Brianna Callum - Reescribir mi destino

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¿Qué hacer cuando la monotonía adormece la INDEPENDENCIA? ¿Cómo RENACER sin miedo a la libertad? ¿Existe una única forma de AMAR?
En medio de dudas, temores e incertidumbres, Caeli deberá tomar las riendas de su vida y reconstruir su alma rota. Solo entonces podrá reescribir su destino.

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–Aquí estás –comentó Marianela. Hacía un momento que había ingresado a la cocina y, apoyada en el vano de la puerta, observaba a su hermana mayor lavar los platos: la cabeza gacha, la vista fija en la vajilla, como quien mira sin ver realmente. Los movimientos aprendidos de memoria y realizados solo por no dejar las manos quietas. La mente, a miles de kilómetros... Así es como ella la veía.

Marianela aguardó por una respuesta. Sin mirarla siquiera, Caeli solo asintió con la cabeza para evitar que viera sus ojos enrojecidos. Detestaba llorar, y mucho más detestaba que alguien supiera que había llorado. No quería quedar expuesta, desnudar sus miedos; mucho menos en ese momento en el que deseaba aparentar una fortaleza de la cual carecía. La incertidumbre ante el futuro, la inseguridad... todo la llevaba a sentirse vulnerable, perdida. Sin embargo, frente a los demás, y sobre todo por su hijo, quería mostrarse fuerte.

Marianela, que había comprendido la necesidad de silencio de su hermana, caminó hacia el fregadero, tomó un paño de cocina de una de las gavetas y empezó a secar los platos que ella iba dejando en el escurridor. Al cabo de unos minutos del repetitivo ritual en el que solo se limitaban a lavar y secar la vajilla, Marianela volteó hacia su hermana y le tomó la mano derecha con la intención de detener sus movimientos. Esto obligó a Caeli a mirarla. Se trató de un instante al cabo del cual volvió a voltear el rostro.

–¿Dónde estabas? –quiso saber Marianela. Caeli se alzó de hombros.

–Por ahí –fue su escueta respuesta.

Marianela exhaló un hondo suspiro al comprender que, al menos por el momento, no pretendía decir mucho más. Ella, que en cambio era de la idea de que no hay que guardarse nada: ni palabras, ni emociones, no se quedaría callada con tal de empujar a su hermana a un sanador desahogo.

–¡Tu suegra anda como loca! –exclamó–. No sé, dice que las cenizas de Paolo han desaparecido. Lo cierto es que, de un momento a otro, su urna ya no estaba en su lugar –acotó en tanto indicaba con un ademán hacia la puerta. Se refería al altar que las hermanas de Paolo habían improvisado sobre una vitrina baja donde, además de cubrirla con un mantelito blanco de encaje tejido a mano, habían puesto velas, flores y un Jesús crucificado.

Caeli se limitó a esbozar una mueca. Sin palabras, ese simple gesto hablaba de resignación, cansancio y profunda pena.

–Caeli, ¿tienes algo que ver con eso? –insistió Marianela.

La aludida suspiró, dejó la esponja dentro del fregadero y apoyó las manos sobre el mármol frío de la encimera. Le pesaban los hombros. Le pesaba el alma. Volvió a inhalar en profundidad y exhaló el aire, despacio. En ese momento se planteaba si hablar o no con su hermana, tras lo cual aceptó que tal vez lo necesitaba: dentro de su garganta, un nudo apretado de angustia le dolía demasiado. Supuso que podía tratarse de las palabras atascadas, de los sentimientos guardados, de las emociones reprimidas... Suspiró, y una nueva exhalación profunda dio paso a las palabras.

–Intuyo que doña Nydia se pondrá aún más loca.

–¿Qué hiciste, Caeli?

–Nada... Solo llevé a Paolo al único lugar donde sé que él desearía estar: colina arriba, en el promontorio –con la vista perdida en el infinito, como si estuviera viendo imágenes pasadas, continuó–: Allí, desde donde él podía observar todas sus posesiones. Donde le gustaba estar... Si cierro los ojos, hasta puedo verlo: de pie, erguido y con las manos en la cintura, el cabello entrecano despeinado por la brisa, la media sonrisa dibujada en su boca... Se veía como un rey orgulloso. Estoy segura de que allí se sentía poderoso... –clavó sus ojos en los de su hermana al momento que inquiría con ímpetu–: ¿Acaso imaginas un mejor lugar para él?

