Brianna Callum - Reescribir mi destino
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En medio de dudas, temores e incertidumbres, Caeli deberá tomar las riendas de su vida y reconstruir su alma rota. Solo entonces podrá reescribir su destino.
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Amadea y Caeli ayudaron a doña Nydia a ponerse en pie, luego madre e hija se dirigieron hacia el dormitorio de huéspedes. Pocos minutos después, don Vicenzo y su acompañante terapéutico cruzaron la sala.
–Yo no sé qué hace acá toda esta gente –alcanzó a oír Caeli que cuchicheaba su suegro. Al pasar, el anciano escuchó el nombre de Paolo, por lo que prosiguió diciendo en tanto avanzaba y su voz se perdía por el corredor–: Yo tengo un hijo de dos años que se llama Paolo. ¡Es de travieso! Ahora debe de estar con su madre durmiendo la siesta.
A Caeli se le partió el alma. Inhaló profundamente y al exhalar cerró los ojos. Los mantuvo así un momento, como si con ese simple gesto pudiese evadir la realidad. Nada lo lograba. La realidad la atravesaba desde todos los flancos y atacaba cada uno de sus sentidos: las conversaciones, en las que el tema principal era la muerte de Paolo, bombardeaban sus oídos. El perfume de las flores muertas, denso, insoportable, se había impregnado en su nariz a pesar de que puertas y ventanas estuvieran abiertas, hasta el punto de crearle la sensación de que le faltaba el aire. Pero el peor de todos los ataques lo provocaba el dolor, que parecía filtrarse en su piel desde su entorno y al mismo tiempo expandirse desde su propia alma. Entonces se preguntó si su cuerpo sería capaz de soportar tanto o si de un momento a otro empezaría a desgarrarse a jirones. Se preguntó cuánto más sería capaz de soportar antes de romperse del todo.
Albertina ingresó a la sala tras su padre. Se secaba los ojos con el dorso de la mano y sorbía por la nariz. Tras divisar a Caeli, se dirigió hacia ella.
–Mi padre está cada vez peor –acotó en tanto se sentaba junto a su cuñada en el sillón. Su esposo, que la había seguido, tomó asiento frente a la viuda.
–Ya les he dicho que es hora de que lo internen en un geriátrico –proclamó Fabio con esa actitud desafiante que lo caracterizaba. Ese hombre, a Caeli había dejado de caerle bien hacía bastante tiempo. No era la primera vez que hacía comentarios tan desafortunados o fuera de lugar. A su pesar, jamás había entrado en debates con él dado que había preferido callar aunque, en su interior, hubiese querido gritarle cuatro verdades.
–Esto ya lo hemos discutido, Fabio, y sabes que preferimos que papá pase sus últimos años en casa –refutó Albertina de manera tajante. Ella tenía un carácter fuerte y no se dejaba amedrentar. Además, no solía dejar pasar ningún comentario desafortunado de su esposo y esto acarreaba que el matrimonio tuviera discusiones con bastante frecuencia.
–¿Preferimos? ¿Quiénes prefieren? Porque yo, ciertamente no.
–Mi madre, mis hermanos... –inhaló en profundidad. Fabio había alzado una ceja en explícita referencia a la reciente desaparición de Paolo. Albertina, que por un momento había dejado caer los hombros, irguió la espalda y alzó el mentón para responder con firmeza–: ¡Y yo!
Caeli abrió los ojos y no pudo evitar que los labios se le curvaran en una sutil sonrisa cuando la recorrió una profunda admiración por su cuñada.
–¡Pfff! –bufó él como toda respuesta. Sabía que, al fin y al cabo, no podía insistir en ese asunto dado que él, su esposa y sus hijos menores, una chica de veinte años y un chico de dieciocho, residían en la casa de sus suegros gracias a la gentileza de ellos. Al respecto, todavía debía hacer lo que doña Nydia quisiera, y ella quería que su esposo permaneciera en la casa. Para tal fin habían contratado a Carlo, que acompañaba a don Vicenzo durante la mayor parte del día, y una enfermera que les hacía visitas de manera regular para controlar el estado de salud de la pareja mayor.
–Rami fue a ver a Tizi –mencionó Albertina haciendo referencia a Ramiro, su hijo menor, y con la velada intención de dejar de lado ese tema espinoso que después, ya en privado, su esposo y ella deberían profundizar, una vez más.
