido mascotas, le gustaban y esperaba a que su situación se volviera más estable para adoptar algún perrito callejero, de esos que tan necesitados estaban de un hogar y de amor.
Con gran alegría recordó que estaba muy cerca de concretar sus mayores sueños y proyectos. A sus treinta y cinco años, Bastian Berardi tenía todo cuanto había soñado en su juventud.
Había nacido y se había criado en Ostuni, a orillas del mar Adriático –literalmente pues su casa daba al mar–, en el marco de una familia de clase media. Había tenido una infancia feliz y una excelente relación con sus hermanos mayores, Daniela y Leandro. Entre sí, los hermanos se llevaban más o menos un año de diferencia, siendo Daniela la del medio. Terminada la escuela secundaria, Bastian había asistido a la universidad y se había recibido de Contador Público. Diplomado y de regreso en Ostuni, había llevado la contabilidad de un supermercado local.
Y porque no siempre todo son rosas, por ese entonces habían llegado períodos tristes a los que los Berardi tuvieron que hacer frente: El primer golpe al corazón, Bastian lo había sufrido a los veintisiete años, con la muerte de su madre. Y a los treinta y uno, la vida le daba el segundo impacto al arrebatarle a su padre.
Con el cambio de década, había empezado a soñar con un futuro mejor y a proyectar la idea de cambiar de aire. Roma se le presentó como un destino posible. Tenía treinta y dos años cuando renunció a su puesto de trabajo, hizo las maletas y dejó Ostuni sin mirar atrás.
De eso hacía poco más de tres años.
Roma no le había hecho la vida fácil, pero sí le había brindado buenas oportunidades a las que les había sacado el máximo provecho, y a fuerza de esmero y perseverancia, con los años había progresado. A su llegada había alquilado una pieza en una pensión más que humilde, pues sus ahorros no le habían permitido aspirar a mejores locaciones: los alquileres en Roma eran astronómicos. Con el primer trabajo estable, en una empresa modesta pero de buena ubicación, había podido alquilar un apartamento y así había ganado la privacidad tan ansiada. Desde entonces no compartía baño ni cocina con otros inquilinos, tampoco escuchaba gritos o discusiones ajenas.
Tiempo después había cambiado de trabajo a la oficina contable de una empresa constructora de renombre y con él había llegado la oportunidad de ganar experiencia y prestigio. También había sumado a su columna de ganancias un nuevo grupo de amigos y compañeros de trabajo con quienes había entablado una excelente relación.
El amor merecía un párrafo aparte, y para Bastian había llegado de la mano de Nancy, una de las arquitectas de la empresa constructora. Nancy era todo cuanto podía desear: tan hermosa como inteligente y sexy, una combinación que le resultaba irresistible, y eso sin sumarle el par de piernas kilométricas que ella sabía lucir tan bien. Se habían comprometido hacía unos días y planeaban mudarse juntos; seguramente a mediados del próximo año. Habían tomado la decisión ante la propuesta laboral que Bastian había recibido un mes atrás y que, según la reunión que acababa de tener en uno de los últimos pisos del lujoso rascacielos, se concretaría para los primeros días de enero, tal como habían acordado en la reunión anterior. No faltaba nada, por lo que la euforia y la felicidad estaban más que justificadas.
Al llegar a la planta baja, se abrieron las puertas del elevador y, tras darle paso a la señora del perfume sofisticado con su perrito lanudo, Bastian salió apresuradamente hacia la entrada. Daba pasos largos para no salir corriendo, que era lo que en realidad quería hacer. Una vez en la acera, el encuentro con Nancy fue inminente.
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