Brianna Callum - Reescribir mi destino

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¿Qué hacer cuando la monotonía adormece la INDEPENDENCIA? ¿Cómo RENACER sin miedo a la libertad? ¿Existe una única forma de AMAR?
En medio de dudas, temores e incertidumbres, Caeli deberá tomar las riendas de su vida y reconstruir su alma rota. Solo entonces podrá reescribir su destino.

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La angustia trepó por su pecho y se enroscó en su garganta. Fue inevitable que los ojos traicioneros se le llenaran de lágrimas. Y eran traicioneros, porque si había algo que no quería hacer, eso era llorar delante de su hijo.

Desvió la vista hacia la ventana. Por el rabillo del ojo advirtió que Tizi la miraba. Apretó los labios en un vano intento por contener la angustia, que pronto se materializó húmeda rodando por sus mejillas. Sintió la mano de su hijo sobre la suya y ya no pudo contenerse más. Volteó hacia él con el rostro desencajado, e igual que si se hubiese mirado en un espejo, encontró la misma mueca de dolor en el rostro de él. No fueron necesarias las palabras, solo la necesidad que cada uno tenía de desahogo y contención. Se fundieron en un abrazo fuerte, apretado. En un abrazo que pretendía ser el inicio de ese camino que empezarían a recorrer juntos, solos los dos. Esa nueva realidad, esa nueva vida en la que los caminos parecían inciertos. No obstante, en ese abrazo también supieron que no estaban solos. Se tenían uno al otro para empezar a sanar.

3 Caeli Has sido tú quien se llevó a mi Paolo clamó doña Nydia en cuanto - фото 14

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–Caeli. ¿Has sido tú quien se llevó a mi Paolo? –clamó doña Nydia en cuanto vio a su nuera ingresar a la sala de estar en la que todavía seguían reunidos los miembros de la familia, unos pocos empleados de la fábrica y algunos de los amigos de Paolo; los demás ya se habían ido. La señora, vestida de negro riguroso, estrujaba entre sus manos un rosario de cuentas de nácar y un pañuelo de lino bordado de manera artesanal.

La sala olía a flores muertas producto de las coronas y arreglos que la gente había hecho llegar como muestras de respeto. Resultaba asfixiante. Insoportable. Caeli avanzó con calma abriendo todas las puertas y ventanas de par en par. Un poco del aire fresco del exterior les vendría bien para renovar el ambiente viciado por la acumulación de gente, la calefacción encendida y la gran cantidad de flores. Terminada su tarea, se sentó junto a su suegra. Le tomó una mano entre las suyas y buscó su mirada acuosa de ojos gastados.

El matrimonio compuesto por doña Nydia y don Vicenzo Bianchi había tenido tres hijos: dos mujeres y, cuando la pareja ya creía que el varón no sería más que un anhelo, había llegado Paolo. El hijo varón, el menor de los tres hermanos y el que había nacido cuando sus padres ya habían pasado los cuarenta años. Había sido el hijo mimado, y ahora lo habían perdido.

–Sí, doña Nydia. Fui yo quien se llevó la urna de Paolo –le aclaró Caeli procurando mantener la calma.

–¿Pero adónde te lo has llevado, hija? ¿Para qué? –interrogó la señora con el rostro crispado.

–Liberé sus cenizas en el promontorio.

–¡No, no puede ser! ¿Por qué has hecho eso? ¡Dios mío, qué tragedia! –gimió la anciana.

–Madre –intervino Amadea, la hermana mayor de Paolo, en tanto le apoyaba una mano en el hombro a modo de contención.

–Tranquila, doña Nydia. Ahora Paolo es libre y está en el que era su lugar favorito en el mundo.

–Pero si ya fue una aberración cremarlo... y ahora esto... –negó con la cabeza. La señora, que era tradicionalista en extremo y que hubiese preferido llevar adelante un funeral a la vieja usanza, había mirado con malos ojos la cremación. Liberar las cenizas ya le resultaba demasiado.

–Piénselo así, doña Nydia: esto es lo que Paolo hubiese querido. ¿Qué mejor que estar en sus campos y entre sus amados olivos?

–¿Pero así quién le llevará flores? –preguntó de manera tan infantil que a Caeli la conmovió. Le sonrió con ternura.