–Gracias, Albertina. Tizi adora a su primo; estoy segura de que le hará bien compartir tiempo con él.
Albertina asintió con la cabeza antes de comentar:
–Sabes que el cariño que se tienen esos dos es mutuo –echó un vistazo hacia la escalera para comprobar que los chicos seguían en el dormitorio. Suspiró–. Todos estamos pasando un mal momento, pero no puedo imaginarme lo afectado que debe de estar Tizi... Pobrecito, mi vida, perder a su papá en esta etapa, en plena adolescencia, cuando los varones más necesitan de la figura paterna... ¡Tantas preguntas que le habrán quedado por hacer! ¡Tantas dudas y tanto por compartir! –se lamentó.
Caeli se sentía en una montaña rusa emocional. Cuando creía que había logrado controlar la angustia, aparecía algún detonante que otra vez la lanzaba al abismo sin piedad. Las inquietudes que planteaba su cuñada no estaban lejos de sus propias reflexiones, de sus propios miedos. En ese escaso tiempo se había preguntado, entre otras cosas, si sería capaz de suplir de alguna manera la ausencia de la figura paterna en la vida de su hijo. Si acaso ella sería suficiente, si sabría responder a sus interrogantes...
–Cuñada, puedes decirle a Tizi que hable conmigo –ofreció Fabio–. Porque Albertina tiene razón, ese chico va a necesitar tener con quién hablar de cosas de hombres, ¿me entiendes? –le guiñó un ojo para reforzar la intención de la pregunta.
–Gracias, Fabio, pero respecto a mi hijo no forzaré nada. Él sabe que conmigo puede hablar de cualquier tema. De todos modos, dejaré que sea él quien decida con quién se siente más cómodo para conversar y, desde luego, recurriremos a algún terapeuta en busca de orientación –respondió, tajante. Al tratarse del bienestar de su hijo, el instinto había hecho que ganara coraje. Lo cierto era que Caeli, de ninguna manera, quería que Tiziano tomara a su tío Fabio como figura masculina de referencia. Consideraba que ese hombre prepotente, altanero y ventajista no podía ser un buen ejemplo para nadie. Había aparentado valentía, pero por dentro le temblaba el cuerpo.
–Bueno, cuñada, pero ya sabes que el chico puede recurrir a mí –insistió–. Y otra cosa, ¿ya has pensado qué harás con el olivar y con la fábrica? –inquirió. No esperó respuesta y siguió con su discurso–. Porque déjame darte un consejo: acá lo que te conviene es vender todo; el campo y la fábrica no son cosas de mujeres. Esto mismo que te digo se lo escuché decir muchas veces al mismísimo Paolo, que en paz descanse –se persignó en un falso intento por parecer religioso.
La dueña de casa sentía que la temperatura de su sangre se elevaba al ritmo que avanzaba el monólogo de su cuñado. En el exterior de su cuerpo, el fenómeno se manifestó en sus mejillas, que ardían.
–Todavía no he tenido tiempo de pensar en ello, Fabio. ¿No crees que sea demasiado pronto para hacer esta pregunta? –interrogó con ironía y con una ceja en alto.
–Nunca es demasiado pronto para tratar las cuestiones monetarias –refutó él–. Y ahora que eres una mujer sola deberías tener la humildad de escuchar los consejos de un hombre.
Ella inhaló profundo. Quería decirle tantas cosas a Fabio, pero no le salía ni una palabra. Intervino su cuñada, que había notado su incomodidad y la impertinencia de su esposo.
–Fabio, por favor. ¿Por qué no dejamos tranquila a Caeli y vamos a caminar? Necesito un poco de aire, el olor de las flores me está ahogando.
A pesar de estar en desacuerdo con su esposa, Fabio aceptó. Asintió con la cabeza y se puso de pie. Su mirada estaba fija en Caeli, que a esas alturas parecía haber perdido todo vestigio de valentía.
–Volveremos a conversar cuando te sientas más tranquila –le dijo él, convencido de que podría llevar a cabo los planes que había empezado a gestar hacía años y que ahora, mientras paseaba entre los olivos centenarios, estaba seguro de haber ideado el golpe final. Hacía tiempo que ambicionaba esa fábrica y creía que había llegado el momento de que pudiera hacerse con ella.
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