–No, por supuesto que no. Has sido su esposa por más de dieciséis años; nadie mejor que tú sabría interpretar sus deseos. Sin embargo, puede que doña Nydia no lo comprenda y que hubiese preferido tener las cenizas arriba del aparador. Algo así le oí decir.

–¡¿Sobre el aparador?! –clamó con el rostro desencajado, lo que denotaba su estupor ante una idea que para ella era por completo descabellada–. ¡Pero ese no sería un lugar apropiado para Paolo! No para él, que le gustaba el campo, el aire libre, sus olivos. ¿Cómo podía dejarlo sobre un mueble, encerrado en una urna? ¿Entiendes, Marianela? ¡Eso para él no hubiese sido paz!

–Claro, Caeli, claro. No te alteres, por favor –procuró tranquilizarla–. Seguro que doña Nydia comprenderá lo que hiciste en cuanto le expliques que solo cumplías con los que hubiesen sido los deseos de su hijo.

Caeli respiró hondo y asintió con la cabeza. Su hermana tenía razón, tenía que tranquilizarse. Buscó la tetera, la llenó con agua y la puso al fuego.

–Me prepararé una taza de tilo y manzanilla. ¿Quieres? –le preguntó a su hermana mientras, sin esperar respuesta, sacaba tazas y platos de la alacena. Había decidido que, en cuanto se sintiera con más calma, iría a hablar con su suegra; la señora merecía una explicación. Todos los miembros de la familia estaban atravesando por un momento difícil y cada uno le hacía frente de la manera que podía.

–Sí, gracias. ¿Puedo ayudarte con algo: llevar el azúcar a la mesa, las cucharitas...?

Caeli le dirigió a su hermana una mirada cargada de ternura y le sonrió con el mismo sentimiento.

–Ya lo haces, Marianela. Ahora mismo me ayudas de maneras en las que ni siquiera lo imaginas. Ven, tomemos la tisana, que estoy segura me hará sentir mejor –acompañó las palabras señalando hacia la mesa. Allí se dirigió portando la bandeja con el servicio listo para degustar la deliciosa infusión, que ya inundaba la cocina con su dulce aroma. El tilo y la manzanilla tenían ese poder: reconfortaban y apaciguaban los ánimos, primero con su perfume, y completaban su magia al beberlo. La contención que Marianela había ejercido sobre su hermana había sido el ingrediente extra de la fórmula. Caeli se sentía mejor; al menos por el momento.

2 Tiziano se escabulló de la sala de estar y se dirigió hacia las escaleras A - фото 13

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Tiziano se escabulló de la sala de estar y se dirigió hacia las escaleras. A medida que subía los escalones de uno en uno, el murmullo iba quedando atrás: las conversaciones ininteligibles de la gente que se había acercado a darles el pésame, el llanto ahogado de su abuela Nydia, las voces potentes de sus tías...

Se sentía aturdido, igual que aquella vez en la que en un partido de fútbol había saltado a cabecear y había chocado la cabeza con un adversario. La situación era por completo distinta, sin embargo, se sentía de manera similar: confundido, aturdido, angustiado. La cabeza como a punto de estallar. Todavía no podía creer que su padre estuviera muerto, que ya no lo vería nunca más, que ya no compartirían momentos propios del día a día, de la vida.

En su inocencia de niño, creyó que sus padres serían eternos; ya de adolescente, evitaba pensar en que ellos pudieran faltarle. Además, Caeli y Paolo eran jóvenes, la lógica indicaba que era difícil que alguno de ellos pudiera morir de repente. Pero a la muerte rara vez se le encuentra la lógica , razonó Tiziano.

Ya en el pasillo del primer piso, a pesar de que tomó la manija de la puerta para ingresar a su dormitorio, la soltó y caminó hacia el final del corredor, donde se encontraba la habitación de sus padres. Una vez dentro, la recorrió con la mirada. Las pertenencias de su padre seguían por todas partes, tal como él las había dejado el jueves a la tarde antes de salir con sus amigos, como hacía cada jueves de manera religiosa antes de que sufriera el infarto repentino, inesperado.

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