Iván Canet Moreno - 305 Elizabeth Street

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Robert Easly, un joven de 22 años que sueña con convertirse en escritor, llega a Nueva York para descubrir que, en la gran ciudad, ni las luces son tan brillantes ni las sombras tan oscuras. Y descubre a Sasha, una alocada drag queen que resulta ser la estrella de «The Works», el mejor lugar donde pasar la noche en el Greenwich Village. Descubre también a Guido, un prostituto que se desliza entre sábanas y recuerdos enterrados. Y a Laura, que anhela llegar a protagonizar su propio Desayuno con diamantes.Robert descubre a Martha, una joven descarada que vive para capturar el momento en una fotografía. Y a Carlos, que prepara las mejores «bombs» de la ciudad. Y a Bonnie, a quien Martha Reeves dijo en una ocasión que tenía la voz muy bonita. ¡Y a Judy Garland! Bueno, no a la cantante, sino a una gata llamada Judy Garland. Y con tanto descubrimiento, en la Nueva York que nunca duerme de 1978… ¿será capaz Robert de descubrirse a sí mismo?

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Te recuerdo bien… Me dirigí de nuevo hacia el cuarto de baño, me metí en la bañera y rompí a llorar.

Primera Parte

1

—Se la está follando, Robbie. No te quepa la más mínima duda —me dijo Brian con semblante serio a medida que le daba las primeras caladas a su cigarrillo.

El señor Shawn nos acababa de dejar en la puerta de la biblioteca de Pittsfield, un edificio cuya fachada de ladrillo visto y sus ventanas amarillentas por el paso del tiempo le conferían un aspecto viejo y ruinoso, con la promesa de recogernos en un par de horas y llevarnos de vuelta a casa. Brian rebuscó en el bolsillo de su pantalón y sacó otro cigarrillo para mí. Aunque yo no había fumado nunca, no dudé ni un segundo en llevármelo a la boca. Brian se acercó con el mechero e intentó encendérmelo.

—Pégale una calada, Robbie, si no estamos haciendo el imbécil —me dijo.

El primer contacto del humo con mi garganta me produjo un extraño cosquilleo, un leve picor que me obligó a toser y, como consecuencia, el cigarrillo se cayó al suelo. Brian lo recogió con una sonrisa y me lo volvió a dar.

—Ya te acostumbrarás.

—¿De dónde los has sacado? —pregunté.

—Los guarda en la guantera del coche. No se dará ni cuenta de que le faltan un par de ellos —Brian dio tres o cuatro caladas más antes de lanzar el cigarrillo a tierra y apagarlo con la suela del zapato—. Se la está follando, Robbie —volvió a decir.

—¿A Lucy, la del quiosco? —Brian asintió. Yo también dejé caer mi cigarrillo al suelo, apenas consumido, y lo apagué—. ¿Cómo lo sabes?

—Lo sé —se limitó a responder—. Viene, se la folla en cualquier hotelucho de tres al cuarto a la entrada de la ciudad y luego regresa a casa como si nada hubiera ocurrido, con una amplia sonrisa y un ramo de rosas para mi madre. Ella las pone en vinagre, ¿sabes? Las rosas. También lo sabe.

—¿Tu madre también lo sabe? ¿Y no le dice nada? —Me sorprendió escuchar aquello. Brian se encogió de hombros.

—Mientras siga dándonos de comer... ¿Qué puede hacer además? ¿Divorciarse? ¿Quedarse sola? ¿Acaso tu madre es feliz así?

—Es distinto —respondí yo de inmediato.

—Tienes razón. Lo siento. Soy un capullo. ¿Entramos?

El vestíbulo de la biblioteca no daba mejor impresión que el exterior: apenas iluminado por un par de viejas y empolvadas lámparas de araña que colgaban temerariamente desde el techo. Tanto Brian como yo teníamos la extraña sensación de haber entrado en el lugar incorrecto, en el momento incorrecto. Por supuesto, estábamos allí porque no teníamos elección. Debíamos investigar, a petición del señor Houston, el decrépito profesor de Historia, acerca de El Motín del Té y qué relación guardaba dicho acontecimiento con los indios mohawk. El señor Shawn, el padre de Brian, al enterarse de dicha tarea, se había ofrecido rápidamente a llevarnos hasta allí en coche, ya que en Lanesborough, nuestro pueblo, no contábamos con biblioteca propia. Disponía así, según su hijo, de una excusa perfecta para perpetrar otra de sus escapadas con Lucy, la del quiosco. Por ello, dos horas más tarde, Brian no se sorprendió al ver que su padre nos esperaba a la salida con el coche en marcha, una amplia sonrisa y un ramo de rosas en el asiento del copiloto; por lo que arqueó las cejas y me susurró al oído antes de subir al vehículo: «Te lo dije».

La biblioteca estaba completamente vacía: un cementerio de libros al que ninguna viuda acudía a rezar a su difunto. Bajo una de las sucias ventanas de la pared que quedaba a la izquierda, se hallaban varios sillones de segunda mano dispuestos en un semicírculo desordenado alrededor de una pequeña mesa baja de madera. Encima de ella, descansaban algunos libros y un par de pequeñas cestas que contenían lápices de colores y folios mal recortados en cuartillas. Brian se acercó, cogió uno de los libros y se fijó en su colorida portada: Las aventuras del conejo Bunny: el huevo de pascua perdido. Se giró y me lo enseñó riéndose.

