Diego Sánchez Aguilar - Factbook. El libro de los hechos

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En un país instalado en una eterna crisis económica con la que se quiere justificar todo tipo de sacrificios, la corrupción y la impunidad dominan la vida política, y la resignación y el miedo se han apoderado de la gente. Cuando el cuerpo del Presidente de la CEOE aparece ahorcado en un toro de Osborne, Rosa se debate entre el instintivo horror por la violencia y el deseo de que ese asesinato se convierta en el detonante de la revolución. Este es el punto de partida de
Factbook. El libro de los hechos y también uno de los muchos dilemas éticos que se suceden en la novela, invitando al lector a replantearse sus convicciones y a preguntarse qué ha hecho, qué podía haber hecho y qué está haciendo. En este mundo distópico conviven una clínica ilegal de criogénesis en La Manga del Mar Menor, una clandestina red social (
Factbook) cuyos miembros incitan a la rebelión a través de la objetividad de los hechos y los datos, grupos terroristas con nombres de banda de rock, agentes que vigilan y controlan las redes sociales en busca de conspiraciones y enemigos del sistema… A pesar de su apariencia fantástica,
Factbook es, sobre todo, un lúcido análisis, nada complaciente ni nostálgico, de los últimos treinta años de la sociedad española y de toda una generación: aquella que vivió el 15M como un punto de inflexión que parecía abrir una puerta hacia algo que no se sabía bien qué era.

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La pintada está hecha en la parte delantera del toro, la parte comercial , limpia de vigas. Hay que hacer un esfuerzo de corrección de la realidad para leer esas letras blancas, hechas con plantilla, con la misma tipografía que la de la red social, pero cambiando una sola letra: “Factbook.”

“La hipótesis terrorista, la prótesis terrorista”

Acudo a la llamada de la música del telediario siempre, todavía. España es un relato, una serie con demasiadas temporadas, un culebrón interminable al que estuve enganchadísima, y del que cada vez me aparto más. Acudo a la llamada del telediario para mantenerme todavía dentro, solo para entender mañana las caras de la gente en la calle y saber qué dicen las conversaciones en marcha de los compañeros de trabajo. Entrego una pequeña parte de mi atención, para engrosar el cuerpo social y mental sin el que el país se vendría abajo como un telón cansado.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley de Libertad de Empleo que eliminaba completamente la indemnización por despido.

Imagino un país sin televisión. Un país en el que toda información y entretenimiento se eligiera personalmente en la Red. Mi consumo de televisor se ha ido reduciendo al telediario. El resto del tiempo es la tablet encendida eternamente, los “amigos” elegidos en Facebook, las películas elegidas por mí entre toda la Historia del cine, los libros elegidos por mí entre toda la Historia de la literatura. Elecciones personales, islas dentro islas, una nación solipsista y fragmentaria.

El franquismo fue el tiempo de una sola cadena de televisión. La transición, el bipartidismo, fueron el régimen político de una nación unida por la fingida diversidad de las nuevas cadenas privadas. Las tetas y la cultura, la movida, las comedias españolas liberales, los decorados de los programas musicales, tan modernos , todo tan copiado y tan triste: Telecinco y Antena 3, La 1 y la La2, PSOE y PP. La aparente fragmentación del parlamento actual, la política de pactos y rupturas y minorías es la política de las islas, de los grupos de Facebook y de WhatsApp. Todos parecemos diferentes, irreconciliables. Todos somos iguales. La voz del telediario nos une. Todos los telediarios dan las mismas noticias, en todas las cadenas. Sigue habiendo una sola voz. La voz del presentador.

Voy al cuarto de baño. Sentada en el váter, el sonido del chorro de mi orina cayendo sobre el agua del fondo se mezcla con la música del telediario y con la voz grave y trabajada del presentador. “Un nuevo ahorcado en lo que ya parece una serie…”. El sonido de la cisterna anula esa voz, se convierte en música para otro telediario más radical e insobornable.

Firmé un Change.org para que no se aprobara la Ley de Libertad Educativa que obligaba a las Administraciones Educativas a ofrecer el mismo número de plazas privadas-concertadas que públicas.

Esa promesa del apocalipsis con que el telediario nos hace levantar la cabeza para mirar las señales, dónde ha caído esta vez el meteorito, cuándo empieza el mecanismo que hará descarrilar por fin al mundo. Acudo siempre, con esa esperanza adormecida, continuamente excitada por esa música estridente que lo promete todo y al final no entrega nada.