–Paolo tendrá millares de flores, las mismas que él cuidaba con mimo, las que le gustaba admirar cuando los olivos se cuajaban de brotes y después abrían sus pétalos lechosos. ¿Se le ocurren mejores flores para él? Le aseguro que allí Paolo está bien, siendo parte de su tierra, del que fue todo su mundo.

–Pero no podré visitarlo... –murmuró la señora mayor–. Así, lo habré perdido del todo.

–¡No, doña Nydia! Usted sabe que aquí puede venir cuando guste. Además, Paolo siempre vivirá en su corazón y en sus recuerdos –mientras Caeli hacía el intento de consolar a su suegra con palabras que no sabía de dónde salían, esperaba con todas sus fuerzas poder creer en ese concepto, en el que las personas que mueren no se van por completo mientras alguien más mantenga vivo su recuerdo. Si era así, entonces Paolo viviría eternamente en su legado y en el amor y el recuerdo de su familia.

Doña Nydia apretó los labios y se secó los ojos con su pañuelo húmedo. Caeli reforzó el apretón de manos y le sugirió:

–¿No quiere recostarse y descansar un rato?

La anciana alzó el rostro hacia su hija como pidiendo aprobación.

–Sí, madre, sería lo mejor –afirmó Amadea–. Recuéstate un rato así después emprendemos el viaje de regreso a casa.

–¿Y tu padre, no debería descansar también? Además está ahí afuera, con este frío –manifestó la señora, echando un vistazo y señalando hacia el jardín. Más allá del enorme ventanal y del porche con techo de madera, se veía a don Vicenzo sentado en una banca bajo un árbol. Junto a él se encontraba Carlo, su acompañante terapéutico, un hombre de mediana estatura pero de brazos fuertes. A cierta distancia, Albertina, la otra hermana de Paolo, conversaba con una de sus hijas mientras que Fabio, su esposo, daba un paseo entre los olivos en compañía del contador de la fábrica.

–Claro. Vayamos yendo nosotras que en un momento él nos seguirá –Amadea miró a su esposo y le pidió–: Renzo, por favor, ¿puedes encargarte de hablar con Carlo para que acompañe a mi padre al dormitorio de huéspedes?

–Por supuesto, despreocúpate –asintió él, después se levantó de la silla que ocupaba junto a su esposa y se dirigió hacia el jardín.

Caeli observó a su suegro. El anciano, de cabellos blancos y piel curtida por el sol y los años, tenía la cabeza inclinada hacia la izquierda y el rostro un poco alzado como si mirara un punto fijo a mediana altura. Su torso se balanceaba de manera mecánica hacia adelante y hacia atrás en un vaivén monótono y constante que ya era parte de él y que solo se detenía cuando se concentraba en alguna tarea que no dejara volar su mente.

–¿Cómo está don Vicenzo? –le preguntó Caeli a su cuñada. Amadea se alzó de hombros y suspiró con resignación.

–De salud, como siempre: bastante bien si no tenemos en cuenta su estado mental –dirigió una mirada hacia el jardín–. Respecto a... Paolo –negó con la cabeza y tragó saliva para aliviar el nudo que se le instalaba en la garganta cada vez que mencionaba a su hermano–. De eso ni se entera... y tal vez sea mejor así.

Hacía tres años que don Vicenzo sufría de demencia senil, y el aumento había sido progresivo. En un principio, habían sido algunos olvidos, repetir la misma anécdota no bien terminaba de contarla, y en ocasiones varias veces. Con el tiempo pasó a una fase más aguda de la enfermedad. Fue fácil detectar que esto había sucedido porque empezó a no reconocerse en el espejo, mucho menos reconocía a su familia.

En la actualidad, don Vicenzo Bianchi vivía aislado de la realidad y del tiempo presente. Se encerraba en sus propias memorias, casi todas referentes a su niñez y juventud. Era como si su vida adulta, sobre todo la de las últimas décadas, se hubiese borrado de un plumazo. En general, se lo veía tranquilo, hasta que se empecinaba en volver a lugares o a personas que habían sido parte de su juventud. Ante la negativa de su familia, a quienes no reconocía la mayor parte del tiempo, podía ponerse agresivo y gritar que lo retenían en contra de su voluntad. La familia libraba batallas a diario porque no quería internarlo en un hogar de ancianos, pero si la condición empeorara, sería inevitable.

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