—No creo que ése sea el libro que andas buscando... —escuchamos de repente.

Brian se apresuró a dejar el libro encima de la mesa y ambos buscamos de dónde había salido aquella voz de mujer, dulce pero imponente. La señorita Taylor apareció de pronto por el estrecho pasillo que se abría entre las estanterías de baldas dobladas por el peso, cargada con más de una decena de libros apilados, y se dirigió a un pequeño escritorio; depositó allí los libros con suavidad y luego se giró para vernos. Y en ese preciso instante, aquella tarde de octubre de 1968, creo recordar que era viernes, al ver a la señorita Taylor, la bibliotecaria de Pittsfield, tuve mi primera erección.

2

El recuerdo de mi padre todavía me dolía. Poco había podido averiguar acerca de lo ocurrido aquella mañana en la que mi padre decidió abandonar esposa e hijos —a mi hermana Barbra, que por aquel entonces tenía ocho años, y a mí, con tan sólo cinco— y marcharse de Lanesborough sin decir ni adiós; y nada sabía tampoco del motivo por el que lo había hecho. Lo único que conocía de aquella historia era lo que mi madre y mi hermana me habían contado alguna vez: que se despertaron una mañana y al entrar en la cocina, se encontraron con una nota pegada en la puerta del frigorífico en la que se podía leer: «Lo siento. Lo intenté. No me odies demasiado». Mi padre se llevó con él todos los ahorros familiares que contenía el jarro de cristal que mi madre guardaba debajo del fregadero. También se llevó el coche.

Mi madre entró en un extraño estado de letargo que la mantenía en la cama más de lo que ella hubiese querido y que hizo que desatendiera el cuidado de la casa y de sus hijos; pero por fortuna tan sólo duró un par de semanas, quizá tres, y tan pronto como se dio cuenta de que llorar y dormir no iban a traer de vuelta a mi padre, se levantó de la cama y salió de casa con la intención de seguir adelante con nuestras vidas. Encontró un trabajo como ayudanta de la modista del pueblo y los domingos preparaba bizcochos que luego llevaba al restaurante de Tom Affley para que éste los vendiera allí durante la semana. «Saldremos adelante. Ya lo veréis», nos repetía cada vez que la veíamos en la mesa del comedor contando y recontando las monedas ganadas a lo largo del día. Y lo cierto es que sí salimos adelante.

A mi hermana Barbra le costó un poco más superar aquello. Aunque nunca había destacado en la escuela primaria, desde que mi padre nos abandonó, sus resultados empezaron a caer de forma alarmante, hasta el punto en que su profesora, la señora Gracey, recomendó a mi madre que Barbra repitiera curso. Un sentimiento de apatía acompañó desde entonces a mi hermana durante los años siguientes, sentimiento del que no se desprendió hasta que llegó al instituto y conoció a Carl, un bruto jugador de fútbol dos años mayor que ella, mal estudiante y peor persona. Si he de serles sincero, les diré que nunca me cayó bien. Siempre me pareció un cromañón violento y estrecho de miras, uno de esos hombres que se creen muy hombres, que beben cerveza a todas horas, escupen en la calle para acentuar su virilidad y llaman a sus mujeres muñecas mientras las sujetan por la cintura. Carl no era un buen tipo; sin embargo, yo no tenía más remedio que sonreír y guardarme estas reflexiones para mí —y para Brian—. Había visto a Barbra tan apagada durante tantos años que lo único que me importaba entonces era que fuera feliz, aun con Carl. Sin embargo, todo cambiaría aquella fría noche a la puerta de The Works. Pero será mejor que no adelante acontecimientos.

Volviendo al asunto de mi padre, y por lo que a mí respecta, al enterarme de la noticia decidí escaparme de casa. No lloré ni monté en cólera, tampoco grité ni rompí nada: simplemente, eché a correr. No sé por qué, no lo recuerdo bien —sólo tenía cinco años—, pero sí recuerdo que abrí la puerta de la calle y empecé a correr con todas mis fuerzas, sin dirección alguna, eligiendo qué ruta seguir de modo instintivo: ora giro por esta calle, ora sigo recto. No fui muy lejos, tan sólo llegué a la explanada del árbol seco antes de que mi madre me alcanzara. Cuando llegué allí, me detuve, quizá por el cansancio, y observé que había otro niño de mi edad que estaba jugando a la pelota. La pateaba contra el tronco carcomido del árbol seco y ésta rebotaba y volvía a sus pies. De repente se dio cuenta de mi presencia, cogió la pelota en la mano —una pelota marrón de cuero cosido— y se acercó a mí. Su madre estaba hablando unos metros más allá con alguna vecina y apenas le prestaba atención a su hijo. «¿Quieres jugar?», me preguntó, tendiéndome la pelota. Antes de poderle contestar, mi madre me cogió por el brazo y, dándole gracias al cielo y a no sé quién más, me dijo que estaba castigado y me pegó un tirón de oreja en dirección a casa. Mientras subía las escaleras camino de mi habitación, me di cuenta de que no había tenido la oportunidad de preguntarle a aquel niño su nombre. Yo no tenía amigos. En mi calle no había niños: sólo mujeres, algunas casadas, y el viejo señor White. Años más tarde, Brian y yo no podríamos evitar sonreír al recordar la forma en la que nos habíamos visto por primera vez.

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