El hierro, el óxido, el viento. La vida en silencio y sin banda sonora que sucede detrás de la imagen, de la figura recia y omnipotente del toro, de esa lámina bidimensional que nos mira pasar en la autovía. Pienso en la soledad de todo ese metal en la madrugada de las autovías. Pienso en la estructura que lo sostiene, en el viento tropezando contra la silueta del toro y en la fuerza que empuja las vigas hacia dentro de la tierra.

Imagino al asesino debajo del toro, escuchando esos sonidos, mirando el cuerpo oscilante del Presidente de la CEOE. Imagino al asesino con pasamontañas. Un verdugo. No un grupo. Una sola persona, en medio de todo ese silencio. No hay ningún pensamiento bajo el pasamontañas. Como una película de autor, sin banda sonora. Un plano general, de siluetas entre la oscuridad y el viento.

No debería usar siempre la misma música el telediario. Debería adaptarse a la capacidad apocalíptica de las noticias. Usar siempre la misma música, para una ola de frío o para un atentado con cien muertos, es un error narrativo imperdonable, la banalización de todo lo narrado.

Sé que hablaré sola algún día. Veo la meta, me veo a mí misma o, mejor dicho, me escucho a mí misma hablando sola aquí, en este sofá. Es una imagen inevitable, una realidad que va preparando el terreno de su aparición. Puede que lo haga moviendo la cabeza.

Mi abuela hablaba sola, moviendo la cabeza, con una tela entre las manos, sentada en una mecedora, bajo la ventana. Ya entonces no veía la tele. Vivía en el mundo sin telediarios: vasto y silencioso, desierto e incomprensible. Solo cosía. De vez en cuando se asomaba por la ventana. Mi abuela hablando sola, en voz muy baja y concentrada. No podía escuchar lo que decía. Movía la cabeza y los labios y no apartaba casi nunca la vista de la tela, como si le hablara. En esa tela estaba su vida, su pasado, todos los fantasmas que la habían dejado sola y que ella cosía, puntada a puntada, para contarles todo lo que habían hecho mal.

Me veo a mí, con una tablet en lugar de la labor. Veo también fantasmas.

El presentador pronuncia “Fatbuk” unas veces, cuando introduce esa palabra como una parte más de la noticia, pero pronuncia “faktbuk”, con visible esfuerzo, como si fueran cuatro sílabas, cuando tiene que explicar su traducción al castellano y el juego de palabras establecido sobre “Facebook”. Explica que investigan si la pintada está relacionada con el asesinato, o si era previa y se trata de una coincidencia. Hay expertos en pintadas, expertos en química, expertos en el paso del tiempo sobre la pintura y sus reacciones.

Veo cómo entro en el género de la realidad consensuada, cómo la banda sonora del telediario me introduce en su acción. El inevitable placer de dejarse llevar por la narración conocida, la que nos sitúa con certeza en un lugar concreto: el placer con que somos convertidos en espectadores, como dejarse cuidar cuando estamos enfermos.

Imagino un telediario sin esa música épica y catastrófica que acompañe a los titulares: imágenes como de una película de autor, ese espesor de lo real, dominando con su carga de silencio.

Sé que hablaré sola porque cada vez me pasa más que me escucho a mí misma. Puedo pasar horas escuchándome: frases completas, como esta. A veces hasta las repito. Frases completas. “No sé si habría que encender ya la luz, será una luz inútil contra una luz que muere pero todavía vence.” A veces parecen poemas que me dictan. A veces son frases sin sentido, pura y vacía conversación de ascensor. “Está lloviendo.” “Parece que va a llover toda la noche.”

Así, con las comillas. A veces me hablo a mí misma entre comillas. Me escucho decir esas frases en silencio, mientras recorro el pasillo. Como si el lenguaje creciera dentro de mí. Como si la frase fuera un animal que crece aquí dentro, que existe, que reclama existencia, cuyo destino o instinto es salir de mi boca, mirar el espacio exterior fuera de mí, quedar cegado por la luz, recorrer con asombro estas paredes, y esconderse para morir debajo de la mesa. El polvo acumulado debajo de la mesa está hecho de esas frases muertas, de mi piel hecha añicos como un plato que se ha roto sin que nadie escuche el ruido de la fragmentación.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la ley que dejaba sin cobertura sanitaria a cualquiera que no cotizara a la Seguridad Social.

El rostro del presentador esforzándose para leer el titular es un género en sí mismo, la carta de presentación de la realidad, la seguridad de ver cada noche esa misma cara y ese mismo tono de voz. Ese rostro nos hace país, nos une a todos los dispersos y los aislados: nos hace familia, es el gran padre silencioso que nos reúne para explicar la situación.

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